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Pedagogía divina

No odiar al enemigo, no devolver mal por mal, renunciar a la venganza, perdonar sin rencor, se consideraba entonces –y también ahora, no nos engañemos– una conducta insólita, demasiado heroica, fuera de lo normal. Hasta ahí llega la mezquindad de las criaturas. Jesucristo, que ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora, quiso enseñar a sus discípulos –a ti y a mí– una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Solo de esta manera, imitando –dentro de la propia personal tosquedad– los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo.

Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo ii, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: «Mirad cómo se aman»11, repetían.

Si percibes que tú, ahora o en tantos detalles de la jornada, no mereces esa alabanza; que tu corazón no reacciona como debiera ante los requerimientos divinos, piensa también que te ha llegado el tiempo de rectificar. Atiende la invitación de San Pablo: hagamos el bien a todos y especialmente a aquellos que pertenecen, mediante la fe, a la misma familia que nosotros12, al Cuerpo Místico de Cristo.

Notas
11

Tertuliano, Apologeticus, 39 (PL 1, 47).

12

Gal VI, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura
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