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Muchas veces os he recordado aquella escena conmovedora que nos relata el Evangelio: Jesús está en la barca de Pedro, desde donde ha hablado a las gentes. Esa multitud que le seguía ha removido el afán de almas que consume su Corazón, y el Divino Maestro quiere que sus discípulos participen ya de ese celo. Después de decirles que se lancen mar adentro –duc in altum!1–, sugiere a Pedro que eche las redes para pescar.

No me voy a detener ahora en los detalles, tan aleccionadores, de esos momentos. Deseo que consideremos la reacción del Príncipe de los Apóstoles, a la vista del milagro: apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador2. Una verdad –no me cabe duda– que conviene perfectamente a la situación personal de todos. Sin embargo, os aseguro que, al tropezar durante mi vida con tantos prodigios de la gracia, obrados a través de manos humanas, me he sentido inclinado, diariamente más inclinado, a gritar: Señor, no te apartes de mí, pues sin Ti no puedo hacer nada bueno.

Entiendo muy bien, precisamente por eso, aquellas palabras del Obispo de Hipona, que suenan como un maravilloso canto a la libertad: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti»3, porque nos movemos siempre cada uno de nosotros, tú, yo, con la posibilidad –la triste desventura– de alzarnos contra Dios, de rechazarle –quizá con nuestra conducta– o de exclamar: no queremos que reine sobre nosotros4.

Notas
1

Lc V, 4.

2

Lc V, 8.

3

S. Agustín, Sermo CLXIX, 13 (PL 38, 923).

4

Lc XIX, 14.

Referencias a la Sagrada Escritura
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