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Vida interior: es una exigencia de la llamada que el Maestro ha puesto en el alma de todos. Hemos de ser santos –os lo diré con una frase castiza de mi tierra– sin que nos falte un pelo: cristianos de veras, auténticos, canonizables; y si no, habremos fracasado como discípulos del único Maestro. Mirad además que Dios, al fijarse en nosotros, al concedernos su gracia para que luchemos por alcanzar la santidad en medio del mundo, nos impone también la obligación del apostolado. Comprended que, hasta humanamente, como comenta un Padre de la Iglesia, la preocupación por las almas brota como una consecuencia lógica de esa elección: «Cuando descubrís que algo os ha sido de provecho, procuráis atraer a los demás. Tenéis, pues, que desear que otros os acompañen por los caminos del Señor. Si vais al foro o a los baños, y topáis con alguno que se encuentra desocupado, le invitáis a que os acompañe. Aplicad a lo espiritual esta costumbre terrena y, cuando vayáis a Dios, no lo hagáis solos»9.

Si no queremos malgastar el tiempo inútilmente –tampoco con las falsas excusas de las dificultades exteriores del ambiente, que nunca han faltado desde los inicios del cristianismo–, hemos de tener muy presente que Jesucristo ha vinculado, de manera ordinaria, a la vida interior la eficacia de nuestra acción para arrastrar a los que nos rodean. Cristo ha puesto como condición, para el influjo de la actividad apostólica, la santidad; me corrijo, el esfuerzo de nuestra fidelidad, porque santos en la tierra no lo seremos nunca. Parece increíble, pero Dios y los hombres necesitan, de nuestra parte, una fidelidad sin paliativos, sin eufemismos, que llegue hasta sus últimas consecuencias, sin medianías ni componendas, en plenitud de vocación cristiana asumida y practicada con esmero.

Notas
9

S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 6, 6 (PL 76, 1098).

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