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      Y especialmente, diré con palabras del Concilio Vaticano II, nos unimos en sumo grado al culto de la Iglesia celestial, comunicando y venerando sobre todo la memoria de la gloriosa siempre Virgen María, de San José, de los santos Apóstoles y mártires y de todos los santos18.

      Yo pido a todos los cristianos que recen mucho por nosotros los sacerdotes, para que sepamos realizar santamente el Santo Sacrificio. Les ruego que muestren un amor tan delicado por la Santa Misa, que nos empuje a los sacerdotes a celebrarla con dignidad -con elegancia- humana y sobrenatural: con limpieza en los ornamentos y en los objetos destinados al culto, con devoción, sin prisas.

      ¿Por qué prisa? ¿La tienen acaso los enamorados, para despedirse? Parece que se van y no se van; vuelven una y otra vez, repiten palabras corrientes como si las acabasen de descubrir… No os importe llevar los ejemplos del amor humano noble y limpio, a las cosas de Dios. Si amamos al Señor con este corazón de carne -no poseemos otro-, no habrá prisa por terminar ese encuentro, esa cita amorosa con El.

      Algunos van con calma, y no les importa prolongar hasta el cansancio lecturas, avisos, anuncios. Pero, al llegar al momento principal de la Santa Misa, el Sacrificio propiamente dicho, se precipitan, contribuyendo así a que los demás fieles no adoren con piedad a Cristo, Sacerdote y Víctima; ni aprendan después a darle gracias -con pausa, sin atropellos-, por haber querido venir de nuevo entre nosotros.

     Todos los afectos y las necesidades del corazón del cristiano encuentran, en la Santa Misa, el mejor cauce: el que, por Cristo, llega al Padre, en el Espíritu Santo. El sacerdote debe poner especial empeño en que todos lo sepan y lo vivan. No hay actividad alguna que pueda anteponerse, ordinariamente, a esta de enseñar y hacer amar y venerar a la Sagrada Eucaristía.

Notas
18Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Dogm. Lumen Gentium n. 50.
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