175

Que Jesucristo es el modelo nuestro, de todos los cristianos, lo conocéis perfectamente porque lo habéis oído y meditado con frecuencia. Lo habéis enseñado además a tantas almas, en ese apostolado –trato humano con sentido divino– que forma ya parte de vuestro yo; y lo habéis recordado, cuando era conveniente, sirviéndoos de ese medio maravilloso de la corrección fraterna, para que el que os escuchaba comparase su comportamiento con el de nuestro Hermano primogénito, el Hijo de María, Madre de Dios y Madre nuestra.

Jesús es el modelo. Lo ha dicho Él: discite a me1, aprended de Mí. Y hoy deseo hablaros de una virtud que sin ser la única ni la primera, sin embargo actúa en la vida cristiana como la sal que preserva de la corrupción, y constituye la piedra de toque para el alma apostólica: la virtud de la santa pureza.

Ciertamente, la caridad teologal se nos muestra como la virtud más alta; pero la castidad resulta la condición sine qua non, un medio imprescindible para lograr ese diálogo íntimo con Dios; y cuando no se guarda, si no se lucha, se acaba ciego; no se ve nada, porque el hombre animal no puede percibir las cosas que son del Espíritu de Dios2.

Nosotros queremos mirar con ojos limpios, animados por la predicación del Maestro: bienaventurados los que tienen puro su corazón, porque ellos verán a Dios3. La Iglesia ha presentado siempre estas palabras como una invitación a la castidad. «Guardan un corazón sano, escribe San Juan Crisóstomo, los que poseen una conciencia completamente limpia o los que aman la castidad. Ninguna virtud es tan necesaria como esta para ver a Dios»4.

Notas
1

Mt XI, 29.

2

1 Cor II, 14

3

Mt V, 8.

4

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 15, 4 (PG 57, 227).

Referencias a la Sagrada Escritura
Este punto en otro idioma