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La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y de los santos. Más que Ella, solo Dios. «La Santísima Virgen, por ser Madre de Dios, posee una dignidad en cierto modo infinita, del bien infinito que es Dios»3. No hay peligro de exagerar. Nunca profundizaremos bastante en este misterio inefable; nunca podremos agradecer suficientemente a Nuestra Madre esta familiaridad que nos ha dado con la Trinidad Beatísima.

Éramos pecadores y enemigos de Dios. La Redención no solo nos libra del pecado y nos reconcilia con el Señor: nos convierte en hijos, nos entrega una Madre, la misma que engendró al Verbo, según la Humanidad. ¿Cabe más derroche, más exceso de amor? Dios ansiaba redimirnos, disponía de muchos modos para ejecutar su Voluntad Santísima, según su infinita sabiduría. Escogió uno, que disipa todas las posibles dudas sobre nuestra salvación y glorificación. «Como el primer Adán no nació de hombre y de mujer, sino que fue plasmado en la tierra, así también el último Adán, que había de curar la herida del primero, tomó un cuerpo plasmado en el seno de la Virgen, para ser, en cuanto a la carne, igual a la carne de los que pecaron»4.

Notas
3

S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 25, a. 6.

4

S. Basilio, Commentarius in Isaiam, 7, 201 (PG 30, 466).

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