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La infecundidad matrimonial —por lo que puede suponer de frustración— es fuente, a veces, de desavenencias e incomprensiones. ¿Cuál es, a su juicio, el sentido que deben dar a su matrimonio los esposos cristianos que no tengan descendencia?

En primer lugar les diré que no han de darse por vencidos con demasiada facilidad: antes hay que pedir a Dios que les conceda descendencia, que les bendiga —si es su Voluntad— como bendijo a los Patriarcas del Viejo Testamento; y después es conveniente acudir a un buen médico, ellas y ellos. Si a pesar de todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza.

Si los esposos tienen vida interior, comprenderán que Dios les urge, empujándoles a hacer de su vida un servicio cristiano generoso, un apostolado diverso del que realizarían en sus hijos, pero igualmente maravilloso.

Que miren a su alrededor, y descubrirán en seguida personas que necesitan ayuda, caridad y cariño. Hay además muchas labores apostólicas en las que pueden trabajar. Y si saben poner el corazón en esa tarea, si saben darse generosamente a los demás, olvidándose de sí mismos, tendrán una fecundidad espléndida, una paternidad espiritual que llenará su alma de verdadera paz.

Las soluciones concretas pueden ser distintas en cada caso, pero en el fondo todas se reducen a ocuparse de los demás con afán de servicio, con amor. Dios premia siempre, dando a sus almas una honda alegría, a los que tienen la generosa humildad de no pensar en sí mismos.

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