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¿No os habéis fijado en las familias, cuando conservan una pieza decorativa de valor y frágil –un jarrón, por ejemplo–, cómo lo cuidan para que no se rompa? Hasta que un día el niño, jugando, lo tira al suelo, y aquel recuerdo precioso se quiebra en varios pedazos. El disgusto es grande, pero enseguida viene el arreglo; se recompone, se pega cuidadosamente y, restaurado, al final queda tan hermoso como antes.

Pero, cuando el objeto es de loza o simplemente de barro cocido, de ordinario bastan unas lañas, esos alambres de hierro o de otro metal, que mantienen unidos los trozos. Y el cacharro, así reparado, adquiere un original encanto.

Llevemos esto a la vida interior. Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores –aunque, por la gracia divina, sean de poca monta–, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y –con mi dolor y con tu perdón– seré más fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro.

Que no nos llame la atención si somos deleznables, que no nos choque comprobar que nuestra conducta se quebranta por menos de nada; confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio: el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?3. A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada.

Notas
3

Ps XXVI, 1 (Introito de la Misa).

Referencias a la Sagrada Escritura
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