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Pensar en la Muerte de Cristo se traduce en una invitación a situarnos ante nuestro quehacer cotidiano, con absoluta sinceridad, y a tomarnos en serio la fe que profesamos.

Ha de ser una ocasión de ahondar en la hondura del Amor de Dios, para poder así —con la palabra y con las obras— mostrarlo a los hombres.

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