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      El misterio de la santidad de la Iglesia -esa luz original, que puede quedar oculta por las sombras de las bajezas humanas- rechaza hasta el más mínimo pensamiento de sospecha o de duda sobre la belleza de nuestra Madre. Ni cabe tolerar, sin protesta, que otros la insulten. No busquemos en la Iglesia los lados vulnerables para la crítica, como algunos que no demuestran su fe ni su amor. No concibo que se viva un cariño verdadero a la propia madre, y que se hable de esa madre con despego.

      Nuestra Madre es Santa, porque ha nacido pura y continuará sin mácula por la eternidad. Si en ocasiones no sabemos descubrir su rostro hermoso, limpiémonos nosotros los ojos; si notamos que su voz no nos agrada, quitemos de nuestros oídos la dureza que nos impide oír, en su tono, los silbidos del Pastor amoroso. Nuestra Madre es Santa, con la santidad de Cristo, a la que está unidad en el cuerpo -que somos todos nosotros- y en el espíritu, que es el Espíritu Santo, asentado también en el corazón de cada uno de nosotros, si nos conservamos en gracia de Dios.

      ¡Santa, Santa, Santa!, nos atrevemos a cantar a la Iglesia, evocando el himno en honor de la Trinidad Beatísima. Tú eres Santa, Iglesia, Madre mía, porque te fundó el Hijo de Dios, Santo: eres Santa, porque así lo dispuso el Padre, fuente de toda santidad; eres Santa, porque te asiste el Espíritu Santo, que mora en el alma de los fieles, para ir reuniendo a los hijos del Padre, que habitarán en el Iglesia del Cielo, la Jerusalén eterna.

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