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Conviene que profundicemos en lo que nos revela la muerte de Cristo, sin quedarnos en formas exteriores o en frases estereotipadas. Es necesario que nos metamos de verdad en las escenas que revivimos durante estos días: el dolor de Jesús, las lágrimas de su Madre, la huida de los discípulos, la valentía de las santas mujeres, la audacia de José y de Nicodemo, que piden a Pilato el cuerpo del Señor.

Acerquémonos, en suma, a Jesús muerto, a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota. Pero acerquémonos con sinceridad, sabiendo encontrar ese recogimiento interior que es señal de madurez cristiana. Los sucesos divinos y humanos de la Pasión penetrarán de esta forma en el alma, como palabra que Dios nos dirige, para desvelar los secretos de nuestro corazón y revelarnos lo que espera de nuestras vidas.

Hace ya muchos años vi un cuadro que se grabó profundamente en mi interior. Representaba la Cruz de Cristo y, junto al madero, tres ángeles: uno lloraba con desconsuelo; otro tenía un clavo en la mano, como para convencerse de que aquello era verdad; el tercero estaba recogido en oración. Un programa siempre actual para cada uno de nosotros: llorar, creer y orar.

Ante la Cruz, dolor de nuestros pecados, de los pecados de la humanidad, que llevaron a Jesús a la muerte; fe, para adentrarnos en esa verdad sublime que sobrepasa todo entendimiento y para maravillarnos ante el amor de Dios; oración, para que la vida y la muerte de Cristo sean el modelo y el estímulo de nuestra vida y de nuestra entrega. Sólo así nos llamaremos vencedores: porque Cristo resucitado vencerá en nosotros, y la muerte se transformará en vida.

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