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Lo cuenta San Lucas, en el capítulo séptimo: le rogó uno de los fariseos que fuera a comer con él. Y habiendo entrado en casa del fariseo, se puso a la mesa1. Llega entonces una mujer de la ciudad, conocida públicamente como pecadora, y se acerca para lavar los pies a Jesús, que según la usanza de la época come recostado. Las lágrimas son el agua de este conmovedor lavatorio; el paño que seca, los cabellos. Con bálsamo traído en un rico vaso de alabastro, unge los pies del Maestro. Y los besa.

El fariseo piensa mal. No le cabe en la cabeza que Jesús albergue tanta misericordia en su corazón. Si éste fuese un profeta –imagina–, sabría quién es y qué tal es la mujer2. Jesús lee sus pensamientos, y le aclara: ¿ves a esta mujer? Yo entré en tu casa y no me has dado agua con que se lavaran mis pies; y ésta los ha bañado con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. Tú no me has dado el ósculo, y ésta, desde que llegó, no ha cesado de besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta sobre mis pies ha derramado perfumes. Por todo lo cual, te digo: que le son perdonados muchos pecados, porque ha amado mucho3.

No podemos detenernos ahora en las divinas maravillas del Corazón misericordioso de Nuestro Señor. Vamos a fijarnos en otro aspecto de la escena: en cómo Jesús echa de menos todos esos detalles de cortesía y delicadeza humanas, que el fariseo no ha sido capaz de manifestarle. Cristo es perfectus Deus, perfectus homo4, Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza; y aprendemos de Él que no es cristiano comportarse mal con el hombre, criatura de Dios, hecho a su imagen y semejanza5.

Notas
1

Lc VII, 36.

2

Lc VII, 39.

3

Lc VII, 44-47.

4

Símbolo Quicumque.

5

Cfr. Gen I, 26.

Referencias a la Sagrada Escritura
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