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Hemos leído, en la Santa Misa, un texto del Evangelio según San Juan: la escena de la curación milagrosa del ciego de nacimiento. Pienso que todos nos hemos conmovido una vez más ante el poder y la misericordia de Dios, que no mira indiferente la desgracia humana. Pero quisiera ahora fijarme en otros rasgos: concretamente, para que veamos que, cuando hay amor de Dios, el cristiano tampoco se siente indiferente ante la suerte de los otros hombres, y sabe también tratar a todos con respeto; y que, cuando ese amor decae, existe el peligro de una invasión, fanática y despiadada, en la conciencia de los demás.

Al pasar —dice el Santo Evangelio— vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento1. Jesús que pasa. Con frecuencia me he maravillado ante esta forma sencilla de relatar la clemencia divina. Jesús pasa y se da cuenta en seguida del dolor. Considerad, en cambio, qué distintos eran entonces los pensamientos de los discípulos. Le preguntan: Maestro, ¿qué pecados son la causa de que este naciera ciego, los suyos o los de sus padres?2.

Los falsos juicios

No debemos extrañarnos de que muchos, también gentes que se tienen por cristianas, se comporten de forma parecida: imaginan, antes que nada, el mal. Sin prueba alguna, lo presuponen; y no sólo lo piensan, sino que se atreven a expresarlo en un juicio aventurado, delante de la muchedumbre.

La conducta de los discípulos podría, benévolamente, ser calificada de desaprensiva. En aquella sociedad —como hoy: en esto, poco ha cambiado— había otros, los fariseos, que hacían de esa actitud una norma. Recordad de qué manera Jesucristo los denuncia: vino Juan que no come ni bebe, y dicen: está poseído del demonio. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y murmuran: he aquí un hombre voraz y bebedor, amigo de publicanos y de pecadores3.

Ataques sistemáticos a la fama, denigración de la conducta intachable: esta crítica mordaz y punzante sufrió Jesucristo, y no es raro que algunos reserven el mismo sistema a los que, conscientes de sus lógicas y naturales miserias y errores personales, menudos e inevitables —añadiría— dada la humana debilidad, desean seguir al Maestro. Pero la comprobación de esas realidades no debe llevarnos a justificar tales pecados y delitos —habladurías se les llama, con sospechosa comprensión— contra el buen nombre de nadie. Jesús anuncia que si al padre de familia lo han apodado Belcebú, no es de esperar que se conduzcan mejor con los de su casa4; pero aclara también que quien llamare a su hermano fatuo, será reo del fuego del infierno5.

¿De dónde nace esta apreciación injusta con los demás? Parece como si algunos tuvieran continuamente puestas unas anteojeras, que les alteran la vista. No estiman, por principio, que sea posible la rectitud o, al menos, la lucha constante por portarse bien. Reciben todo, como reza el antiguo adagio filosófico, según el recipiente: en su previa deformación. Para ellos, hasta lo más recto, refleja —a pesar de todo— una postura torcida que, hipócritamente, adopta apariencia de bondad. Cuando descubren claramente el bien, escribe San Gregorio, escudriñan para examinar si hay además algún mal oculto6.

Notas
1

Ioh IX, 1.

2

Ioh IX, 2.

3

Mt XI, 18-19.

4

Cfr. Mt X, 25.

5

Mt V, 22.

6

S. Gregorio Magno, Moralia, 6, 22 (PL 75, 750).

Referencias a la Sagrada Escritura
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