Espontaneidad y pluralismo en el Pueblo de Dios

Entrevista realizada por Pedro Rodríguez. Publicada en Palabra (Madrid), octubre 1967.


Querríamos comenzar esta entrevista con una cuestión que provoca en muchos espíritus las más diversas interpretaciones. Nos referimos al tema del aggiornamento. ¿Cuál es, a su entender, el sentido verdadero de esta palabra, aplicado a la vida de la Iglesia?

Fidelidad. Para mí aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad. Un marido, un soldado, un administrador es siempre tanto mejor marido, tanto mejor soldado, tanto mejor administrador, cuanto más fielmente sabe hacer frente en cada momento, ante cada nueva circunstancia de su vida, a los firmes compromisos de amor y de justicia que adquirió un día. Esa fidelidad delicada, operativa y constante —que es difícil, como difícil es toda aplicación de principios a la mudable realidad de lo contingente— es por eso la mejor defensa de la persona contra la vejez de espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental.

Lo mismo sucede en la vida de las instituciones, singularísimamente en la vida de la Iglesia, que obedece no a un precario proyecto del hombre, sino a un designio de Dios. La Redención, la salvación del mundo, es obra de la amorosa y filial fidelidad de Jesucristo —y de nosotros con Él— a la voluntad del Padre celestial que le envió. Por eso, el aggiornamento de la Iglesia —ahora, como en cualquier otra época— es fundamentalmente eso: una reafirmación gozosa de la fidelidad del Pueblo de Dios a la misión recibida, al Evangelio.

Es claro que esa fidelidad —viva y actual ante cada circunstancia de la vida de los hombres— puede requerir, y de hecho ha requerido muchas veces en la historia dos veces milenaria de la Iglesia, y recientemente en el Concilio Vaticano II, oportunos desarrollos doctrinales en la exposición de las riquezas del Depositum Fidei, lo mismo que convenientes cambios y reformas que perfeccionen —en su elemento humano, perfectible— las estructuras organizativas y los métodos misioneros y apostólicos. Pero sería por lo menos superficial pensar que el aggiornamento consista primariamente en cambiar, o que todo cambio aggiorna. Basta pensar que no faltan quienes, al margen y en contra de la doctrina conciliar, también desearían cambios que harían retroceder en muchos siglos de historia —por lo menos a la época feudal— el camino progresivo del Pueblo de Dios.

El Concilio Vaticano II ha utilizado abundantemente en sus Documentos la expresión «Pueblo de Dios», para designar a la Iglesia, y ha puesto así de manifiesto la responsabilidad común de todos los cristianos en la misión única de este Pueblo de Dios. ¿Qué características debe tener, a su juicio, la «necesaria opinión pública en la Iglesia» —de la que ya habló Pío XII— para que refleje, en efecto, esa responsabilidad común? ¿Cómo queda afectado el fenómeno de la «opinión pública en la Iglesia» por las peculiares relaciones de autoridad y obediencia que se dan en el seno de la comunidad eclesial?

No concibo que pueda haber obediencia verdaderamente cristiana, si esa obediencia no es voluntaria y responsable. Los hijos de Dios no son piedras o cadáveres: son seres inteligentes y libres, y elevados todos al mismo orden sobrenatural, como la persona que manda. Pero no podrá hacer nunca recto uso de la inteligencia y de la libertad —para obedecer, lo mismo que para opinar— quien carezca de suficiente formación cristiana. Por eso, el problema de fondo de la «necesaria opinión pública en la Iglesia» es equivalente al problema de la necesaria formación doctrinal de los fieles. Ciertamente, el Espíritu Santo distribuye la abundancia de sus dones entre los miembros del Pueblo de Dios —que son todos corresponsables de la misión de la Iglesia—, pero esto no exime a nadie, sino todo lo contrario, del deber de adquirir esa adecuada formación doctrinal.

Entiendo por doctrina el suficiente conocimiento que cada fiel debe tener de la misión total de la Iglesia y de la peculiar participación, y consiguiente responsabilidad específica, que a él le corresponde en esa misión única. Esta es —como lo ha recordado repetidas veces el Santo Padre— la colosal labor de pedagogía que la Iglesia debe afrontar en esta época postconciliar. En directa relación con esa labor, pienso que debe ponerse —entre otras esperanzas que hoy laten en el seno de la Iglesia— la recta solución del problema al que usted alude. Porque no serán ciertamente las intuiciones más o menos proféticas de algunos carismáticos sin doctrina, las que podrán asegurar la necesaria opinión pública en el Pueblo de Dios.

En cuanto a las formas de expresión de esa opinión pública, no considero que sea un problema de órganos o de instituciones. Tan adecuada sede puede ser un Consejo pastoral diocesano, como las columnas de un periódico —aunque no sea oficialmente católico— o la simple carta personal de un fiel a su Obispo, etc. Las posibilidades y las modalidades legítimas en que esa opinión de los fieles puede manifestarse son muy variadas, y no parece que puedan ni deban encorsetarse, creando un nuevo ente o institución. Menos aún si se tratase de una institución que corriese el peligro —tan fácil— de llegar a ser monopolizada o instrumentalizada de hecho por un grupo o grupito de católicos oficiales, cualquiera que fuese la tendencia u orientación en que esa minoría se inspirase. Eso pondría en peligro el mismo prestigio de la Jerarquía y sonaría a burla para los demás miembros del Pueblo de Dios.

El concepto «Pueblo de Dios», al que antes nos referíamos, expresa el carácter histórico de la Iglesia, como una realidad de origen divino que se sirve también en su caminar de elementos mudables y perecederos. Según esto, ¿cómo debe realizarse hoy la existencia sacerdotal en la vida de los presbíteros? ¿Qué rasgo de la figura del presbítero, descrita en el Decreto Presbyterorum Ordinis, acentuaría usted en los momentos actuales?

Acentuaría un rasgo de la existencia sacerdotal que no pertenece precisamente a la categoría de los elementos mudables y perecederos. Me refiero a la perfecta unión que debe darse —y el Decreto Presbyterorum Ordinis lo recuerda repetidas veces— entre consagración y misión del sacerdote: o lo que es lo mismo, entre vida personal de piedad y ejercicio del sacerdocio ministerial, entre las relaciones filiales del sacerdote con Dios y sus relaciones pastorales y fraternas con los hombres. No creo en la eficacia ministerial del sacerdote que no sea hombre de oración.

Existe una inquietud en algunos sectores del clero por la presencia del sacerdote en la sociedad que busca —apoyándose en la doctrina del Concilio (Const. Lumen gentium, n. 31; Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 8)— expresarse mediante una actividad profesional o laboral del sacerdote en la vida civil —«sacerdotes en el trabajo», etc.—. Nos gustaría conocer su opinión ante este asunto.

Antes he de decir que respeto la opinión contraria a la que voy a exponer, aunque la juzgo equivocada por muchas razones, y que acompaño con mi afecto y con mi oración a quienes personalmente la llevan a cabo con gran celo apostólico.

Pienso que el sacerdocio rectamente ejercido —sin timideces ni complejos que son ordinariamente prueba de inmadurez humana, y sin prepotencias clericales que denotarían poco sentido sobrenatural—, el ministerio propio del sacerdote asegura suficientemente por sí mismo una legítima, sencilla y auténtica presencia del hombre-sacerdote entre los demás miembros de la comunidad humana a los que se dirige. Ordinariamente no será necesario más, para vivir en comunión de vida con el mundo del trabajo, comprender sus problemas y participar de su suerte. Pero lo que desde luego rara vez sería eficaz —porque su misma falta de autenticidad lo condenaría anticipadamente al fracaso— es recurrir al ingenuo pasaporte de unas actividades laicales de amateur, que pueden ofender por muchas razones el buen sentido de los mismos laicos.

Es además el ministerio sacerdotal —y más en estos tiempos de tanta escasez de clero— un trabajo terriblemente absorbente, que no deja tiempo para el doble empleo. Las almas tienen tanta necesidad de nosotros, aunque muchas no lo sepan, que no se da nunca abasto. Faltan brazos, tiempo, fuerzas. Yo suelo por eso decir a mis hijos sacerdotes que, si alguno de ellos llegase a notar un día que le sobraba tiempo, ese día podría estar completamente seguro de que no había vivido bien su sacerdocio.

Y fíjese que se trata, en el caso de estos sacerdotes del Opus Dei, de hombres que, antes de recibir las sagradas órdenes, ordinariamente han ejercido durante años una actividad profesional o laboral en la vida civil: son ingenieros-sacerdotes, médicos-sacerdotes, obreros-sacerdotes, etc. Sin embargo, no sé de ninguno que haya considerado necesario —para hacerse escuchar y estimar en la sociedad civil, entre sus antiguos colegas y compañeros— acercarse a las almas con una regla de cálculo, un fonendoscopio o un martillo neumático. Es verdad que alguna vez ejercen —de manera compatible con las obligaciones del estado clerical— su respectiva profesión u oficio, pero nunca piensan que eso sea necesario para asegurarse una «presencia en la sociedad civil», sino por otros diversos motivos: de caridad social, por ejemplo, o de absoluta necesidad económica, para poner en marcha algún apostolado. También San Pablo recurrió alguna vez a su antiguo oficio de fabricante de tiendas: pero nunca porque Ananías le hubiese dicho en Damasco que aprendiese a fabricar tiendas, para poder así anunciar debidamente a los gentiles el Evangelio de Cristo.

En resumen, y conste que con esto no prejuzgo la legitimidad y la rectitud de intención de ninguna iniciativa apostólica, yo entiendo que el intelectual-sacerdote y el obrero-sacerdote, por ejemplo, son figuras más auténticas y más concordes con la doctrina del Vaticano II, que la figura del sacerdote-obrero. Salvo lo que significa de labor pastoral especializada —que será siempre necesaria—, la figura clásica del cura-obrero pertenece ya al pasado: un pasado en el que a muchos se ocultaba la potencialidad maravillosa del apostolado de los laicos.

A veces se oyen reproches para aquellos sacerdotes que adoptan una postura concreta en problemas de índole temporal y más especialmente de carácter político. Muchas de esas posturas, a diferencia de otras épocas, suelen ir encaminadas a favorecer una mayor libertad, justicia social, etc. También es cierto que no es propio del sacerdocio ministerial la intervención activa en este terreno, salvo en contados casos. Pero ¿no piensa usted que el sacerdote debe denunciar la injusticia, la falta de libertad, etc., porque no son cristianas? ¿Cómo conciliar concretamente ambas exigencias?

El sacerdote debe predicar —porque es parte esencial de su munus docendi— cuáles son las virtudes cristianas —todas—, y qué exigencias y manifestaciones concretas han de tener esas virtudes en las diversas circunstancias de la vida de los hombres a los que él dirige su ministerio. Como debe también enseñar a respetar y estimar la dignidad y libertad con que Dios ha creado la persona humana, y la peculiar dignidad sobrenatural que el cristiano recibe con el Bautismo.

Ningún sacerdote que cumpla este deber ministerial suyo podrá ser nunca acusado —si no es por ignorancia o por mala fe— de meterse en política. Ni siquiera se podría decir que, desarrollando estas enseñanzas, interfiera en la específica tarea apostólica, que corresponde a los laicos, de ordenar cristianamente las estructuras y quehaceres temporales.

Se manifiesta la preocupación de toda la Iglesia por los problemas del llamado Tercer Mundo. En este sentido, es sabido que una de las mayores dificultades estriba en la escasez del clero, y especialmente de sacerdotes autóctonos. ¿Qué piensa al respecto, y, en todo caso, cuál es la experiencia de usted en este terreno?

Pienso que, efectivamente, el aumento del clero autóctono es un problema de primordial importancia, para asegurar el desarrollo —y aun la permanencia— de la Iglesia en muchas naciones, especialmente en aquellas que atraviesan momentos de enconado nacionalismo.

En cuanto a mi experiencia personal, debo decir que uno de los muchos motivos que tengo de agradecimiento al Señor es ver con qué segura doctrina, visión universal, católica, y ardiente espíritu de servicio —son desde luego mejores que yo— se forman y llegan al sacerdocio en el Opus Dei centenares de laicos de diversas naciones —pasarán ya de sesenta países— donde es problema urgente para la Iglesia el desarrollo del clero autóctono. Algunos han recibido el episcopado en esas mismas naciones, y creado ya florecientes seminarios.

Los sacerdotes están incardinados en una diócesis y dependen del Ordinario. ¿Qué justificación puede haber para que pertenezcan a alguna Asociación distinta de la diócesis e incluso de ámbito universal?

La justificación es clara: el legítimo uso de un derecho natural —el de asociación— que la Iglesia reconoce a los clérigos como a todos los fieles. Esta tradición secular (piénsese en las muchas beneméritas asociaciones que tanto han favorecido la vida espiritual de los sacerdotes seculares) ha sido repetidamente reafirmada en la enseñanza y disposiciones de los últimos Romanos Pontífices (Pío XII, Juan XXIII y Paulo VI), y también recientemente por el mismo Magisterio solemne del Concilio Vaticano II (cfr. Decreto Presbyterorum Ordinis, n. 8).

Es interesante recordar a este propósito que, en la respuesta a un modus donde se pedía que no hubiera más asociaciones sacerdotales que las promovidas o dirigidas por los Obispos diocesanos, la competente Comisión Conciliar rechazó esa petición —con la sucesiva aprobación de la Congregación General—, motivando claramente la negativa en el derecho natural de asociación, que corresponde también a los clérigos: «Non potest negari Presbyteris —se decía— id quod laicis, attenta dignitate naturae humanae, Concilium declaravit congruum, utpote iuri naturali consentaneum» (Schema Decreti Presbyterorum Ordinis, Typis Polyglottis Vaticanis 1965, pág. 68).

En virtud de ese derecho fundamental, los sacerdotes pueden libremente fundar asociaciones o inscribirse en las ya existentes, siempre que se trate de asociaciones que persigan fines rectos, adecuados a la dignidad y exigencias del estado clerical. La legitimidad y el ámbito de ejercicio del derecho de asociación entre los clérigos seculares se comprende bien —sin equívocos, reticencias o peligros de anarquía— si se tiene en cuenta la distinción que necesariamente existe y debe respetarse entre la función ministerial del clérigo y el ámbito privado de su vida personal.

Efectivamente, el clérigo, y concretamente el presbítero, incorporado por el sacramento del Orden al Ordo Presbyterorum, queda constituido por derecho divino como cooperador del Orden Episcopal. En el caso de los presbíteros diocesanos esta función ministerial se concreta, según una modalidad establecida por el derecho eclesiástico, mediante la incardinación —que adscribe el presbítero al servicio de una Iglesia local, bajo la autoridad del propio Ordinario— y la misión canónica, que le confiere un ministerio determinado dentro de la unidad del Presbiterio, cuya cabeza es el Obispo. Es evidente, por tanto, que el Presbítero depende de su Ordinario —a través de un vínculo sacramental y jurídico— para todo lo que se refiere: a la asignación de su concreto trabajo pastoral; a las directrices doctrinales y disciplinares que reciba para el ejercicio de ese ministerio; a la justa retribución económica necesaria; a todas las disposiciones pastorales que el Obispo dé para regular la cura de almas, el culto divino y las prescripciones del derecho común relativas a los derechos y obligaciones que dimanan del estado clerical.

Junto a todas estas necesarias relaciones de dependencia —que concretan jurídicamente la obediencia, la unidad y la comunión pastoral que el Presbítero ha de vivir delicadamente con su propio Ordinario—, hay también legítimamente en la vida del Presbítero secular un ámbito personal de autonomía, de libertad y de responsabilidad personales, en el que el Presbítero goza de los mismos derechos y obligaciones que tienen las demás personas en la Iglesia: quedando así diferenciado tanto de la condición jurídica del menor (cfr. can. 89 del C.I.C.) como de la del religioso, que —en virtud de la propia profesión religiosa— renuncia al ejercicio de todos o de algunos de esos derechos personales.

Por esta razón, el sacerdote secular, dentro de los límites generales de la moral y de los deberes propios de su estado, puede disponer y decidir libremente —en forma individual o asociada— en todo lo que se refiere a su vida personal, espiritual, cultural, económica, etc. Cada uno es libre de formarse culturalmente con arreglo a sus propias preferencias o capacidades. Cada uno es libre de mantener las relaciones sociales que desee, y puede ordenar su vida como mejor le parezca, siempre que cumpla debidamente las obligaciones de su ministerio. Cada uno es libre de disponer de sus bienes personales como estime más oportuno en conciencia. Con mayor razón, cada uno es libre de seguir en su vida espiritual y ascética y en sus actos de piedad aquellas mociones que el Espíritu Santo le sugiera, y elegir —entre los muchos medios que la Iglesia aconseja o permite— aquéllos que le parezcan más oportunos según sus particulares circunstancias personales.

Precisamente refiriéndose a este último punto, el Concilio Vaticano II —y de nuevo el Santo Padre Paulo VI en su reciente Encíclica Sacerdotalis coelibatus— ha alabado y recomendado vivamente las asociaciones, tanto diocesanas como interdiocesanas, nacionales o universales que —con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica— fomentan la santidad del sacerdote en el ejercicio de su propio ministerio. La existencia de esas asociaciones, en efecto, de ninguna manera supone ni puede suponer —ya lo he dicho— un menoscabo del vínculo de comunión y dependencia que une a todo Presbítero con su Obispo, ni de la fraterna unidad con todos los demás miembros del Presbiterio, ni de la eficacia de su trabajo al servicio de la propia Iglesia local.

La misión de los laicos se ejercita, según el Concilio, en la Iglesia y en el mundo. Esto, con frecuencia, no es entendido rectamente al quedarse con uno u otro de ambos términos. ¿Cómo explicaría usted la tarea de los laicos en la Iglesia y la tarea que deben desarrollar en el mundo?

De ninguna manera pienso que deban considerarse como dos tareas diferentes, desde el mismo momento en que la específica participación del laico en la misión de la Iglesia consiste precisamente en santificar ab intra —de manera inmediata y directa— las realidades seculares, el orden temporal, el mundo.

Lo que pasa es que, además de esta tarea, que le es propia y específica, el laico tiene también —como los clérigos y los religiosos— una serie de derechos, deberes y facultades fundamentales, que corresponden a la condición jurídica de fiel, y que tienen su lógico ámbito de ejercicio en el interior de la sociedad eclesiástica: participación activa en la liturgia de la Iglesia, facultad de cooperar directamente en el apostolado propio de la Jerarquía o de aconsejarla en su tarea pastoral si es invitado a hacerlo, etc.

No son estas tareas —la específica que corresponde al laico como tal laico y la genérica o común que le corresponde como fiel— dos tareas opuestas, sino superpuestas, ni hay entre ellas contradicción, sino complementariedad. Fijarse sólo en la misión específica del laico, olvidando su simultánea condición de fiel, sería tan absurdo como imaginarse una rama, verde y florecida, que no pertenezca a ningún árbol. Olvidarse de lo que es específico, propio y peculiar del laico, o no comprender suficientemente las características de estas tareas apostólicas seculares y su valor eclesial, sería como reducir el frondoso árbol de la Iglesia a la monstruosa condición de puro tronco.

Usted viene diciendo y escribiendo desde hace tantos años que la vocación de los laicos consiste en tres cosas: «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo y santificar a los demás con el trabajo». ¿Podría precisarnos qué entiende usted exactamente por lo primero: santificar el trabajo?

Es difícil explicarlo en pocas palabras, porque en esa expresión están implicados conceptos fundamentales de la misma teología de la Creación. Lo que he enseñado siempre —desde hace cuarenta años— es que todo trabajo humano honesto, intelectual o manual, debe ser realizado por el cristiano con la mayor perfección posible: con perfección humana (competencia profesional) y con perfección cristiana (por amor a la voluntad de Dios y en servicio de los hombres). Porque hecho así, ese trabajo humano, por humilde e insignificante que parezca la tarea, contribuye a ordenar cristianamente las realidades temporales —a manifestar su dimensión divina— y es asumido e integrado en la obra prodigiosa de la Creación y de la Redención del mundo: se eleva así el trabajo al orden de la gracia, se santifica, se convierte en obra de Dios, operatio Dei, opus Dei.

Al recordar a los cristianos las palabras maravillosas del Génesis —que Dios creó al hombre para que trabajara—, nos hemos fijado en el ejemplo de Cristo, que pasó la casi totalidad de su vida terrena trabajando como un artesano en una aldea. Amamos ese trabajo humano que Él abrazó como condición de vida, cultivó y santificó. Vemos en el trabajo —en la noble fatiga creadora de los hombres— no sólo uno de los más altos valores humanos, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres, sino también un signo del amor de Dios a sus criaturas y del amor de los hombres entre sí y a Dios: un medio de perfección, un camino de santidad.

Por eso, el objetivo único del Opus Dei ha sido siempre ése: contribuir a que haya en medio del mundo, de las realidades y afanes seculares, hombres y mujeres de todas las razas y condiciones sociales, que procuren amar y servir a Dios y a los demás hombres en y a través de su trabajo ordinario.

El Decreto Apostolicam actuositatem, n. 5, ha afirmado claramente que es misión de toda la Iglesia la animación cristiana del orden temporal. Compete, pues, a todos: a la jerarquía, al clero, a los religiosos y a los laicos. ¿Podría decirnos cómo ve el papel y las modalidades de cada uno de esos sectores eclesiales en esa única y común misión?

En realidad, la respuesta se encuentra en los mismos textos conciliares. A la Jerarquía corresponde señalar —como parte de su Magisterio— los principios doctrinales que han de presidir e iluminar la realización de esa tarea apostólica (cfr. Const. Lumen gentium, n. 28; Const. Gaudium et spes, n. 43; Decr. Apostolicam actuositatem, n. 24).

A los laicos, que trabajan inmersos en todas las circunstancias y estructuras propias de la vida secular, corresponde de forma específica la tarea, inmediata y directa, de ordenar esas realidades temporales a la luz de los principios doctrinales enunciados por el Magisterio; pero actuando, al mismo tiempo, con la necesaria autonomía personal frente a las decisiones concretas que hayan de tomar en su vida social, familiar, política, cultural, etc. (cfr. Const. Lumen gentium, n. 31; Const. Gaudium et spes, n. 43; Decr. Apostolicam actuositatem, n. 7).

En cuanto a los religiosos, que se apartan de esas realidades y actividades seculares abrazando un estado de vida peculiar, su misión es dar un testimonio escatológico público, que ayude a recordar a los demás fieles del Pueblo de Dios que no tienen en esta tierra domicilio permanente (cfr. Const. Lumen gentium, n. 44; Decr. Perfectae caritatis, n. 5). Y no puede olvidarse tampoco el servicio que suponen también para la animación cristiana del orden temporal las numerosas obras de beneficencia, de caridad y asistencia social que tantos religiosos y religiosas realizan con abnegado espíritu de sacrificio.

Una característica de toda vida cristiana —cualquiera que sea el camino por el que se realice— es la «dignidad y la libertad de los hijos de Dios». ¿A qué se refiere usted, pues, cuando a lo largo de toda su enseñanza ha defendido tan insistentemente la libertad de los laicos?

Me refiero precisamente a la libertad personal que los laicos tienen para tomar, a la luz de los principios enunciados por el Magisterio, todas las decisiones concretas de orden teórico o práctico —por ejemplo, en relación a las diversas opiniones filosóficas, de ciencia económica o de política, a las corrientes artísticas y culturales, a los problemas de su vida profesional o social, etc.— que cada uno juzgue en conciencia más convenientes y más de acuerdo con sus personales convicciones y aptitudes humanas.

Este necesario ámbito de autonomía que el laico católico precisa para no quedar capitidisminuido frente a los demás laicos, y para poder realizar con eficacia su peculiar tarea apostólica en medio de las realidades temporales, debe ser siempre cuidadosamente respetado por todos los que en la Iglesia ejercemos el sacerdocio ministerial. De no ser así —si se tratase de instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico— se incurriría en un anacrónico y lamentable clericalismo. Se limitarían enormemente las posibilidades apostólicas del laicado —condenándolo a perpetua inmadurez—, pero sobre todo se pondría en peligro —hoy, especialmente— el mismo concepto de autoridad y de unidad en la Iglesia. No podemos olvidar que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas.

Siendo tan diversas en su realización práctica la vocación del laico y la del religioso —aunque tengan en común, por supuesto, la vocación cristiana—, ¿cómo es posible que los religiosos, en sus tareas de enseñanza, etc., puedan formar a los cristianos corrientes en un camino verdaderamente laical?

Será posible en tanto en cuanto los religiosos —cuya benemérita labor al servicio de la Iglesia admiro sinceramente— se esfuercen en comprender bien cuáles son las características y exigencias de la vocación laical a la santidad y al apostolado en medio del mundo, y las quieran y las sepan enseñar a los alumnos.

Con no poca frecuencia, al hablar del laicado, se suele olvidar la realidad de la presencia de la mujer y con ello se desdibuja su papel en la Iglesia. Igualmente, al tratarse de la «promoción social de la mujer» se suele entender simplemente como presencia de la mujer en la vida pública. ¿Cómo entiende la misión de la mujer en la Iglesia y en el mundo?

Desde luego no veo ninguna razón por la cual al hablar del laicado —de su tarea apostólica, de sus derechos y deberes, etc.— se haya de hacer ningún tipo de distinción o discriminación con respecto a la mujer. Todos los bautizados —hombres y mujeres— participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios. En la Iglesia existe esa radical unidad fundamental, que enseñaba ya San Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis, Christum induistis. Non est Iudaeus, neque Graecus: non est servus, neque liber: non est masculus, neque femina (Gal 3, 27-28); ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer.

Si se exceptúa la capacidad jurídica de recibir las sagradas órdenes —distinción que por muchas razones, también de derecho divino positivo, considero que se ha de retener—, pienso que a la mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia —en su legislación, en su vida interna y en su acción apostólica— los mismos derechos y deberes que a los hombres: derecho al apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc. Ya sé que todo esto —que teóricamente no es difícil de admitir, si se consideran las claras razones teológicas que lo apoyan— encontrará de hecho la resistencia de algunas mentalidades. Aún recuerdo el asombro e incluso la crítica —ahora en cambio tienden a imitar, en esto como en tantas otras cosas— con que determinadas personas comentaron el hecho de que el Opus Dei procurara que adquiriesen grados académicos en ciencias sagradas también las mujeres que pertenecen a la Sección femenina de nuestra Asociación.

Pienso, sin embargo, que estas resistencias y reticencias irán cayendo poco a poco. En el fondo es sólo un problema de comprensión eclesiológica: darse cuenta de que la Iglesia no la forman sólo los clérigos y religiosos, sino que también los laicos —mujeres y hombres— son Pueblo de Dios y tienen, por Derecho divino, una propia misión y responsabilidad.

Pero quisiera añadir que, a mi modo de ver, la igualdad esencial entre el hombre y la mujer exige precisamente que se sepa captar a la vez el papel complementario de uno y otro en la edificación de la Iglesia y en el progreso de la sociedad civil: porque no en vano los creó Dios hombre y mujer. Esta diversidad ha de comprenderse no en un sentido patriarcal, sino en toda la hondura que tiene, tan rica de matices y consecuencias, que libera al hombre de la tentación de masculinizar la Iglesia y la sociedad; y a la mujer de entender su misión, en el Pueblo de Dios y en el mundo, como una simple reivindicación de tareas que hasta ahora hizo el hombre solamente, pero que ella puede desempeñar igualmente bien. Me parece, pues, que tanto el hombre como la mujer han de sentirse justamente protagonistas de la historia de la salvación, pero uno y otro de forma complementaria.

Se ha hecho notar que, pese a estar editado en 1934 en su primera versión, Camino contiene muchas ideas «heréticas» entonces para algunos, y hoy sin embargo recogidas en el Concilio Vaticano II. ¿Qué nos puede decir de eso? ¿Cuáles son esos puntos?

De esto, si me lo permite, trataremos despacio en otra ocasión: más adelante. Me limito a decirle ahora que doy tantas gracias al Señor, que se ha servido también de esas ediciones de Camino, en tantas lenguas y en tantos ejemplares —ya pasan de los dos millones y medio—, para meter en el entendimiento y en la vida de personas de muy diversas razas y lenguas esas verdades cristianas, que habían de ser confirmadas por el Concilio Vaticano II, llevando la paz y la alegría a millones de cristianos y no cristianos.

Sabemos que, desde hace muchos años, ha tenido usted una especial preocupación por la atención espiritual y humana de los sacerdotes, sobre todo del clero diocesano, manifestada, mientras le fue posible, en una intensa labor de predicación y de dirección espiritual dedicada a ellos. Y también, a partir de un determinado momento, en la posibilidad de que —permaneciendo plenamente diocesanos y con la misma dependencia de sus Ordinarios— formen parte de la Obra los que sientan esa llamada. Nos interesaría saber las circunstancias de la vida eclesiástica que —aparte de otras razones— motivaron esa preocupación suya. Asimismo, ¿podría decirnos de qué modo esa actividad ha podido y puede ayudar a resolver algunos problemas del clero diocesano o de la vida eclesiástica?

Las circunstancias de la vida eclesiástica que motivaron y motivan esa preocupación mía y esa labor —ya institucionalizada— de la Obra, no son circunstancias de carácter más o menos accidental o transitorio, sino exigencias permanentes de orden espiritual y humano, íntimamente unidas a la vida y al trabajo del sacerdote diocesano. Me refiero fundamentalmente a la necesidad que éste tiene de ser ayudado —con espíritu y medios que en nada modifiquen su condición diocesana— a buscar la santidad personal en el ejercicio de su propio ministerio. Para así corresponder, con espíritu siempre joven y generosidad cada vez mayor, a la gracia de la vocación divina que recibieron, y para saber prevenir con prudencia y prontitud las posibles crisis espirituales y humanas a que fácilmente pueden dar lugar muchos diversos factores: la soledad, las dificultades del ambiente, la indiferencia, la aparente falta de eficacia de su labor, la rutina, el cansancio, la despreocupación por mantener y perfeccionar su formación intelectual y hasta —es el origen profundo de las crisis de obediencia y de unidad— la poca visión sobrenatural de las relaciones con el propio Ordinario, e incluso con sus demás hermanos en el sacerdocio.

Los sacerdotes diocesanos que —en uso legítimo del derecho de asociación— se adscriben a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz1, lo hacen única y exclusivamente porque desean recibir esa ayuda espiritual personal, de manera en todo compatible con los deberes de su estado y ministerio: de otra manera, esa ayuda no sería tal ayuda, sino complicación, estorbo y desorden.

El espíritu del Opus Dei, en efecto, tiene como característica esencial el hecho de no sacar a nadie de su sitio —unusquisque, in qua vocatione vocatus est, in ea permaneat (1 Cor 7, 20)—, sino que lleva a que cada uno cumpla las tareas y deberes de su propio estado, de su misión en la Iglesia y en la sociedad civil, con la mayor perfección posible. Por eso, cuando un sacerdote se adscribe a la Obra, no modifica ni abandona en nada su vocación diocesana —dedicación al servicio de la Iglesia local a la que está incardinado, plena dependencia del propio Ordinario, espiritualidad secular, unión con los demás sacerdotes, etc.—, sino que, por el contrario, se compromete a vivir esa vocación con plenitud, porque sabe que ha de buscar la perfección precisamente en el mismo ejercicio de sus obligaciones sacerdotales, como sacerdote diocesano.

Este principio tiene en nuestra Asociación una serie de aplicaciones prácticas de orden jurídico y ascético, que sería largo detallar. Diré sólo, como ejemplo, que —a diferencia de otras Asociaciones, donde se exige un voto o promesa de obediencia al Superior interno— la dependencia de los sacerdotes diocesanos adscritos al Opus Dei no es una dependencia de régimen, ya que no hay jerarquía interna para ellos ni, por tanto, peligro de doble vínculo de obediencia sino más bien una relación voluntaria de ayuda y asistencia espiritual.

Lo que estos sacerdotes encuentran en el Opus Dei es, sobre todo, la ayuda ascética continuada que desean recibir, con espiritualidad secular y diocesana, e independiente de los cambios personales y circunstanciales que pueda haber en el gobierno de la respectiva Iglesia local. Añaden así a la dirección espiritual colectiva que el Obispo da con su predicación, sus cartas pastorales, conversaciones, instrucciones disciplinares, etc., una dirección espiritual personal solícita y continua en cualquier lugar donde se encuentren, que complementa —respetándola siempre, como un deber grave— la dirección común impartida por el mismo Obispo. A través de esa dirección espiritual personal —tan recomendada por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio ordinario— se fomenta en el sacerdote su vida de piedad, su caridad pastoral, su formación doctrinal continuada, su celo por los apostolados diocesanos, el amor y la obediencia que deben al propio Ordinario, la preocupación por las vocaciones sacerdotales y el seminario, etc.

¿Los frutos de toda esta labor? Son para las Iglesias locales, a las que estos sacerdotes sirven. Y de esto se goza mi alma de sacerdote diocesano, que ha tenido además, repetidas veces, el consuelo de ver con qué cariño el Papa y los Obispos bendicen, desean y favorecen este trabajo.

En diversas ocasiones, y al referirse al comienzo de la vida del Opus Dei, usted ha dicho que únicamente poseía «juventud, gracia de Dios y buen humor». Por los años veinte, además, la doctrina del laicado aún no había alcanzado el desarrollo que actualmente presenciamos. Sin embargo, el Opus Dei es un fenómeno palpable en la vida de la Iglesia. ¿Podría explicarnos cómo, siendo un sacerdote joven, pudo tener una comprensión tal que permitiera realizar este empeño?

Yo no tuve y no tengo otro empeño que el de cumplir la Voluntad de Dios: permítame que no descienda a más detalles sobre el comienzo de la Obra —que el Amor de Dios me hacía barruntar desde el año 1917—, porque están íntimamente unidos con la historia de mi alma, y pertenecen a mi vida interior. Lo único que puedo decirle es que actué, en todo momento, con la venia y con la afectuosa bendición del queridísimo Sr. Obispo de Madrid, donde nació el Opus Dei el 2 de octubre de 1928. Más tarde, siempre también, con el beneplácito y el aliento de la Santa Sede y, en cada caso, de los Revmos. Ordinarios de los lugares donde trabajamos.

Algunos, precisamente por la presencia de los laicos del Opus Dei en puestos influyentes de la sociedad española, hablan de la influencia del Opus Dei en España. ¿Nos podría explicar cuál es esa influencia?

Me molesta profundamente todo lo que pueda sonar a autobombo. Pero pienso que no sería humildad, sino ceguera e ingratitud con el Señor —que tan generosamente bendice nuestro trabajo—, no reconocer que el Opus Dei influye realmente en la sociedad española. En el ambiente de los países donde la Obra lleva ya trabajando bastantes años —en España, concretamente, treinta y nueve, porque aquí fue voluntad de Dios que nuestra Asociación naciera a la vida de la Iglesia— es lógico que ese influjo ya tenga notable relevancia social, de forma paralela al progresivo desarrollo de la labor.

¿De qué naturaleza es esa influencia? Es evidente que, siendo el Opus Dei una Asociación de fines espirituales, apostólicos, la naturaleza de su influjo —en España, como en las demás naciones de los cinco continentes donde trabajamos— no puede ser sino de ese tipo: una influencia espiritual, apostólica. Lo mismo que la totalidad de la Iglesia —alma del mundo—, el influjo del Opus Dei en la sociedad civil no es de carácter temporal —social, político, económico, etc.—, aunque sí repercuta en los aspectos éticos de todas las actividades humanas, sino un influjo de orden diverso y superior, que se expresa con un verbo preciso: santificar.

Y esto nos lleva al tema de las personas del Opus Dei que usted llama influyentes. Para una Asociación cuyo fin sea hacer política, serán influyentes aquellos de sus miembros que ocupen un lugar en el parlamento o en el consejo de ministros. Si la Asociación es cultural, considerará influyentes a aquellos de sus miembros que sean filósofos de clara fama, o premios nacionales de literatura, etc. Si la Asociación, en cambio, lo que se propone es —como en el caso del Opus Dei— santificar el trabajo ordinario de los hombres, sea material o intelectual, es evidente que deberán considerarse influyentes todos sus miembros: porque todos trabajan —el general deber humano de trabajar tiene en la Obra especiales resonancias disciplinares y ascéticas—, y porque todos procuran realizar esa labor suya —cualquiera que sea— santamente, cristianamente, con deseo de perfección. Por eso, para mí, tan influyente —tan importante, tan necesario— es el testimonio de un hijo mío minero entre sus compañeros de trabajo como el de un rector de universidad entre los demás profesores del claustro académico.

¿De dónde viene, pues, la influencia del Opus Dei? Lo indica la simple consideración de esta realidad sociológica: a nuestra Asociación pertenecen personas de todas las condiciones sociales, profesiones, edades y estados de vida: mujeres y hombres, clérigos y laicos, viejos y jóvenes, célibes y casados, universitarios, obreros, campesinos, empleados, personas que ejercen profesiones liberales o que trabajan en instituciones oficiales, etc. ¿Ha pensado en el poder de irradiación cristiana que representa una gama tan amplia y tan variada de personas, sobre todo si se cuentan por decenas de millares y están animadas de un mismo espíritu apostólico: santificar su profesión u oficio —en cualquier ambiente social en el que se muevan—, santificarse en ese trabajo y santificar con ese trabajo?

A esas labores apostólicas personales debe añadirse el crecimiento de nuestras obras corporativas de apostolado: Residencias de estudiantes, Casas de retiro, la Universidad de Navarra, Centros de formación para obreros y campesinos, Institutos técnicos, Colegios, Escuelas de formación para la mujer, etc. Estas obras han sido y son indudablemente focos de irradiación del espíritu cristiano que, promovidos por laicos, dirigidos como un trabajo profesional por ciudadanos laicos, iguales a sus compañeros que ejercitan la misma tarea u oficio, y abiertos a personas de toda clase y condición, han sensibilizado vastos estratos de la sociedad sobre la necesidad de dar una respuesta cristiana a las cuestiones que les plantea el ejercicio de su profesión o empleo.

Todo esto es lo que da relieve y trascendencia social al Opus Dei. No el hecho de que algunos de sus miembros ocupen cargos de influencia humana —cosa que no nos interesa lo más mínimo, y se deja por eso a la libre decisión y responsabilidad de cada uno—, sino el hecho de que todos, y la bondad de Dios hace que sean muchos, realicen labores —desde los más humildes oficios— divinamente influyentes.

Y esto es lógico: ¿quién puede pensar que la influencia de la Iglesia en los Estados Unidos comenzó el día en que fue elegido presidente el católico John Kennedy?

Alguna vez, al hablar de la realidad del Opus Dei, ha afirmado que es una «desorganización organizada». ¿Podría explicar a nuestros lectores el significado de esta expresión?

Quiero decir que damos una importancia primaria y fundamental a la espontaneidad apostólica de la persona, a su libre y responsable iniciativa, guiada por la acción del Espíritu; y no a las estructuras organizativas, mandatos, tácticas y planes impuestos desde el vértice, en sede de gobierno.

Un mínimo de organización existe, evidentemente, con un gobierno central, que actúa siempre colegialmente y tiene su sede en Roma, y gobiernos regionales, también colegiales, cada uno presidido por un Consiliario2. Pero toda la actividad de esos organismos se dirige fundamentalmente a una tarea: proporcionar a los socios la asistencia espiritual necesaria para su vida de piedad, y una adecuada formación espiritual, doctrinal-religiosa y humana. Después, ¡patos al agua! Es decir: cristianos a santificar todos los caminos de los hombres, que todos tienen el aroma del paso de Dios.

Al llegar a ese límite, a ese momento, la Asociación como tal ha terminado su tarea —aquélla, precisamente, para la que los miembros del Opus Dei se asocian—, ya no tiene que hacer, ni puede ni debe hacer, ninguna indicación más. Comienza entonces la libre y responsable acción personal de cada socio. Cada uno, con espontaneidad apostólica, obrando con completa libertad personal y formándose autónomamente su propia conciencia de frente a las decisiones concretas que haya de tomar, procura buscar la perfección cristiana y dar testimonio cristiano en su propio ambiente, santificando su propio trabajo profesional, intelectual o manual. Naturalmente, al tomar cada uno autónomamente esas decisiones en su vida secular, en las realidades temporales en las que se mueva, se dan con frecuencia opciones, criterios y actuaciones diversas: se da, en una palabra, esa bendita desorganización, ese justo y necesario pluralismo, que es una característica esencial del buen espíritu del Opus Dei, y que a mí me ha parecido siempre la única manera recta y ordenada de concebir el apostolado de los laicos.

Le diré más: esa desorganización organizada aparece incluso en las mismas obras apostólicas corporativas que el Opus Dei realiza, con el deseo de contribuir también, como tal Asociación, a resolver cristianamente problemas que afectan a las comunidades humanas de los diversos países. Esas actividades e iniciativas de la Asociación son siempre de carácter directamente apostólico: es decir, obras educativas, asistenciales o de beneficencia. Pero, como nuestro espíritu es precisamente estimular el que las iniciativas salgan de la base, y como las circunstancias, necesidades y posibilidades de cada nación o grupo social son peculiares y ordinariamente diversas entre sí, el gobierno central de la Obra deja a los gobiernos regionales —que gozan de autonomía prácticamente total— la responsabilidad de decidir, promover y organizar aquellas actividades apostólicas concretas, que juzguen más convenientes: desde un centro universitario o una residencia de estudiantes, hasta un dispensario o una granja-escuela para campesinos. Como lógico resultado, tenemos un mosaico multicolor y variado de actividades: un mosaico organizadamente desorganizado.

¿Cuáles son las aportaciones del Opus Dei a ese proceso? No es quizá éste el momento histórico más adecuado para hacer una valoración global de este tipo. A pesar de que se trata de problemas sobre los que se ha ocupado mucho —¡con cuánto gozo de mi alma!— el Concilio Vaticano II, y a pesar de que no pocos conceptos y situaciones referentes a la vida y misión del laicado han recibido ya del Magisterio suficiente confirmación y luz, hay todavía sin embargo un núcleo considerable de cuestiones que constituyen aún, para la generalidad de la doctrina, verdaderos problemas límite de la teología. A nosotros, dentro del espíritu que Dios ha dado al Opus Dei y que procuramos vivir con fidelidad —a pesar de nuestras imperfecciones personales—, nos parecen ya divinamente resueltos la mayor parte de esos problemas discutidos, pero no pretendemos presentar esas soluciones como las únicas posibles.

Según esto, ¿de qué manera estima que la realidad eclesial del Opus Dei se inserta en la acción pastoral de toda la Iglesia? ¿Y en el Ecumenismo?

Una aclaración previa me parece conveniente: el Opus Dei no es ni puede considerarse una realidad ligada al proceso evolutivo del estado de perfección en la Iglesia, no es una forma moderna o aggiornata de ese estado. En efecto, ni la concepción teológica del status perfectionis —que Santo Tomás, Suárez y otros autores han plasmado decisivamente en la doctrina— ni las diversas concreciones jurídicas que se han dado o pueden darse a ese concepto teológico, tienen nada que ver con la espiritualidad y el fin apostólico que Dios ha querido para nuestra Asociación. Baste considerar —porque una completa exposición doctrinal sería larga— que al Opus Dei no le interesan ni votos, ni promesas, ni forma alguna de consagración para sus socios, diversa de la consagración que ya todos recibieron con el Bautismo. Nuestra Asociación no pretende de ninguna manera que sus socios cambien de estado, que dejen de ser simples fieles iguales a los otros, para adquirir el peculiar status perfectionis. Al contrario, lo que desea y procura es que cada uno haga apostolado y se santifique dentro de su propio estado, en el mismo lugar y condición que tiene en la Iglesia y en la sociedad civil. No sacamos a nadie de su sitio, ni alejamos a nadie de su trabajo o de sus empeños y nobles compromisos de orden temporal.

La realidad social, la espiritualidad y la acción del Opus Dei se insertan, pues, en un venero muy distinto de la vida de la Iglesia: concretamente, en el proceso teológico y vital que está llevando el laicado a la plena asunción de sus responsabilidades eclesiales, a su modo propio de participar en la misión de Cristo y de su Iglesia. Esta ha sido y es, en los casi cuarenta años de existencia de la Obra, la inquietud constante —serena, pero fuerte— con la que Dios ha querido encauzar, en mi alma y en las de mis hijos, el deseo de servirle.

Consideraciones semejantes se podrían formular en relación a otros problemas, porque es realmente mucho, muchísimo, lo que queda todavía por lograr, tanto en la necesaria exposición doctrinal, como en la educación de las conciencias y en la misma reforma de la legislación eclesiástica. Yo pido mucho al Señor —la oración ha sido siempre mi gran arma— que el Espíritu Santo asista a su Pueblo, y especialmente a la Jerarquía, en la realización de estas tareas. Y le ruego también que se siga sirviendo del Opus Dei, para que podamos contribuir y ayudar, en todo lo que esté de nuestra parte, a este difícil pero estupendo proceso de desarrollo y crecimiento de la Iglesia.

Hay a la vez otros aspectos del mismo proceso de desarrollo eclesiológico, que representan estupendas adquisiciones doctrinales —a las que indudablemente Dios ha querido que contribuyese, en parte quizá no pequeña, el testimonio del espíritu y la vida del Opus Dei, junto con otras valiosas aportaciones de iniciativas y asociaciones apostólicas no menos beneméritas—, pero son adquisiciones doctrinales que quizá pasará todavía bastante tiempo antes de que lleguen a encarnarse realmente en la vida total del Pueblo de Dios. Usted mismo ha recordado en sus anteriores preguntas algunos de esos aspectos: el desarrollo de una auténtica espiritualidad laical; la comprensión de la peculiar tarea eclesial —no eclesiástica u oficial— propia del laico; la distinción de los derechos y deberes que el laico tiene en cuanto laico; las relaciones Jerarquía-laicado; la igualdad de dignidad y la complementariedad de tareas del hombre y de la mujer en la Iglesia; la necesidad de lograr una ordenada opinión pública en el Pueblo de Dios; etc.

Todo esto constituye evidentemente una realidad muy fluida, y a veces no exenta de paradojas. Una misma cosa, que dicha hace cuarenta años escandalizaba a casi todos o a todos, hoy no extraña a casi nadie, pero en cambio son aún muy pocos los que la comprenden a fondo y la viven ordenadamente.

Me explicaré mejor con un ejemplo. En 1932, comentando a mis hijos del Opus Dei algunos de los aspectos y consecuencias de la peculiar dignidad y responsabilidad que el Bautismo confiere a las personas, les escribí en un documento: «Hay que rechazar el prejuicio de que los fieles corrientes no pueden hacer más que limitarse a ayudar al clero, en apostolados eclesiásticos. El apostolado de los seglares no tiene por qué ser siempre una simple participación en el apostolado jerárquico: a ellos les compete el deber de hacer apostolado. Y esto no porque reciban una misión canónica, sino porque son parte de la Iglesia; esa misión ... la realizan a través de su profesión, de su oficio, de su familia, de sus colegas, de sus amigos».

Hoy, después de las solemnes enseñanzas del Vaticano II, nadie en la Iglesia pondrá quizá en tela de juicio la ortodoxia de esta doctrina. Pero ¿cuántos han abandonado realmente su concepción única del apostolado de los laicos como una labor pastoral organizada de arriba abajo? ¿Cuántos, superando la anterior concepción monolítica del apostolado laical, comprenden que pueda y que incluso deba también haberlo sin necesidad de rígidas estructuras centralizadas, misiones canónicas y mandatos jerárquicos? ¿Cuántos que califican al laicado de longa manus Ecclesiae, no están confundiendo al mismo tiempo en su cabeza el concepto de Iglesia-Pueblo de Dios con el concepto más limitado de Jerarquía? O bien ¿cuántos laicos entienden debidamente que, si no es en delicada comunión con la Jerarquía, no tienen derecho a reivindicar su legítimo ámbito de autonomía apostólica?

¿Cómo se inserta el Opus Dei en el Ecumenismo?, me pregunta usted también. Ya le conté el año pasado a un periodista francés —y sé que la anécdota ha encontrado eco, incluso en publicaciones de hermanos nuestros separados— lo que una vez comenté al Santo Padre Juan XXIII, movido por el encanto afable y paterno de su trato: «Padre Santo, en nuestra Obra siempre han encontrado todos los hombres, católicos o no, un lugar amable: no he aprendido el ecumenismo de Vuestra Santidad». Él se rió emocionado, porque sabía que, ya desde 1950, la Santa Sede había autorizado al Opus Dei a recibir como asociados Cooperadores a los no católicos y aun a los no cristianos.

Son muchos, efectivamente —y no faltan entre ellos pastores y aun obispos de sus respectivas confesiones—, los hermanos separados que se sienten atraídos por el espíritu del Opus Dei y colaboran en nuestros apostolados. Y son cada vez más frecuentes —a medida que los contactos se intensifican— las manifestaciones de simpatía y de cordial entendimiento a que da lugar el hecho de que los socios del Opus Dei centren su espiritualidad en el sencillo propósito de vivir responsablemente los compromisos y exigencias bautismales del cristiano. El deseo de buscar la perfección cristiana y de hacer apostolado, procurando la santificación del propio trabajo profesional; el vivir inmersos en las realidades seculares, respetando su propia autonomía, pero tratándolas con espíritu y amor de almas contemplativas; la primacía que en la organización de nuestras labores concedemos a la persona, a la acción del Espíritu en las almas, al respeto de la dignidad y de la libertad que provienen de la filiación divina del cristiano; el defender, contra la concepción monolítica e institucionalista del apostolado de los laicos, la legítima capacidad de iniciativa dentro del necesario respeto al bien común: esos y otros aspectos más de nuestro modo de ser y trabajar son puntos de fácil encuentro, donde los hermanos separados descubren —hecha vida, probada por los años— una buena parte de los presupuestos doctrinales en los que ellos y nosotros, los católicos, hemos puesto tantas fundadas esperanzas ecuménicas.

Cambiando de tema, nos interesaría saber su opinión respecto del actual momento de la Iglesia. Concretamente, ¿cómo lo calificaría usted? ¿Qué papel cree que pueden tener en esta hora las tendencias que de modo general han sido llamadas «progresista» e «integrista»?

A mi modo de ver, el actual momento doctrinal de la Iglesia podría calificarse de positivo y, a la vez, delicado, como toda crisis de crecimiento. Positivo, sin duda, porque las riquezas doctrinales del Concilio Vaticano II han puesto la Iglesia toda —el entero Pueblo sacerdotal de Dios— de frente a una nueva etapa, sumamente esperanzadora, de renovada fidelidad al propósito divino de salvación que se le ha confiado. Momento delicado también, porque las conclusiones teológicas a las que se ha llegado no son de carácter —valga la expresión— abstracto o teórico, sino que se trata de una teología sumamente viva, es decir, con inmediatas y directas aplicaciones de orden pastoral, ascético y disciplinar, que tocan muy en lo íntimo la vida interna y externa de la comunidad cristiana —liturgia, estructuras organizativas de la Jerarquía, formas apostólicas, Magisterio, diálogo con el mundo, ecumenismo, etc.— y, por tanto, también la vida cristiana y la conciencia misma de los fieles.

Una y otra realidad llaman respectivamente a nuestra alma: el optimismo cristiano —la gozosa certeza de que el Espíritu Santo hará fructificar cumplidamente la doctrina con la que ha enriquecido a la Esposa de Cristo— y, a la vez, la prudencia por parte de quienes investigan o gobiernan, porque especialmente ahora podría hacer un daño inmenso la falta de serenidad y ponderación en el estudio de los problemas.

En cuanto a las tendencias que usted llama integristas y progresistas, me resulta difícil opinar sobre el papel que pueden desempeñar en este momento, porque desde siempre he rechazado la conveniencia e incluso la posibilidad de que puedan hacerse catalogaciones o simplificaciones de este tipo. Esa división —que a veces se lleva hasta extremos de verdadero paroxismo, o se intenta perpetuar como si los teólogos y los fieles en general estuvieran destinados a una continua orientación bipolar— me parece que obedece en el fondo al convencimiento de que el progreso doctrinal y vital del Pueblo de Dios sea resultado de una perpetua tensión dialéctica. Yo, en cambio, prefiero creer —con toda mi alma— en la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y a quien quiere.

Referencias a la Sagrada Escritura
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Notas
1

La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz es una asociación propia, intrínseca e inseparable de la prelatura. Está constituida por los clérigos incardinados al Opus Dei y por otros sacerdotes o diáconos, incardinados en diversas diócesis. Estos sacerdotes y diáconos de otras diócesis —que no forman parte del clero de la prelatura, sino que pertenecen al presbiterio de sus respectivas diócesis y dependen exclusivamente de su ordinario, como superior— se asocian a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, para buscar su santificación, según el espíritu y la praxis ascética del Opus Dei. El prelado del Opus Dei es, a la vez, presidente general de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz.

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Notas
2

Recordamos cuanto se ha dicho en la Presentación de este volumen sobre algunas respuestas, referentes a aspectos jurídicos y organizativos, que eran exactas y precisas en aquellos momentos en los que el Opus Dei no había aún recibido la configuración jurídica definitiva deseada por su fundador, y que hoy habría que completar con la breve explicación que en la misma Presentación se da.

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