Otra vez a luchar

Sigue el consejo de San Pablo: hora est iam nos de somno surgere! —¡ya es hora de trabajar! —De trabajar por dentro, en la edificación de tu alma; y por fuera, desde tu lugar, en la edificación del Reino de Dios.

Me dices, contrito: "¡cuánta miseria me veo! Me encuentro, tal es mi torpeza y tal el bagaje de mis concupiscencias, como si nunca hubiera hecho nada por acercarme a Dios. Comenzar, comenzar: ¡oh, Señor, siempre en los comienzos! Procuraré, sin embargo, empujar con toda mi alma en cada jornada".

—Que El bendiga esos afanes tuyos.

Padre, me has comentado: yo tengo muchas equivocaciones, muchos errores.

—Ya lo sé, te he respondido. Pero Dios Nuestro Señor, que también lo sabe y cuenta con eso, sólo te pide la humildad de reconocerlo, y la lucha para rectificar, para servirle cada día mejor, con más vida interior, con una oración continua, con la piedad y con el empleo de los medios adecuados para santificar tu trabajo.

¡Ojalá adquieras —las quieres alcanzar— las virtudes del borrico!: humilde, duro para el trabajo y perseverante, ¡tozudo!, fiel, segurísimo en su paso, fuerte y —si tiene buen amo— agradecido y obediente.

Sigue considerando las cualidades del borrico, y fíjate en que el burro, para hacer algo de provecho, ha de dejarse dominar por la voluntad de quien le lleva…: solo, no haría más que… burradas. De seguro que no se le ocurre otra cosa mejor que revolcarse en el suelo, correr al pesebre… y rebuznar.

¡Ah Jesús! —díselo tú también—: ut iumentum factus sum apud te! —me has hecho tu borriquillo; no me dejes, et ego semper tecum! —y estaré siempre Contigo. Llévame fuertemente atado con tu gracia: tenuisti manum dexteram meam… —me has cogido por el ronzal; et in voluntate tua deduxisti me… —y hazme cumplir tu Voluntad. ¡Y así te amaré por los siglos sin fin! —et cum gloria suscepisti me!

Hasta la mortificación más insignificante te parece una epopeya. A veces, Jesús se sirve de tus "rarezas", de tus pequeñeces, para que te mortifiques, haciendo de la necesidad virtud.

Jesús mío, quiero corresponder a tu Amor, pero soy flojo.

—¡Con tu gracia, sabré!

La vida espiritual es —lo repito machaconamente, de intento— un continuo comenzar y recomenzar.

—¿Recomenzar? ¡Sí!: cada vez que haces un acto de contrición —y a diario deberíamos hacer muchos—, recomienzas, porque das a Dios un nuevo amor.

No podemos conformarnos con lo que hacemos en nuestro servicio a Dios, como un artista no se queda satisfecho con el cuadro o la estatua que sale de sus manos. Todos le dicen: es una maravilla; pero él piensa: no, no es esto; yo querría más. Así deberíamos reaccionar nosotros.

Además, el Señor nos da mucho, tiene derecho a nuestra más plena correspondencia…, y hay que ir a su paso.

Te falta fe…, y te falta amor. Si no, acudirías inmediatamente y con más frecuencia a Jesús, pidiéndole por esto y por lo otro.

—No esperes más, invócale, y oirás que Cristo te habla: "¿qué quieres que te haga?", como atendió a aquel cieguecito que, desde la vera del camino, no se cansó de insistir.

Escribía aquel amigo nuestro: "muchas veces pedí perdón al Señor por mis grandísimos pecados; le dije que le quería, besando el Crucifijo, y le di las gracias por sus providencias paternales de estos días. Me sorprendí, como hace años, diciendo —sin darme cuenta hasta después—: Dei perfecta sunt opera —todas las obras de Dios son perfectas. A la vez me quedó la seguridad plena, sin ningún género de duda, de que ésa es la respuesta de mi Dios a su criatura pecadora, pero amante. ¡Todo lo espero de El! ¡¡Bendito sea!!"

Me apresuré a responderle: "el Señor siempre se comporta como un buen Padre, y nos ofrece continuas pruebas de su Amor: cifra toda tu esperanza en El…, y sigue luchando".

¡Oh, Jesús! Si, siendo ¡como he sido! —pobre de mí—, has hecho lo que has hecho…; si yo correspondiera, ¿qué harías?

Esta verdad te ha de llevar a una generosidad sin tregua.

Llora, y duélete con pena y con amor, porque el Señor y su Madre bendita merecen otro comportamiento de tu parte.

Aunque a veces se meta en tu alma la desgana, y te parezca que lo dices sólo con la boca, renueva tus actos de fe, de esperanza, de amor. ¡No te duermas!, porque, si no, en medio de lo bueno, vendrá lo malo y te arrastrará.

Haz así tu oración: si he de hacer algo de provecho, Jesús, has de hacerlo Tú por mí. Que se cumpla tu Voluntad: la amo, ¡aunque tu Voluntad permita que yo esté siempre como ahora, penosamente cayendo, y Tú levantándome!

Hazme santo, mi Dios, aunque sea a palos. No quiero ser la rémora de tu Voluntad. Quiero corresponder, quiero ser generoso… Pero, ¿qué querer es el mío?

Estás lleno de preocupación porque no amas como debes. Te fastidia todo. Y el enemigo hace lo que puede para que tu mal genio salga a relucir.

—Comprendo que estés muy humillado, y precisamente por esto has de reaccionar con eficacia y sin demora.

No es verdadera santidad —será, en el mejor de los casos, su caricatura— aquélla que obliga a pensar que "para aguantar a un santo, se necesitan dos santos".

El diablo trata de apartarnos de Dios y, si te dejas dominar por él, las criaturas honradas "se apartarán" de ti, porque "se apartan" de los amigos o de los poseídos de satanás.

Cuando hables con el Señor, también si piensas que lo tuyo es todo palabrería, pídele una mayor entrega, un adelantamiento más decidido en la perfección cristiana: ¡que te encienda más!

Renueva tu propósito firme de vivir con "voluntariedad actual" tu vida de cristiano: a todas horas y en todas las circunstancias.

No pongas obstáculos a la gracia: has de convencerte de que, para ser levadura, necesitas ser santo, luchar para identificarte con El.

Di despacio, con ánimo sincero: nunc coepi! —¡ahora comienzo!

No te desanimes si, desgraciadamente, no ves en ti la mudanza, efecto de la diestra del Señor…: desde la bajeza tuya, puedes gritar: ¡ayúdame, Jesús mío, porque quiero cumplir tu Voluntad…, tu amabilísima Voluntad!

De acuerdo: tu preocupación deben ser "ellos". Pero tu primera preocupación debes ser tú mismo, tu vida interior; porque, de otro modo, no podrás servirles.

¡Cuánto te cuesta esa mortificación que el Espíritu Santo te sugiere! Mira con detenimiento un Crucifijo…, y amarás esa expiación.

¡Clavarse en la Cruz! Esta aspiración, como luz nueva, venía a la inteligencia, al corazón y a los labios de aquella alma, muchas veces.

—¿Clavarse en la Cruz?: ¡cuánto cuesta!, se decía. Y eso que sabía muy bien el camino: agere contra! —negarse a sí mismo. Por eso suplicaba: ¡ayúdame, Señor!

Situados en el Calvario, donde Jesús ha muerto, la experiencia de nuestros personales pecados debe conducirnos al dolor: a una decisión más madura y más honda de no ofenderle de nuevo.

Cada día un poco más —igual que al tallar una piedra o una madera—, hay que ir limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida personal, con espíritu de penitencia, con pequeñas mortificaciones, que son de dos tipos: las activas —ésas que buscamos, como florecicas que recogemos a lo largo del día—, y las pasivas, que vienen de fuera y nos cuesta aceptarlas. Luego, Jesucristo va poniendo lo que falta.

—¡Qué Crucifijo tan estupendo vas a ser, si respondes con generosidad, con alegría, del todo!

El Señor, con los brazos abiertos, te pide una constante limosna de amor.

Acércate a Jesús muerto por ti, acércate a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota…

Pero acércate con sinceridad, con ese recogimiento interior que es señal de madurez cristiana: para que los sucesos divinos y humanos de la Pasión penetren en tu alma.

Hemos de aceptar la mortificación con los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en su Pasión Santa.

La mortificación es premisa necesaria para todo apostolado, y para la perfecta ejecución de cada apostolado.

El espíritu de penitencia está principalmente en aprovechar esas abundantes pequeñeces —acciones, renuncias, sacrificios, servicios…— que encontramos cada día en el camino, convirtiéndolas en actos de amor, de contrición, en mortificaciones, y formar así un ramillete al final del día: ¡un hermoso ramo, que ofrecemos a Dios!

El mejor espíritu de sacrificio es la perseverancia en el trabajo comenzado: cuando se hace con ilusión, y cuando resulta cuesta arriba.

Somete a la consideración de tu Director espiritual tu plan de mortificaciones, para que él las modere.

—Pero moderarlas no quiere decir siempre disminuirlas, sino también aumentarlas, si lo considera conveniente. —Y, sea lo que sea, ¡acéptalo!

Podemos decir, como San Agustín, que las pasiones malas nos tiran de la ropa, para abajo. Al mismo tiempo, notamos dentro del corazón deseos grandes, nobles, limpios, y hay una lucha.

—Si tú, con la gracia del Señor, pones los medios ascéticos: la búsqueda de la presencia de Dios, la mortificación —no te asustes: la penitencia—, irás adelante, tendrás paz, y alcanzarás la victoria.

La guarda del corazón. —Así rezaba aquel sacerdote: "Jesús, que mi pobre corazón sea huerto sellado; que mi pobre corazón sea un paraíso, donde vivas Tú; que el Angel de mi Guarda lo custodie, con espada de fuego, con la que purifique todos los afectos antes de que entren en mí; Jesús, con el divino sello de tu Cruz, sella mi pobre corazón".

Vida limpia, ¡con valentía!, cada uno en su estado: hay que saber decir que no, por el gran Amor con mayúscula.

Hay un refrán que es muy claro: entre santa y santo, pared de cal y canto.

—Hemos de guardar el corazón y los sentidos, apartándonos siempre de la ocasión. ¡Es preciso evitar la pasión, por santa que parezca!

¡Dios mío!: encuentro gracia y belleza en todo lo que veo: guardaré la vista a todas horas, por Amor.

Tú, cristiano, y por cristiano hijo de Dios, has de sentir la grave responsabilidad de corresponder a las misericordias que has recibido del Señor, con una actitud de vigilante y amorosa firmeza, para que nada ni nadie pueda desdibujar los rasgos peculiares del Amor, que El ha impreso en tu alma.

Has llegado a una gran intimidad con este nuestro Dios, que tan cerca está de ti, tan dentro de tu alma…, pero, ¿procuras que aumente, que se haga más honda? ¿Evitas que se metan por medio pequeñeces que puedan enturbiar esa amistad?

—¡Sé valiente! No te niegues a cortar todo lo que, aunque sea levemente, cause dolor a Quien tanto te ama.

La vida de Jesucristo, si le somos fieles, se repite en la de cada uno de nosotros de algún modo, tanto en su proceso interno —en la santificación— como en la conducta externa.

—Agradécele su bondad.

Me parece muy oportuno que con frecuencia manifiestes al Señor un deseo ardiente, grande, de ser santo, aunque te veas lleno de miserias…

—Hazlo, ¡precisamente por esto!

Tú, que has visto clara tu condición de hijo de Dios, aunque ya no la volvieras a ver —¡no sucederá!—, debes continuar adelante en tu camino, para siempre, por sentido de fidelidad, sin volver la cara atrás.

Propósito: ser fiel —heroicamente fiel y sin excusas— al horario, en la vida ordinaria y en la extraordinaria.

Habrás pensado alguna vez, con santa envidia, en el Apóstol adolescente, Juan, quem diligebat Iesus —al que amaba Jesús.

—¿No te gustaría merecer que te llamaran "el que ama la Voluntad de Dios"? Pon los medios, día a día.

Ten esta seguridad: el deseo —¡con obras!— de conducirte como buen hijo de Dios da juventud, serenidad, alegría y paz permanentes.

Si vuelves a abandonarte en las manos de Dios, recibirás, del Espíritu Santo, luces en el entendimiento y vigor en la voluntad.

Escucha de labios de Jesús aquella parábola que relata San Juan en su Evangelio: Ego sum vitis, vos palmites —Yo soy la vid; vosotros, los sarmientos.

Ya tienes en la imaginación, en el entendimiento, la parábola entera. Y ves que un sarmiento separado de la cepa, de la vid, no sirve para nada, no se llenará de fruto, correrá la suerte de un palo seco, que pisarán los hombres o las bestias, o que se echará al fuego…

—Tú eres el sarmiento: deduce todas las consecuencias.

Hoy he vuelto a rezar lleno de confianza, con esta petición: Señor, que no nos inquieten nuestras pasadas miserias ya perdonadas, ni tampoco la posibilidad de miserias futuras; que nos abandonemos en tus manos misericordiosas; que te hagamos presentes nuestros deseos de santidad y apostolado, que laten como rescoldos bajo las cenizas de una aparente frialdad…

—Señor, sé que nos escuchas. Díselo tú también.

Al abrir tu alma, ¡sé sincero! y, sin dorar la píldora, que a veces es infantilismo, habla.

Luego, con docilidad, sigue adelante: serás más santo, más feliz.

No busques consuelos fuera de Dios. —Mira lo que escribía aquel sacerdote: ¡nada de desahogar el corazón, sin necesidad, con ningún otro amigo!

La santidad se alcanza con el auxilio del Espíritu Santo —que viene a inhabitar en nuestras almas—, mediante la gracia que se nos concede en los sacramentos, y con una lucha ascética constante.

Hijo mío, no nos hagamos ilusiones: tú y yo —no me cansaré de repetirlo— tendremos que pelear siempre, siempre, hasta el final de nuestra vida. Así amaremos la paz, y daremos la paz, y recibiremos el premio eterno.

No te limites a hablar al Paráclito, ¡óyele!

En tu oración, considera que la vida de infancia, al hacerte descubrir con hondura que eres hijo de Dios, te llenó de amor filial al Padre; piensa que, antes, has ido por María a Jesús, a quien adoras como amigo, como hermano, como amante suyo que eres…

Después, al recibir este consejo, has comprendido que, hasta ahora, sabías que el Espíritu Santo habitaba en tu alma, para santificarla…, pero no habías "comprendido" esa verdad de su presencia. Ha sido precisa esa sugerencia: ahora sientes el Amor dentro de ti; y quieres tratarle, ser su amigo, su confidente…, facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender…

¡No sabré hacerlo!, pensabas. —Oyele, te insisto. El te dará fuerzas, El lo hará todo, si tú quieres…, ¡que sí quieres!

—Rézale: Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderme, y seguirte y amarte.

Para acercarte a Dios, para volar hasta Dios, necesitas las alas recias y generosas de la Oración y de la Expiación.

Para evitar la rutina en las oraciones vocales, procura recitarlas con el mismo amor con que habla por primera vez el enamorado…, y como si fuera la última ocasión en que pudieras dirigirte al Señor.

Si estás orgulloso de ser hijo de Santa María, pregúntate: ¿cuántas manifestaciones de devoción a la Virgen tengo durante la jornada, de la mañana a la noche?

Dos razones hay, entre otras, se decía aquel amigo, para que desagravie a mi Madre Inmaculada todos los sábados y vísperas de sus fiestas.

—La segunda es que los domingos y las fiestas de la Virgen (que suelen ser fiestas de pueblos), en vez de dedicarlos las gentes a la oración, los dedican —basta abrir los ojos y ver— a ofender con pecados públicos y crímenes escandalosos a Nuestro Jesús.

La primera: que los que queremos ser buenos hijos no vivimos, quizá empujados por satanás, con la atención debida esos días dedicados al Señor y a su Madre.

—Ya te das cuenta de que, por desgracia, siguen muy de actualidad esas razones, para que también nosotros desagraviemos.

Siempre he entendido la oración del cristiano como una conversación amorosa con Jesús, que no debe interrumpirse ni aun en los momentos en los que físicamente estamos alejados del Sagrario, porque toda nuestra vida está hecha de coplas de amor humano a lo divino…, y amar podemos siempre.

Es tanto el Amor de Dios por sus criaturas, y habría de ser tanta nuestra correspondencia que, al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes.

Los sarmientos, unidos a la vid, maduran y dan frutos.

—¿Qué hemos de hacer tú y yo? Estar muy pegados, por medio del Pan y de la Palabra, a Jesucristo, que es nuestra vid…, diciéndole palabras de cariño a lo largo de todo el día. Los enamorados hacen así.

Ama mucho al Señor. Custodia en tu alma, y foméntala, esta urgencia de quererle. Ama a Dios, precisamente ahora, cuando quizá bastantes de los que le tienen en sus manos no le quieren, le maltratan y le descuidan.

¡Trátame muy bien al Señor, en la Santa Misa y durante la jornada entera!

La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios.

—¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración.

La santidad personal no es una entelequia, sino una realidad precisa, divina y humana, que se manifiesta constantemente en hechos diarios de Amor.

El espíritu de oración que anima la vida entera de Jesucristo entre los hombres, nos enseña que todas las obras —grandes y pequeñas— han de ir precedidas, acompañadas y seguidas de oración.

Contempla y vive la Pasión de Cristo, con El: pon —con frecuencia cotidiana— tus espaldas, cuando le azotan; ofrece tu cabeza a la corona de espinas.

—En mi tierra dicen: "amor con amor se paga".

El que ama no pierde un detalle. Lo he visto en tantas almas: esas pequeñeces son una cosa muy grande: ¡Amor!

Ama a Dios por los que no le aman: debes hacer carne de tu carne este espíritu de desagravio y de reparación.

Si en algún momento se hace más difícil la lucha interior, será la ocasión buena de mostrar que nuestro Amor es de verdad.

Tienes certeza de que fue Dios quien te hizo ver, claramente, que debes volver a las pequeñeces más pueriles de tu antigua vida interior; y perseverar por meses, y hasta por años, en esas menudencias heroicas (la sensibilidad, dormida tantas veces para el bien, no cuenta), con tu voluntad quizá fría, pero decidida a cumplirlas por Amor.

Persevera, voluntariamente y con amor —aunque estés seco—, en tu vida de piedad. Y no te importe si te sorprendes contando los minutos o los días que faltan para acabar esa norma de piedad o ese trabajo, con el turbio regocijo que pone, en semejante operación, el chico mal estudiante, que sueña con que se termine el curso; o el quincenario, que espera volver a sus andadas, al abrirle las puertas de la cárcel.

Persevera —insisto— con eficaz y actual voluntad, sin dejar ni un instante de querer hacer y aprovechar esos medios de piedad.

Vive la fe, alegre, pegado a Jesucristo. —Amale de verdad —¡de verdad, de verdad!—, y serás protagonista de la gran Aventura del Amor, porque estarás cada día más enamorado.

Dile despacio al Maestro: ¡Señor, sólo quiero servirte! ¡Sólo quiero cumplir mis deberes, y amarte con alma enamorada! Hazme sentir tu paso firme a mi lado. Sé Tú mi único apoyo.

—Díselo despacio…, ¡y díselo de veras!

Necesitas vida interior y formación doctrinal. ¡Exígete! —Tú —caballero cristiano, mujer cristiana— has de ser sal de la tierra y luz del mundo, porque estás obligado a dar ejemplo con una santa desvergüenza.

—Te ha de urgir la caridad de Cristo y, al sentirte y saberte otro Cristo desde el momento en que le has dicho que le sigues, no te separarás de tus iguales —tus parientes, tus amigos, tus colegas—, lo mismo que no se separa la sal del alimento que condimenta.

Tu vida interior y tu formación comprenden la piedad y el criterio que ha de tener un hijo de Dios, para sazonarlo todo con su presencia activa.

Pide al Señor que siempre seas ese buen condimento en la vida de los demás.

Los cristianos venimos a recoger, con espíritu de juventud, el tesoro del Evangelio —que siempre es nuevo—, para hacerlo llegar a todos los rincones de la tierra.

Necesitas imitar a Jesucristo, y darlo a conocer con tu conducta. No me olvides que Cristo asumió nuestra naturaleza, para introducir a todos los hombres en la vida divina, de modo que —uniéndonos a El— vivamos individual y socialmente los mandatos del Cielo.

Tú, por tu condición de cristiano, no puedes vivir de espaldas a ninguna inquietud, a ninguna necesidad de tus hermanos los hombres.

¡Con cuánta insistencia el Apóstol San Juan predicaba el mandatum novum! —"¡Que os améis los unos a los otros!"

—Me pondría de rodillas, sin hacer comedia —me lo grita el corazón—, para pediros por amor de Dios que os queráis, que os ayudéis, que os deis la mano, que os sepáis perdonar.

—Por lo tanto, a rechazar la soberbia, a ser compasivos, a tener caridad; a prestaros mutuamente el auxilio de la oración y de la amistad sincera.

Sólo serás bueno, si sabes ver las cosas buenas y las virtudes de los demás.

—Por eso, cuando hayas de corregir, hazlo con caridad, en el momento oportuno, sin humillar…, y con ánimo de aprender y de mejorar tú mismo en lo que corrijas.

Ama y practica la caridad, sin límites y sin discriminaciones, porque es la virtud que nos caracteriza a los discípulos del Maestro.

—Sin embargo, esa caridad no puede llevarte —dejaría de ser virtud— a amortiguar la fe, a quitar las aristas que la definen, a dulcificarla hasta convertirla, como algunos pretenden, en algo amorfo que no tiene la fuerza y el poder de Dios.

Has de convivir, has de comprender, has de ser hermano de tus hermanos los hombres, has de poner amor —como dice el místico castellano— donde no hay amor, para sacar amor.

La crítica, cuando tengas que hacerla, debe ser positiva, con espíritu de colaboración, constructiva, y nunca a escondidas del interesado.

—Si no, es una traición, una murmuración, una difamación, quizá una calumnia… y, siempre, una falta de hombría de bien.

Cuando veas que la gloria de Dios y el bien de la Iglesia exigen que hables, no te calles.

—Piénsalo: ¿quién no sería valiente de cara a Dios, con la eternidad por delante? No hay nada que perder y, en cambio, sí mucho que ganar. Entonces, ¿por qué no te atreves?

No somos buenos hermanos de nuestros hermanos los hombres, si no estamos dispuestos a mantener una recta conducta, aunque quienes nos rodeen interpreten mal nuestra actuación, y reaccionen de un modo desagradable.

Tu amor y tu servicio a la Iglesia Santa no pueden estar condicionados por la mayor o menor santidad personal de los que la componen, aunque deseemos ardientemente la perfección cristiana en todos.

—Has de amar a la Esposa de Cristo, tu Madre, que está, y estará siempre, limpia y sin mancilla.

La labor de nuestra santificación personal repercute en la santidad de tantas almas y en la de la Iglesia de Dios.

¡Persuádete!, si quieres —como Dios te oye, te ama, te promete la gloria—, tú, protegido por la mano omnipotente de tu Padre del Cielo, puedes ser una persona llena de fortaleza, dispuesta a dar testimonio en todas partes de su amable doctrina verdadera.

El campo del Señor es fértil y buena su semilla. Por eso, cuando en este mundo nuestro aparece la cizaña, no lo dudes: ha habido falta de correspondencia de los hombres, de los cristianos especialmente, que se han dormido y han dejado el terreno abierto al enemigo.

—No te lamentes, que es estéril; y examina, en cambio, tu conducta.

Te hará pensar también a ti este comentario, que me dolió mucho: "veo con claridad la falta de resistencia, o la ineficacia de esa resistencia a las leyes infames, porque hay arriba, abajo, y en medio, muchos, ¡pero muchos!, adocenados".

Los enemigos de Dios y de su Iglesia, manejados por el odio imperecedero de satanás, se mueven y se organizan sin tregua.

Con una constancia "ejemplar", preparan sus cuadros, mantienen escuelas, directivos y agitadores y, con una acción disimulada —pero eficaz—, propagan sus ideas, y llevan —a los hogares y a los lugares de trabajo— su semilla destructora de toda ideología religiosa.

—¿Qué no habremos de hacer los cristianos por servir al Dios nuestro, siempre con la verdad?

No confundas la serenidad con la pereza, con el abandono, con el retraso en las decisiones o en el estudio de los asuntos.

La serenidad se complementa siempre con la diligencia, virtud necesaria para considerar y resolver, sin demora, las cuestiones pendientes.

—Hijo: ¿dónde está el Cristo que las almas buscan en ti?: ¿en tu soberbia?, ¿en tus deseos de imponerte a los otros?, ¿en esas pequeñeces de carácter en las que no te quieres vencer?, ¿en esa tozudez?… ¿Está ahí Cristo? —¡¡No!!

—De acuerdo: debes tener personalidad, pero la tuya ha de procurar identificarse con Cristo.

Te propongo una buena norma de conducta para vivir la fraternidad, el espíritu de servicio: que, cuando faltes, los demás puedan sacar adelante la tarea que llevas entre manos, por la experiencia que generosamente les transmitas, sin hacerte imprescindible.

Sobre ti recae —a pesar de tus pasiones— la responsabilidad de la santidad, de la vida cristiana de los demás, de la eficacia de los otros.

Tú no eres una pieza aislada. Si te paras, ¡a cuántos puedes detener o perjudicar!

Piensa en tu Madre la Iglesia Santa, y considera que, si un miembro se resiente, todo el cuerpo se resiente.

—Tu cuerpo necesita de cada uno de los miembros, pero cada uno de los miembros necesita del cuerpo entero. —¡Ay, si mi mano dejara de cumplir su deber…, o si dejara de latir el corazón!

Lo has visto con claridad: mientras tanta gente no le conoce, Dios se ha fijado en ti. Quiere que seas fundamento, sillar, en el que se apoye la vida de la Iglesia.

Medita esta realidad, y sacarás muchas consecuencias prácticas para tu conducta ordinaria: el fundamento, el sillar —quizá sin brillar, oculto— ha de ser sólido, sin fragilidades; tiene que servir de base para el sostenimiento del edificio…; si no, se queda aislado.

Como te sientes fundamento escogido por Dios para corredimir —no te olvides de que eres… miseria y miseria—, tu humildad te ha de llevar a colocarte debajo de los pies —al servicio— de todos. —Así están los cimientos de los edificios.

Pero el fundamento ha de tener fortaleza, que es virtud indispensable en quien ha de sostener o empujar a otros.

—Jesús —díselo con fuerza—, que nunca, por falsa humildad, deje de practicar la virtud cardinal de la fortaleza. Dame, Dios mío, que discierna el oro de la escoria.

Madre nuestra, ¡nuestra Esperanza!, ¡qué seguros estamos, pegaditos a Ti, aunque todo se bambolee!

Referencias a la Sagrada Escritura
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