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Entre tantas escenas como nos narran los evangelistas, detengámonos a considerar algunas, comenzando con los relatos del trato de Jesús con los doce. El apóstol Juan, que vuelca en su Evangelio la experiencia de toda una vida, narra aquella primera conversación con el encanto de lo que nunca se olvida. Maestro, ¿dónde habitas? Díceles Jesús: Venid y lo veréis. Fueron, pues, y vieron dónde habitaba, y se quedaron con Él aquel día21.

Diálogo divino y humano que transformó las vidas de Juan y de Andrés, de Pedro, de Santiago y de tantos otros, que preparó sus corazones para escuchar la palabra imperiosa que Jesús les dirigió junto al mar de Galilea. Caminando Jesús por la ribera del mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano, echando la red en el mar, pues eran pescadores. Y les dijo: seguidme y yo haré que vengáis a ser pescadores de hombres. Al instante los dos, dejadas las redes, le siguieron22.

En los tres años sucesivos, Jesús convive con sus discípulos, los conoce, contesta a sus preguntas, resuelve sus dudas. Es sí, el Rabbí, el Maestro que habla con autoridad, el Mesías enviado de Dios. Pero es a la vez asequible, cercano. Un día Jesús se retira en oración; los discípulos se encontraban cerca, quizá mirándole e intentando adivinar sus palabras. Cuando Jesús vuelve, uno de ellos pregunta: Domine, doce nos orare, sicut docuit et Ioannes discipulos suos; enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: Cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre...23.

Con autoridad de Dios y con cariño de hombre recibe igualmente el Señor a los Apóstoles que, asombrados de los frutos de su primera misión, le comentaban las primicias de su apostolado: Venid a retiraros conmigo en un lugar solitario, y reposaréis un poquito24.

Una escena muy similar se repite hacia el final de la estancia de Jesús sobre la tierra, poco antes de la Ascensión. Venida la mañana, se apareció Jesús en la ribera; pero los discípulos no conocieron que fuese Él. Y Jesús les dijo: muchachos, ¿tenéis algo que comer? El que ha preguntado como hombre, habla después como Dios: Echad la red a la derecha del barco y encontraréis. Echáronla, pues, y ya no podían sacarla por la multitud de peces que había. Entonces el discípulo aquel a quien Jesús amaba, dijo a Pedro: Es el Señor.

Y Dios les espera en la orilla: Al saltar a tierra, vieron preparadas brasas encendidas y un pez puesto encima y pan. Jesús les dijo: Traed acá de los peces que acabáis de coger. Subió al barco Simón Pedro y sacó a tierra la red, llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y a pesar de ser tantos, no se rompió la red. Díceles Jesús: Vamos, almorzad. Y ninguno de los que estaban comiendo osaba preguntarle: ¿quién eres?, sabiendo que era el Señor. Acércase Jesús, y toma el pan y se lo distribuye y lo mismo hace con el pez25.

Esa delicadeza y cariño la manifiesta Jesús no sólo con un grupo pequeño de discípulos, sino con todos. Con las santas mujeres, con representantes del Sanedrín como Nicodemo y con publicanos como Zaqueo, con enfermos y con sanos, con doctores de la ley y con paganos, con personas individuales y con muchedumbres enteras.

Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía. Jesús llora por la muerte de Lázaro, se aíra con los mercaderes que profanan el templo, deja que se enternezca su corazón ante el dolor de la viuda de Naím.

Notas
21

Ioh I, 38-39.

22

Mt IV, 18-20.

23

Lc XI, 1-2.

24

Mc VI, 31.

25

Ioh XXI, 4-13.

Referencias a la Sagrada Escritura
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