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Sacrificio: ahí está en gran parte la realidad de la pobreza. Es saber prescindir de lo superfluo, medido no tanto por reglas teóricas cuanto según esa voz interior, que nos advierte que se está infiltrando el egoísmo o la comodidad indebida. Confort, en su sentido positivo, no es lujo ni voluptuosidad, sino hacer la vida agradable a la propia familia, y a los demás, para que todos puedan servir mejor a Dios.

La pobreza está en encontrarse verdaderamente desprendido de las cosas terrenas; en llevar con alegría las incomodidades, si las hay, o la falta de medios. Es además saber tener todo el día cogido por un horario elástico, en el que no falte como tiempo principal —además de las normas diarias de piedad— el debido descanso, la tertulia familiar, la lectura, el rato dedicado a una afición de arte, de literatura o de otra distracción noble: llenando las horas con una tarea útil, haciendo las cosas lo mejor posible, viviendo los pequeños detalles de orden, de puntualidad, de buen humor. En una palabra, encontrando lugar para el servicio de los demás y para sí misma: sin olvidar que todos los hombres, todas las mujeres —y no sólo los materialmente pobres— tienen obligación de trabajar: la riqueza, la situación de desahogo económico es una señal de que se está más obligado a sentir la responsabilidad de la sociedad entera.

El amor es lo que da sentido al sacrificio. Toda madre sabe bien qué es sacrificarse por sus hijos: no está sólo en concederles unas horas, sino en gastar en su beneficio toda la vida. Vivir pensando en los demás, usar de las cosas de tal manera que haya algo que ofrecer a los otros: todo eso son dimensiones de la pobreza, que garantizan el desprendimiento efectivo.

Para una madre es importante no sólo vivir así, sino también enseñar a vivir así a sus hijos: educarles, fomentando en ellos la fe, la esperanza optimista y la caridad; enseñarles a superar el egoísmo y a emplear parte de su tiempo con generosidad en servicio de los menos afortunados, participando en tareas, adecuadas a su edad, en las que se ponga de manifiesto un afán de solidaridad humana y divina.

Para resumir: que cada uno viva cumpliendo su vocación. Para mí, el mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia —muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades— sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar.

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