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Os advierto, y no hay presunción de mi parte, que enseguida me doy cuenta de si esta conversación mía cae en saco roto o resbala por encima del que me escucha. Dejadme que os abra mi corazón, para que me ayudéis a dar gracias a Dios. Cuando en 1928 vi lo que el Señor quería de mí, inmediatamente comencé la labor. En aquellos años –¡gracias, Dios mío, porque hubo mucho que sufrir y mucho que amar!–, me tomaron por loco; otros, en un alarde de comprensión, me llamaban soñador, pero soñador de sueños imposibles. A pesar de los pesares y de mi propia miseria, continué sin desanimarme; como aquello no era mío, se fue abriendo camino en medio de las dificultades, y hoy es una realidad extendida por la tierra entera, de polo a polo, que parece tan natural a la mayoría porque el Señor se ha encargado de que se reconociera como cosa suya.

Os decía que, apenas cruzo dos palabras con una persona, me doy cuenta de si me entiende o no. No me pasa como a la clueca que está cubriendo la nidada, y una mano ajena le endosa un huevo de pata. Transcurren los días, y solo cuando los pollitos rompen el cascarón, y ve corretear aquel pedazo de lana, por sus andares deslavazados –una zanca aquí y otra allá– advierte que ése no es de los suyos; que no aprenderá nunca a piar, por más que se empeñe. Nunca he maltratado a nadie que me haya vuelto la espalda, ni siquiera cuando a mis deseos de ayudar me han pagado con un descaro. Por eso, allá por el año 1939, me llamó la atención un letrero que encontré en un edificio, en el que daba un curso de retiro a unos universitarios. Rezaba así: cada caminante siga su camino; era un consejo aprovechable.

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