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      Permitidme esta insistencia machacona, las verdades de fe y de moral no se determinan por mayoría de votos: componen el depósito -depositum fidei- entregado por Cristo a todos los fieles y confiado, en su exposición y enseñanza autorizada, al Magisterio de la Iglesia.

      Sería un error pensar que, como los hombres han adquirido quizá más conciencia de los lazos de solidaridad que los unen mutuamente, se deba modificar la constitución de la Iglesia, para ponerla de acuerdo con los tiempos. Los tiempos no son de los hombres, sean o no eclesiásticos; los tiempos son de Dios, que es el Señor de la historia. Y la Iglesia puede dar la salvación a las almas, sólo si permanece fiel a Cristo en su constitución, en sus dogmas, en su moral.

      Rechacemos, por tanto, el pensamiento de que la Iglesia -olvidando el sermón de la montaña- busca la felicidad humana en la tierra, porque sabemos que su única tarea consiste en llevar las almas a la gloria eterna del paraíso; rechacemos cualquier solución naturalista, que no aprecie el papel primordial de la gracia divina; rechacemos las opiniones materialistas, que tratan de hacer perder su importancia a los valores espirituales en la vida del hombre; rechacemos de igual modo las teorías secularizantes, que pretenden identificar los fines de la Iglesia de Dios con los de los estados terrenos: confundiendo la esencia, las instituciones, la actividad, con características similares a las de la sociedad temporal.

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