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Fe del pueblo cristiano

Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Éfeso proclamó que «si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado, sea anatema»1.

La historia nos ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante estas decisiones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían: «el pueblo entero de la ciudad de Éfeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido depuesto, todos a una voz comenzaron a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada»2. Así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente.

Quiera Dios Nuestro Señor que esta misma fe arda en nuestros corazones, y que se alce de nuestros labios un canto de acción de gracias: porque la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra.

Notas
1

Concilio de Éfeso, can. 1, Denzinger-Schön. 252 (113).

2

S. Cirilo de Alejandría, Epistolae, 24 (PG 77, 138).

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