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Colirio en los ojos

El pecado de los fariseos no consistía en no ver en Cristo a Dios, sino en encerrarse voluntariamente en sí mismos; en no tolerar que Jesús, que es la luz, les abriera los ojos17. Esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes. El fariseo que, creyéndose luz, no deja que Dios le abra los ojos, es el mismo que tratará soberbia e injustamente al prójimo: yo te doy gracias de que no soy como los otros hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano18, reza. Y al ciego de nacimiento, que persiste en contar la verdad de la cura milagrosa, le ofenden: saliste del vientre de tu madre envuelto en pecados, ¿y tú nos das lecciones? Y le arrojaron fuera19.

Entre los que no conocen a Cristo hay muchos hombres honrados que, por elemental miramiento, saben comportarse delicadamente: son sinceros, cordiales, educados. Si ellos y nosotros no nos oponemos a que Cristo cure la ceguera que todavía queda en nuestros ojos, si permitimos que el Señor nos aplique ese lodo que, en sus manos, se convierte en el colirio más eficaz, percibiremos las realidades terrenas y vislumbraremos las eternas con una luz nueva, con la luz de la fe: habremos adquirido una mirada limpia.

Esta es la vocación del cristiano: la plenitud de esa caridad que es paciente, bienhechora, no tiene envidia, no actúa temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no es interesada, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace en la verdad, a todo se acomoda, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta20.

La caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo; no se para en el gusto por la filantropía. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien.

Contemplad la escena de la curación del cojo, que nos cuentan los Hechos de los Apóstoles. Subían Pedro y Juan al templo y, al pasar, encuentran a un hombre sentado a la puerta; era cojo desde su nacimiento. Todo recuerda aquella otra curación del ciego. Pero ahora los discípulos no piensan que la desgracia se deba a los pecados personales del enfermo o a las faltas de sus padres. Y le dicen: en el nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y camina21. Antes derramaban incomprensión, ahora misericordia; antes juzgaban temerariamente, ahora curan milagrosamente en el nombre del Señor. ¡Siempre Cristo, que pasa! Cristo, que sigue pasando por las calles y por las plazas del mundo, a través de sus discípulos, los cristianos: le pido fervorosamente que pase por el alma de alguno de los que me escuchan en estos momentos.

Notas
17

Cfr. Ioh IX, 39-41.

18

Lc XVIII, 11.

19

Ioh IX, 34.

20

1 Cor XIII, 4-7.

21

Act III, 6.

Referencias a la Sagrada Escritura
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