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Al considerar la hermosura, la grandeza y la eficacia de la tarea apostólica, aseguras que llega a dolerte la cabeza, pensando en el camino que queda por recorrer —¡cuántas almas esperan!—; y te sientes felicísimo, ofreciéndote a Jesús por esclavo suyo. Tienes ansias de Cruz y de dolor y de Amor y de almas. Sin querer, en movimiento instintivo —que es Amor—, extiendes los brazos y abres las palmas, para que El te cosa a su Cruz bendita: para ser su esclavo —«serviam!»—, que es reinar.

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