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Arriesgada seguridad del cristiano

Qui habitat in adiutorio Altissimi, in protectione Dei coeli commorabitur4, habitar bajo la protección de Dios, vivir con Dios: esta es la arriesgada seguridad del cristiano. Hay que estar persuadidos de que Dios nos oye, de que está pendiente de nosotros: así se llenará de paz nuestro corazón. Pero vivir con Dios es indudablemente correr un riesgo, porque el Señor no se contenta compartiendo: lo quiere todo. Y acercarse un poco más a Él quiere decir estar dispuesto a una nueva conversión, a una nueva rectificación, a escuchar más atentamente sus inspiraciones, los santos deseos que hace brotar en nuestra alma, y a ponerlos por obra.

Desde nuestra primera decisión consciente de vivir con integridad la doctrina de Cristo, es seguro que hemos avanzado mucho por el camino de la fidelidad a su Palabra. Sin embargo, ¿no es verdad que quedan aún tantas cosas por hacer?, ¿no es verdad que queda, sobre todo, tanta soberbia? Hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me autem minui5, hace falta que Él crezca y que yo disminuya.

No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí6. La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas. Por eso, si no se hace más grande, va camino de extinguirse.

Recordad las palabras de San Agustín: «Si dijeses basta, estás perdido. Ve siempre a más, camina siempre, progresa siempre. No permanezcas en el mismo sitio, no retrocedas, no te desvíes»7.

La Cuaresma ahora nos pone delante de estas preguntas fundamentales: ¿avanzo en mi fidelidad a Cristo?, ¿en deseos de santidad?, ¿en generosidad apostólica en mi vida diaria, en mi trabajo ordinario entre mis compañeros de profesión?

Cada uno, sin ruido de palabras, que conteste a esas preguntas, y verá cómo es necesaria una nueva transformación, para que Cristo viva en nosotros, para que su imagen se refleje limpiamente en nuestra conducta.

Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame8. Nos lo dice Cristo otra vez a nosotros, como al oído, íntimamente: la Cruz cada día. No sólo —escribe San Jerónimo— en el tiempo de la persecución, o cuando se presenta la posibilidad del martirio, sino en toda situación, en toda obra, en todo pensamiento, en toda palabra, neguemos aquello que antes éramos y confesemos lo que ahora somos, puesto que hemos renacido en Cristo9.

Esas consideraciones no son en realidad más que el eco de aquellas otras del Apóstol: verdad es que en otro tiempo no erais sino tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; y así, proceded como hijos de la luz. El fruto de la luz consiste en caminar con toda bondad y justicia y verdad: buscando lo que es agradable a Dios10.

La conversión es cosa de un instante; la santificación es tarea para toda la vida. La semilla divina de la caridad, que Dios ha puesto en nuestras almas, aspira a crecer, a manifestarse en obras, a dar frutos que respondan en cada momento a lo que es agradable al Señor. Es indispensable por eso estar dispuestos a recomenzar, a reencontrar —en las nuevas situaciones de nuestra vida— la luz, el impulso de la primera conversión. Y esta es la razón por la que hemos de prepararnos con un examen hondo, pidiendo ayuda al Señor, para que podamos conocerle mejor y nos conozcamos mejor a nosotros mismos. No hay otro camino, si hemos de convertirnos de nuevo.

Notas
4

Ps XC, 1 (Introito de la Misa).

5

Ioh III, 30.

6

Gal II, 20.

7

S. Agustín, Sermo 169, 15 (PL 38, 926).

8

Lc IX, 23.

9

S. Jerónimo, Epistula 121, 3 (PL 22, 1013).

10

Eph V, 8-10.

Referencias a la Sagrada Escritura
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