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Hacer del trabajo oración

Suelo decir con frecuencia que, en estos ratos de conversación con Jesús, que nos ve y nos escucha desde el Sagrario, no podemos caer en una oración impersonal; y comento que, para meditar de modo que se instaure enseguida un diálogo con el Señor –no se precisa el ruido de palabras–, hemos de salir del anonimato, ponernos en su presencia tal como somos, sin emboscarnos en la muchedumbre que llena la iglesia, ni diluirnos en una retahíla de palabrería hueca, que no brota del corazón, sino todo lo más de una costumbre despojada de contenido.

Pues ahora añado que también el trabajo tuyo debe ser oración personal, ha de convertirse en una gran conversación con Nuestro Padre del Cielo. Si buscas la santificación en y a través de tu actividad profesional, necesariamente tendrás que esforzarte en que se convierta en una oración sin anonimato. Tampoco estos afanes tuyos pueden caer en la oscuridad anodina de una tarea rutinaria, impersonal, porque en ese mismo instante habría muerto el aliciente divino que anima tu quehacer cotidiano.

Vienen ahora a mi memoria mis viajes a los frentes de batalla durante la guerra civil española. Sin contar con medio humano alguno, acudía donde se encontraba cualquiera que necesitara de mi labor de sacerdote. En aquellas circunstancias tan peculiares, que quizá daban pie a muchos para justificar sus abandonos y descuidos, no me limitaba a sugerir un consejo simplemente ascético. Me movía entonces la misma preocupación que siento ahora, y que estoy tratando de que el Señor despierte en cada uno de vosotros: me interesaba por el bien de sus almas, y también por su alegría aquí en la tierra; les animaba a que aprovecharan el tiempo con tareas útiles; a que la guerra no constituyese como una especie de paréntesis cerrado en su vida; les pedía que no se abandonaran, que hicieran lo posible por no convertir la trinchera y la garita en una especie de sala de espera de las estaciones de ferrocarril de entonces, donde la gente mataba el tiempo, aguardando aquellos trenes que parecía que no iban a llegar nunca...

Les sugería concretamente que se ocuparan en alguna actividad de provecho –estudiar, aprender idiomas, por ejemplo– compatible con su servicio de soldados; les aconsejaba que no dejaran nunca de ser hombres de Dios y que procurasen que toda su conducta fuese operatio Dei, trabajo de Dios. Y me conmovía al comprobar que esos muchachos, en situaciones nada fáciles, respondían maravillosamente: se notaba la solidez de su temple interior.

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