183

Todo el corazón entregado

Necesito recordaros que no encontraréis la felicidad fuera de vuestras obligaciones cristianas. Si las abandonarais, os quedaría un remordimiento salvaje, y seríais unos desgraciados. Hasta las cosas más corrientes que traen un poquito de felicidad, y que son lícitas, se pueden volver entonces amargas como la hiel, agrias como el vinagre, repugnantes como el rejalgar.

Cada uno de vosotros, y yo también, confiamos a Jesús: ¡Señor, que yo me propongo luchar y sé que Tú no pierdes batallas; y comprendo que, si alguna vez las pierdo, es porque me he alejado de Ti! ¡Llévame de tu mano, y no te fíes de mí, no me sueltes!

Pensaréis: Padre, ¡si soy tan feliz! ¡Si amo a Jesucristo! ¡Si, aunque soy de barro, deseo llegar a la santidad con la ayuda de Dios y de su Santísima Madre! No lo dudo; únicamente te prevengo con estas exhortaciones por si acaso, por si se presenta una dificultad.

Al mismo tiempo, he de repetirte que la existencia del cristiano –la tuya y la mía– es de Amor. Este corazón nuestro ha nacido para amar. Y cuando no se le da un afecto puro y limpio y noble, se venga y se inunda de miseria. El verdadero amor de Dios –la limpieza de vida, por tanto– se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la ausencia o dureza de corazón.

Es una pena no tener corazón. Son unos desdichados los que no han aprendido nunca a amar con ternura. Los cristianos estamos enamorados del Amor: el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte. ¡Nos quiere impregnados de su cariño! El que por Dios renuncia a un amor humano no es un solterón, como esas personas tristes, infelices y alicaídas, porque han despreciado la generosidad de amar limpiamente.

Este punto en otro idioma