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Monseñor, desearíamos que nos dijera cuáles son, a su juicio, los fines esenciales de la Universidad; y en qué términos sitúa la enseñanza de la religión dentro de los estudios universitarios.

La Universidad —lo sabéis, porque lo estáis viviendo o lo deseáis vivir— debe contribuir desde una posición de primera importancia, al progreso humano. Como los problemas planteados en la vida de los pueblos son múltiples y complejos —espirituales, culturales, sociales, económicos, etc.—, la formación que debe impartir la Universidad ha de abarcar todos estos aspectos.

No basta el deseo de querer trabajar por el bien común; el camino, para que este deseo sea eficaz, es formar hombres y mujeres capaces de conseguir una buena preparación, y capaces de dar a los demás el fruto de esa plenitud que han alcanzado.

La religión es la mayor rebelión del hombre que no quiere vivir como una bestia, que no se conforma —que no se aquieta— si no trata y conoce al Creador: el estudio de la religión es una necesidad fundamental. Un hombre que carezca de formación religiosa no está completamente formado. Por eso la religión debe estar presente en la Universidad; y ha de enseñarse a un nivel superior, científico, de buena teología. Una Universidad de la que la religión está ausente, es una Universidad incompleta: porque ignora una dimensión fundamental de la persona humana, que no excluye —sino que exige— las demás dimensiones.

De otra parte, nadie puede violar la libertad de las conciencias: la enseñanza de la religión ha de ser libre, aunque el cristiano sabe que, si quiere ser coherente con su fe, tiene obligación grave de formarse bien en ese terreno, que ha de poseer —por tanto— una cultura religiosa: doctrina, para poder vivir de ella y para poder ser testimonio de Cristo con el ejemplo y con la palabra.

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