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El ejercicio de la caridad

Pecaría de ingenuo el que se imaginase que las exigencias de la caridad cristiana se cumplen fácilmente. Muy distinto se demuestra lo que experimentamos en el quehacer habitual de la humanidad y, por desgracia, en el ámbito de la Iglesia. Si el amor no obligara a callar, cada uno contaría largamente de divisiones, de ataques, de injusticias, de murmuraciones, de insidias. Hemos de admitirlo con sencillez, para tratar de poner por nuestra parte el oportuno remedio, que ha de traducirse en un esfuerzo personal por no herir, por no maltratar, por corregir sin dejar hundido a nadie.

No son cosas de hoy. Pocos años después de la Ascensión de Cristo a los cielos, cuando aún andaban de un sitio a otro casi todos los apóstoles, y era general un fervor estupendo de fe y de esperanza, ya empezaban tantos, sin embargo, a descaminarse, a no vivir la caridad del Maestro.

Habiendo entre vosotros celos y discordias –escribe San Pablo a los de Corinto–, ¿no es claro que sois carnales y procedéis como hombres? Porque diciendo uno: yo soy de Pablo, y el otro: yo de Apolo, ¿no estáis mostrando ser aún hombres26, que no comprenden que Cristo ha venido a superar todas esas divisiones? ¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? Ministros de Aquel en quien habéis creído, y eso según lo que a cada uno ha concedido el Señor27.

El Apóstol no rechaza la diversidad: cada uno tiene de Dios su propio don, quien de una manera, quien de otra28. Pero esas diferencias han de estar al servicio del bien de la Iglesia. Yo me siento movido ahora a pedir al Señor –uníos, si queréis, a esta oración mía– que no permita que en su Iglesia la falta de amor encizañe a las almas. La caridad es la sal del apostolado de los cristianos; si pierde el sabor, ¿cómo podremos presentarnos ante el mundo y explicar, con la cabeza alta, aquí está Cristo?

Notas
26

1 Cor III, 3-4.

27

1 Cor III, 4-5.

28

Cfr. 1 Cor VII, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
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