La libertad, don de Dios

Muchas veces os he recordado aquella escena conmovedora que nos relata el Evangelio: Jesús está en la barca de Pedro, desde donde ha hablado a las gentes. Esa multitud que le seguía ha removido el afán de almas que consume su Corazón, y el Divino Maestro quiere que sus discípulos participen ya de ese celo. Después de decirles que se lancen mar adentro –duc in altum!1–, sugiere a Pedro que eche las redes para pescar.

No me voy a detener ahora en los detalles, tan aleccionadores, de esos momentos. Deseo que consideremos la reacción del Príncipe de los Apóstoles, a la vista del milagro: apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador2. Una verdad –no me cabe duda– que conviene perfectamente a la situación personal de todos. Sin embargo, os aseguro que, al tropezar durante mi vida con tantos prodigios de la gracia, obrados a través de manos humanas, me he sentido inclinado, diariamente más inclinado, a gritar: Señor, no te apartes de mí, pues sin Ti no puedo hacer nada bueno.

Entiendo muy bien, precisamente por eso, aquellas palabras del Obispo de Hipona, que suenan como un maravilloso canto a la libertad: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti»3, porque nos movemos siempre cada uno de nosotros, tú, yo, con la posibilidad –la triste desventura– de alzarnos contra Dios, de rechazarle –quizá con nuestra conducta– o de exclamar: no queremos que reine sobre nosotros4.

Escoger la vida

Con agradecimiento, porque percibimos la felicidad a que estamos llamados, hemos aprendido que las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios: las racionales, los hombres, aunque con tanta frecuencia perdamos la razón; y las irracionales, las que corretean por la superficie de la tierra, o habitan en las entrañas del mundo, o cruzan el azul del cielo, algunas hasta mirar de hito en hito al sol. Pero, en medio de esta maravillosa variedad, solo nosotros, los hombres –no hablo aquí de los ángeles– nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe.

Esa posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana. El Señor nos invita, nos impulsa –¡porque nos ama entrañablemente!– a escoger el bien. Fíjate, hoy pongo ante ti la vida con el bien, la muerte con el mal. Si oyes el precepto de Yavé, tu Dios, que hoy te mando, de amar a Yavé, tu Dios, de seguir sus caminos y de guardar sus mandamientos, decretos y preceptos, vivirás... Escoge la vida, para que vivas5.

¿Quieres tú pensar –yo también hago mi examen– si mantienes inmutable y firme tu elección de Vida? ¿Si al oír esa voz de Dios, amabilísima, que te estimula a la santidad, respondes libremente que sí? Volvamos la mirada a nuestro Jesús, cuando hablaba a las gentes por las ciudades y los campos de Palestina. No pretende imponerse. Si quieres ser perfecto...6, dice al joven rico. Aquel muchacho rechazó la insinuación, y cuenta el Evangelio que abiit tristis7, que se retiró entristecido. Por eso alguna vez lo he llamado el ave triste: perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios.

Considerad ahora el momento sublime en el que el Arcángel San Gabriel anuncia a Santa María el designio del Altísimo. Nuestra Madre escucha, y pregunta para comprender mejor lo que el Señor le pide; luego, la respuesta firme: fiat!8 –¡hágase en mí según tu palabra!–, el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios.

En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor. El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento: heme aquí que vengo, según está escrito de mí en el principio del libro, para cumplir, ¡oh Dios!, tu voluntad9. Cuando llega la hora marcada por Dios para salvar a la humanidad de la esclavitud del pecado, contemplamos a Jesucristo en Getsemaní, sufriendo dolorosamente hasta derramar un sudor de sangre10, que acepta espontánea y rendidamente el sacrificio que el Padre le reclama: como cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores11. Ya lo había anunciado a los suyos, en una de esas conversaciones en las que volcaba su Corazón, con el fin de que los que le aman conozcan que Él es el Camino –no hay otro– para acercarse al Padre: por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y yo soy dueño de darla y dueño de recobrarla12.

El sentido de la libertad

Nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa –infinita– como su amor. Pero el tesoro preciosísimo de su generoso holocausto nos debe mover a pensar: ¿por qué me has dejado, Señor, este privilegio, con el que soy capaz de seguir tus pasos, pero también de ofenderte? Llegamos así a calibrar el recto uso de la libertad si se dispone hacia el bien; y su equivocada orientación, cuando con esa facultad el hombre se olvida, se aparta del Amor de los amores. La libertad personal –que defiendo y defenderé siempre con todas mis fuerzas– me lleva a demandar con convencida seguridad, consciente también de mi propia flaqueza: ¿qué esperas de mí, Señor, para que yo voluntariamente lo cumpla?

Nos responde el mismo Cristo: veritas liberabit vos13; la verdad os hará libres. ¿Qué verdad es esta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad? Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas.

Persuadíos, para ganar el cielo hemos de empeñarnos libremente, con una plena, constante y voluntaria decisión. Pero la libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía. «No cabe que el alma ande sin ninguno que la rija; y para esto se la ha redimido de modo que tenga por Rey a Cristo, cuyo yugo es suave y su carga ligera (Mt XI, 30), y no el diablo, cuyo reino es pesado»14.

Rechazad el engaño de los que se conforman con un triste vocerío: ¡libertad, libertad! Muchas veces, en ese mismo clamor se esconde una trágica servidumbre: porque la elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo15, ya que solo Él es el Camino, la Verdad y la Vida16.

Preguntémonos de nuevo, en la presencia de Dios: Señor, ¿para qué nos has proporcionado este poder?; ¿por qué has depositado en nosotros esa facultad de escogerte o de rechazarte? Tú deseas que empleemos acertadamente esta capacidad nuestra. Señor, ¿qué quieres que haga?17. Y la respuesta diáfana, precisa: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma y con toda tu mente18.

¿Lo veis? La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. ¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los hijos de Dios!19. Ahí se resume la «voluntad buena», que nos enseña a perseguir «el bien, después de distinguirlo del mal»20.

Me gustaría que meditaseis en un punto fundamental, que nos enfrenta con la responsabilidad de nuestra conciencia. Nadie puede elegir por nosotros: «he aquí el grado supremo de dignidad en los hombres: que por sí mismos, y no por otros, se dirijan hacia el bien»21. Muchos hemos heredado de nuestros padres la fe católica y, por gracia de Dios, desde que recibimos el Bautismo, apenas nacidos, comenzó en el alma la vida sobrenatural. Pero hemos de renovar a lo largo de nuestra existencia –y aun a lo largo de cada jornada– la determinación de amar a Dios sobre todas las cosas. «Es cristiano, digo verdadero cristiano, el que se somete al imperio del único Verbo de Dios»22, sin señalar condiciones a ese acatamiento, dispuesto a resistir la tentación diabólica con la misma actitud de Cristo: adorarás a tu Dios y Señor y a Él solo servirás23.

Libertad y entrega

El amor de Dios es celoso; no se satisface si se acude a su cita con condiciones: espera con impaciencia que nos demos del todo, que no guardemos en el corazón recovecos oscuros, a los que no logra llegar el gozo y la alegría de la gracia y de los dones sobrenaturales. Quizá pensaréis: responder que sí a ese Amor exclusivo, ¿no es acaso perder la libertad?

Con la ayuda del Señor que preside este rato de oración, con su luz, espero que para vosotros y para mí quede todavía más definido este tema. Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez que servir a Cristo Señor Nuestro comporta dolor y fatiga. Negar esta realidad, supondría no haberse encontrado con Dios. El alma enamorada conoce que, cuando viene ese dolor, se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que el peso es ligero y la carga suave, porque lo lleva Él sobre sus hombros, como se abrazó al madero cuando estaba en juego nuestra felicidad eterna24. Pero hay hombres que no entienden, que se rebelan contra el Creador –una rebelión impotente, mezquina, triste–, que repiten ciegamente la queja inútil que recoge el Salmo: rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su dominio25. Se resisten a cumplir, con heroico silencio, con naturalidad, sin lucimiento y sin lamentos, la tarea dura de cada día. No comprenden que la Voluntad divina, también cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere, coincide exactamente con la libertad, que solo reside en Dios y en sus designios.

Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino. ¿Es eso libertad? ¿Qué aprovechan de esa riqueza sin un compromiso serio, que oriente toda la existencia? Un comportamiento así se opone a la categoría propia, a la nobleza, de la persona humana. Falta la ruta, el camino claro que informe los pasos sobre la tierra: esas almas –las habéis encontrado, como yo– se dejarán arrastrar luego por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad.

Su libertad se demuestra estéril, o produce frutos ridículos, también humanamente. El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él. Estos son nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces26, aunque se encubran en un continuo parloteo, en paliativos con lo que intentan difuminar la ausencia de carácter, de valentía y de honradez.

¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado.

Recordad la parábola de los talentos. Aquel siervo que recibió uno, podía –como sus compañeros– emplearlo bien, ocuparse de que rindiera, aplicando la cualidades que poseía. ¿Y qué delibera? Le preocupa el miedo a perderlo. Bien. Pero, ¿después? ¡Lo entierra!27. Y aquello no da fruto.

No olvidemos este caso de temor enfermizo a aprovechar honradamente la capacidad de trabajo, la inteligencia, la voluntad, todo el hombre. ¡Lo entierro –parece afirmar ese desgraciado–, pero mi libertad queda a salvo! No. La libertad se ha inclinado hacia algo muy concreto, hacia la sequedad más pobre y árida. Ha tomado partido, porque no tenía más remedio que elegir: pero ha elegido mal.

Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad.

Pero, me preguntaréis, cuando alcanzamos lo que amamos con toda el alma ya no seguiremos buscando: ¿ha desaparecido la libertad? Os aseguro que entonces es más operativa que nunca, porque el amor no se contenta con un cumplimiento rutinario, ni se compagina con el hastío o con la apatía. Amar significa recomenzar cada día a servir, con obras de cariño.

Insisto, querría grabarlo a fuego en cada uno: la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad solo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios. Recuerdo que me llevé una alegría cuando me enteré de que en portugués llaman a los jóvenes os novos. Y eso son. Os cuento esta anécdota porque he cumplido ya bastantes años, pero al rezar al pie del altar al Dios que llena de alegría mi juventud28, me siento muy joven y sé que nunca llegaré a considerarme viejo; porque, si permanezco fiel a mi Dios, el Amor me vivificará continuamente: se renovará, como la del águila, mi juventud29.

Por amor a la libertad, nos atamos. Únicamente la soberbia atribuye a esas ataduras el peso de una cadena. La verdadera humildad, que nos enseña Aquel que es manso y humilde de corazón, nos muestra que su yugo es suave y su carga ligera30: el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que Él nos ganó en la Cruz.

La libertad de las conciencias

Cuando, durante mis años de sacerdocio, no diré que predico, sino que grito mi amor a la libertad personal, noto en algunos un gesto de desconfianza, como si sospechasen que la defensa de la libertad entrañara un peligro para la fe. Que se tranquilicen esos pusilánimes. Exclusivamente atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente, es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un atentado a la fe.

Por eso no es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios. Ya hemos recordado que podemos oponernos a los designios salvadores del Señor; podemos, pero no debemos hacerlo. Y si alguno tomase esa postura deliberadamente, pecaría al trasgredir el primero y fundamental entre los mandamientos: amarás a Yavé, con todo tu corazón31.

Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias32, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios. Hay que respetar las legítimas ansias de verdad: el hombre tiene obligación grave de buscar al Señor, de conocerle y de adorarle, pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo la práctica de una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios.

Nuestra Santa Madre la Iglesia se ha pronunciado siempre por la libertad, y ha rechazado todos los fatalismos, antiguos y menos antiguos. Ha señalado que cada alma es dueña de su destino, para bien o para mal: y los que no se apartaron del bien irán a la vida eterna; los que cometieron el mal, al fuego eterno33. Siempre nos impresiona esta tremenda capacidad tuya y mía, de todos, que revela a la vez el signo de nuestra nobleza. «Hasta tal punto el pecado es un mal voluntario, que de ningún modo sería pecado si no tuviese su principio en la voluntad: esta afirmación goza de tal evidencia que están de acuerdo los pocos sabios y los muchos ignorantes que habitan en el mundo»34.

Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creado impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero «juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían»35. ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre! Frente a estas realidades de sus locuras divinas por los hijos, querría tener mil bocas, mil corazones, más, que me permitieran vivir en una continua alabanza a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo. Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros –aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja– una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna.

Responder que no a Dios, rechazar ese principio de felicidad nueva y definitiva, ha quedado en manos de la criatura. Pero si obra así, deja de ser hijo para convertirse en esclavo. «Cada cosa es aquello que según su naturaleza le conviene; por eso, cuando se mueve en busca de algo extraño, no actúa según su propia manera de ser, sino por impulso ajeno; y esto es servil. El hombre es racional por naturaleza. Cuando se comporta según la razón, procede por su propio movimiento, como quien es: y esto es propio de la libertad. Cuando peca, obra fuera de razón, y entonces se deja conducir por impulso de otro, sujeto en confines ajenos, y por eso el que acepta el pecado es siervo del pecado (Ioh VIII, 34)»36.

Permitidme que insista en esto; es muy claro y lo podemos comprobar con frecuencia a nuestro alrededor o en nuestro propio yo: ningún hombre escapa a algún tipo de servidumbre. Unos se postran delante del dinero; otros adoran el poder; otros, la relativa tranquilidad del escepticismo; otros descubren en la sensualidad su becerro de oro. Y lo mismo ocurre con las cosas nobles. Nos afanamos en un trabajo, en una empresa de proporciones más o menos grandes, en el cumplimiento de una labor científica, artística, literaria, espiritual. Si se pone empeño, si existe verdadera pasión, el que se entrega vive esclavo, se dedica gozosamente al servicio de la finalidad de su tarea.

Esclavitud por esclavitud –si, de todos modos, hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, esa es la condición humana–, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones: que no depositamos nuestra confianza en lo que pasa, sino en lo que permanece para siempre, no somos hijos de la esclava, sino de la libre37.

¿De dónde nos viene esta libertad? De Cristo, Señor Nuestro. Esta es la libertad con la que Él nos ha redimido38. Por eso enseña: si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres39. Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que salva al hombre es cristiana.

Me gusta hablar de aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente –como hijos, insisto, no como esclavos–, seguimos el sendero que el Señor ha señalado para cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos como un regalo de Dios.

Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús. Esta libertad me anima a clamar que nada, en la tierra, me separará de la caridad de Cristo40.

Responsables ante Dios

«Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su libre albedrío (Ecclo XV, 14). Esto no sucedería si no tuviese libre elección»41. Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino de la lucha interior, que es empresa para toda la vida, porque mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad.

Nuestra fe cristiana, además, nos lleva a asegurar a todos un clima de libertad, comenzando por alejar cualquier tipo de engañosas coacciones en la presentación de la fe. «Si somos arrastrados a Cristo, creemos sin querer; se usa entonces la violencia, no la libertad. Sin que uno quiera se puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar; puede, sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero solo puede creer el que quiere»42. Y resulta evidente que, habiendo llegado a la edad de la razón, se requiere la libertad personal para entrar en la Iglesia, y para corresponder a las continuas llamadas que el Señor nos dirige.

En la parábola de los invitados a la cena, el padre de familia, después de enterarse de que algunos de los que debían acudir a la fiesta se han excusado con razonadas sinrazones, ordena al criado: sal a los caminos y cercados e impele –compelle intrare– a los que halles a que vengan43. ¿No es esto coacción? ¿No es usar violencia contra la legítima libertad de cada conciencia?

Si meditamos el Evangelio y ponderamos las enseñanzas de Jesús, no confundiremos esas órdenes con la coacción. Ved de qué modo Cristo insinúa siempre: si quieres ser perfecto..., si alguno quiere venir en pos de mí... Ese compelle intrare no entraña violencia física ni moral: refleja el ímpetu del ejemplo cristiano, que muestra en su proceder la fuerza de Dios: «Mirad cómo atrae el Padre: deleita enseñando, no imponiendo la necesidad. Así atrae hacia Él»44.

Cuando se respira ese ambiente de libertad, se entiende claramente que el obrar mal no es una liberación, sino una esclavitud. «El que peca contra Dios conserva el libre albedrío en cuanto a la libertad de coacción, pero lo ha perdido en cuanto a la libertad de culpa»45. Manifestará quizá que se ha comportado conforme a sus preferencias, pero no logrará pronunciar la voz de la verdadera libertad: porque se ha hecho esclavo de aquello por lo que se ha decidido, y se ha decidido por lo peor, por la ausencia de Dios, y allí no hay libertad.

Os lo repito: no acepto otra esclavitud que la del Amor de Dios. Y esto porque, como ya os he comentado en otros momentos, la religión es la mayor rebeldía del hombre que no tolera vivir como una bestia, que no se conforma –no se aquieta– si no trata y conoce al Creador. Os quiero rebeldes, libres de toda atadura, porque os quiero –¡nos quiere Cristo!– hijos de Dios. Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.

El Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas. Y la libertad –tesoro incalculable, perla maravillosa que sería triste arrojar a las bestias46– se emplea entera en aprender a hacer el bien47.

Esta es la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Los cristianos amilanados –cohibidos o envidiosos– en su conducta, ante el libertinaje de los que no han acogido la Palabra de Dios, demostrarían tener un concepto miserable de nuestra fe. Si cumplimos de verdad la Ley de Cristo –si nos esforzamos por cumplirla, porque no siempre lo conseguiremos–, nos descubriremos dotados de esa maravillosa gallardía de espíritu, que no necesita ir a buscar en otro sitio el sentido de la más plena dignidad humana.

Nuestra fe no es una carga, ni una limitación. ¡Qué pobre idea de la verdad cristiana manifestaría quien razonase así! Al decidirnos por Dios, no perdemos nada, lo ganamos todo: quien a costa de su alma conserva su vida, la perderá; y quien perdiere su vida por amor mío, la volverá a hallar48.

Hemos sacado la carta que gana, el primer premio. Cuando algo nos impida ver esto con claridad, examinemos el interior de nuestra alma: quizá exista poca fe, poco trato personal con Dios, poca vida de oración. Hemos de rogar al Señor –a través de su Madre y Madre nuestra– que nos aumente su amor, que nos conceda probar la dulzura de su presencia; porque solo cuando se ama se llega a la libertad más plena: la de no querer abandonar nunca, por toda la eternidad, el objeto de nuestros amores.

Notas
1

Lc V, 4.

2

Lc V, 8.

3

S. Agustín, Sermo CLXIX, 13 (PL 38, 923).

4

Lc XIX, 14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Dt XXX, 15-16. 19.

6

Mt XIX, 21.

7

Mt XIX, 22.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Lc I, 38.

9

Hebr X, 7.

10

Cfr. Lc XXII, 44.

11

Is LIII, 7.

12

Ioh X, 17-18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
13

Ioh VIII, 32.

14

Orígenes, Commentarii in Epistolam ad Romanos, 5, 6 (PG 14, 1034–1035).

15

Cfr. Gal IV, 31.

16

Cfr. Ioh XIV, 6.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Cfr. Act IX, 6.

18

Mt XXII, 37.

19

Rom VIII, 21.

20

S. Máximo Confesor, Capita de charitate, 2, 32 (PG 90, 995).

21

S. Tomás de Aquino, Super Epistolas S. Pauli lectura. Ad Romanos, cap. II, lect. III, 217 (ed. Marietti, Torino, 1953).

22

Orígenes, Contra Celsum, 8, 36 (PG 11, 1571).

23

Mt IV, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

Cfr. Mt XI, 30.

25

Ps II, 3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Iudae, 12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
27

Cfr. Mt XXV, 18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
28

Ps XLII, 4.

29

Cfr. Ps CII, 5.

30

Cfr. Mt XI, 29-30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
31

Dt VI, 5.

32

Cfr. León XIII, Enc. Libertas praestantissimum, 20-VI-1888, ASS 20 (1888), 606.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
33

Símbolo Quicumque.

34

S. Agustín, De vera religione, 14, 27 (PL 34, 133).

35

S. Agustín, Ibidem (PL 34, 134).

Notas
36

S. Tomás de Aquino, Super Evangelium S. Ioannis lectura, cap. VIII, lect. IV, 1204 (ed. Marietti, Torino, 1952).

Notas
37

Gal IV, 31.

38

Cfr. Gal IV, 31.

39

Ioh VIII, 36.

40

Cfr. Rom VIII, 39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
41

S. Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae. De Malo, q. VI, sed contra 1.

42

S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 2 (PL 35, 1607).

Notas
43

Lc XIV, 23.

44

S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 7 (PL 35, 1610).

45

S. Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae. De Malo, q. VI, ad 23.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
46

Cfr. Mt VII, 6.

47

Cfr. Is I, 17.

48

Mt X, 39.

Referencias a la Sagrada Escritura
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