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Apostolado, corredención

Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación25. ¿Qué fuego es ese sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? 26. Fuego de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que este para desarrollar, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta que padecer a Cristo27.

Jesús se ha ido a los cielos, decíamos. Pero el cristiano puede, en la oración y en la Eucaristía, tratarle como le trataron los primeros doce, encenderse en su celo apostólico, para hacer con Él un servicio de corredención, que es sembrar la paz y la alegría. Servir, pues: el apostolado no es otra cosa. Si contamos exclusivamente con nuestras propias fuerzas, no lograremos nada en el terreno sobrenatural; siendo instrumentos de Dios, conseguiremos todo: todo lo puedo en aquel que me conforta28. Dios, por su infinita bondad, ha dispuesto utilizar estos instrumentos ineptos. Así que el apóstol no tiene otro fin que dejar obrar al Señor, mostrarse enteramente disponible, para que Dios realice —a través de sus criaturas, a través del alma elegida— su obra salvadora.

Apóstol es el cristiano que se siente injertado en Cristo, identificado con Cristo, por el Bautismo; habilitado para luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a servir a Dios con su acción en el mundo, por el sacerdocio común de los fieles, que confiere una cierta participación en el sacerdocio de Cristo, que —siendo esencialmente distinta de aquella que constituye el sacerdocio ministerial— capacita para tomar parte en el culto de la Iglesia, y para ayudar a los hombres en su camino hacia Dios, con el testimonio de la palabra y del ejemplo, con la oración y con la expiación.

Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. Él es el único mediador entre Dios y los hombres29; y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con Él, todas las cosas al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura30 que ha de informar la masa entera31.

Cristo ha subido a los cielos, pero ha trasmitido a todo lo humano honesto la posibilidad concreta de ser redimido. San Gregorio Magno recoge este gran tema cristiano con palabras incisivas: Partía así Jesús hacia el lugar de donde era, y volvía del lugar en el que continuaba morando. En efecto, en el momento en el que subía al Cielo, unía con su divinidad el Cielo y la tierra. En la fiesta de hoy conviene destacar solemnemente el hecho de que haya sido suprimido el decreto que nos condenaba, el juicio que nos hacía sujetos de corrupción. La naturaleza a la que se dirigían las palabras tú eres polvo y volverás al polvo (Gen III, 19), esa misma naturaleza ha subido hoy al Cielo con Cristo32.

No me cansaré de repetir, por tanto, que el mundo es santificable; que a los cristianos nos toca especialmente esa tarea, purificándolo de las ocasiones de pecado con que los hombres lo afeamos, y ofreciéndolo al Señor como hostia espiritual, presentada y dignificada con la gracia de Dios y con nuestro esfuerzo. En rigor, no se puede decir que haya nobles realidades exclusivamente profanas, una vez que el Verbo se ha dignado asumir una naturaleza humana íntegra y consagrar la tierra con su presencia y con el trabajo de sus manos. La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención. Nos urge la caridad de Cristo33, para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas.

Notas
25

Ps XXXVIII, 4.

26

Lc XII, 49.

27

Cfr. Col I, 24.

28

Phil IV, 13.

29

Cfr. 1 Tim II, 5.

30

Cfr. Mt XIII, 33.

31

Cfr. 1 Cor V, 6.

32

S. Gregorio Magno, In Evangelia homiliae, 29, 10 (PL 76, 1218).

33

Cfr. 2 Cor V, 14.

Referencias a la Sagrada Escritura
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