Vida interior

Más consigue aquél que importuna más de cerca… Por eso, acércate a Dios: empéñate en ser santo.

Me gusta comparar la vida interior a un vestido, al traje de bodas de que habla el Evangelio. El tejido se compone de cada uno de los hábitos o prácticas de piedad que, como fibras, dan vigor a la tela. Y así como un traje con un desgarrón se desprecia, aunque el resto esté en buenas condiciones, si haces oración, si trabajas…, pero no eres penitente —o al revés—, tu vida interior no es —por decirlo así— cabal.

¡A ver cuándo te enteras de que tu único camino posible es buscar seriamente la santidad!

Decídete —no te ofendas— a tomar en serio a Dios. Esa ligereza tuya, si no la combates, puede acabar en una triste burla blasfema.

Unas veces dejas que salte tu mal carácter, que aflora, en más de una ocasión, con una dureza disparatada. Otras, no te ocupas en aderezar tu corazón y tu cabeza, con el fin de que sean aposento regalado para la Santísima Trinidad… Y siempre, acabas por quedarte un tanto lejos de Jesús, a quien conoces poco…

—Así, jamás tendrás vida interior.

«Iesus Christus, perfectus Deus, perfectus Homo» —Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre.

Muchos son los cristianos que siguen a Cristo, pasmados ante su divinidad, pero le olvidan como Hombre…, y fracasan en el ejercicio de las virtudes sobrenaturales —a pesar de todo el armatoste externo de piedad—, porque no hacen nada por adquirir las virtudes humanas.

Remedio para todo: ¡santidad personal! —Por eso, los santos han estado llenos de paz, de fortaleza, de alegría, de seguridad…

Hasta ahora no habías comprendido el mensaje que los cristianos traemos a los demás hombres: la escondida maravilla de la vida interior.

¡Qué mundo nuevo les estás poniendo delante!

¡Cuántas cosas nuevas has descubierto! —Sin embargo, a veces eres un ingenuo, y piensas que has visto todo, que estás ya enterado de todo… Luego, tocas con tus manos la riqueza única e insondable de los tesoros del Señor, que siempre te mostrará “cosas nuevas”, si tú respondes con amor y delicadeza: y entonces comprendes que estás al principio del camino, porque la santidad consiste en la identificación con Dios, con ese Dios nuestro, que es infinito, inagotable.

Con el Amor, más que con el estudio, se llega a comprender las “cosas de Dios”.

Por eso, has de trabajar, has de estudiar, has de aceptar la enfermedad, has de ser sobrio… ¡amando!

Para tu examen diario: ¿he dejado pasar alguna hora, sin hablar con mi Padre Dios?… ¿He conversado con El, con amor de hijo? —¡Puedes!

Vamos a no engañarnos… —Dios no es una sombra, un ser lejano, que nos crea y luego nos abandona; no es un amo que se va y ya no vuelve. Aunque no lo percibamos con nuestros sentidos, su existencia es mucho más verdadera que la de todas las realidades que tocamos y vemos. Dios está aquí, con nosotros, presente, vivo: nos ve, nos oye, nos dirige, y contempla nuestras menores acciones, nuestras intenciones más escondidas.

Creemos esto…, pero ¡vivimos como si Dios no existiera! Porque no tenemos para El ni un pensamiento, ni una palabra; porque no le obedecemos, ni tratamos de dominar nuestras pasiones; porque no le expresamos amor, ni le desagraviamos…

—¿Vamos a seguir viviendo con una fe muerta?

Si tuvieras presencia de Dios, cuántas actuaciones “irremediables” remediarías.

¿Cómo vas a vivir la presencia de Dios, si no haces más que mirar a todas partes?… —Estás como borracho de futilidades.

Es posible que te asuste esta palabra: meditación. —Te recuerda libros de tapas negras y viejas, ruido de suspiros o de rezos como cantilenas rutinarias… Pero eso no es meditación.

Meditar es considerar, contemplar que Dios es tu Padre, y tú, su hijo, necesitado de ayuda; y después darle gracias por lo que ya te ha concedido y por todo lo que te dará.

El único medio para conocer a Jesús: ¡tratarlo! En El, encontrarás siempre un Padre, un Amigo, un Consejero y un Colaborador para todas las actividades nobles de tu vida cotidiana… —Y, con el trato, se engendrará el Amor.

Si eres tenaz para asistir a diario a unas clases, sólo porque allí adquieres unos conocimientos… muy limitados, ¿cómo no tienes constancia para frecuentar al Maestro, siempre deseoso de enseñarte la ciencia de la vida interior, de sabor y contenido eternos?

¿Qué vale el hombre o el galardón más grande de la tierra, comparado con Jesucristo, que está siempre esperándote?

Un rato de meditación diaria —unión de amistad con Dios— es cosa propia de personas que saben aprovechar rectamente su vida; de cristianos conscientes, que obran en consecuencia.

Los enamorados no saben decirse adiós: se acompañan siempre.

—Tú y yo, ¿amamos así al Señor?

¿No has visto cómo, para agradar y bien parecer, se arreglan los que se aman?… —Pues así has de arreglar y componer tu alma.

La gracia actúa, de ordinario, como la naturaleza: por grados. —No podemos propiamente adelantarnos a la acción de la gracia: pero, en lo que de nosotros depende, hemos de preparar el terreno y cooperar, cuando Dios nos la concede.

Es menester lograr que las almas apunten muy alto: empujarlas hacia el ideal de Cristo; llevarlas hasta las últimas consecuencias, sin atenuantes ni paliativos de ningún género, sin olvidar que la santidad no es primordialmente obra de brazos. La gracia, normalmente, sigue sus horas, y no gusta de violencias.

Fomenta tus santas impaciencias…, pero no me pierdas la paciencia.

Corresponder a la gracia divina —preguntas—, ¿es de justicia…?, ¿de generosidad…?

—¡De Amor!

“Me bullen en la cabeza los asuntos en los momentos más inoportunos…”, dices.

Por eso te he recomendado que trates de lograr unos tiempos de silencio interior…, y la guarda de los sentidos externos e internos.

“Quédate con nosotros, porque ha oscurecido…” Fue eficaz la oración de Cleofás y su compañero.

—¡Qué pena, si tú y yo no supiéramos “detener” a Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no le pedimos que se quede!

Esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé —metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más—, son para que encarnes, para que “cumplas” el Evangelio en tu vida…, y para “hacerlo cumplir”.

Antes te “divertías” mucho… —Pero ahora que llevas a Cristo en ti, se ha llenado tu vida entera de sincera y comunicativa alegría. Por eso atraes a otros.

—Trátale más, para llegar a todos.

¡Cuidado: hila muy fino! —Procura que, al alzar tú la temperatura del ambiente que te rodea, no baje la tuya.

Acostúmbrate a referir todo a Dios.

¿No observas cómo muchos de tus compañeros saben demostrar gran delicadeza y sensibilidad, en su trato con las personas que aman: su novia, su mujer, sus hijos, su familia…?

—Diles —¡y exígete tú mismo!— que el Señor no merece menos: ¡que le traten así! Y aconséjales, además, que sigan con esa delicadeza y esa sensibilidad, pero vividas con El y por El, y alcanzarán una felicidad nunca soñada, también aquí en la tierra.

El Señor sembró en tu alma buena simiente. Y se valió —para esa siembra de vida eterna— del medio poderoso de la oración: porque tú no puedes negar que, muchas veces, estando frente al Sagrario, cara a cara, El te ha hecho oír —en el fondo de tu alma— que te quería para Sí, que habías de dejarlo todo… Si ahora lo niegas, eres un traidor miserable; y, si lo has olvidado, eres un ingrato.

Se ha valido también —no lo dudes, como no lo has dudado hasta ahora— de los consejos o insinuaciones sobrenaturales de tu Director, que te ha repetido insistentemente palabras que no debes pasar por alto; y se valió al comienzo, además —siempre para depositar la buena semilla en tu alma—, de aquel amigo noble, sincero, que te dijo verdades fuertes, llenas de amor de Dios.

—Pero, con ingenua sorpresa, has descubierto que el enemigo ha sembrado cizaña en tu alma. Y que la continúa sembrando, mientras tú duermes cómodamente y aflojas en tu vida interior. —Esta, y no otra, es la razón de que encuentres en tu alma plantas pegajosas, mundanas, que en ocasiones parece que van a ahogar el grano de trigo bueno que recibiste…

—¡Arráncalas de una vez! Te basta la gracia de Dios. No temas que dejen un hueco, una herida… El Señor pondrá ahí nueva semilla suya: amor de Dios, caridad fraterna, ansias de apostolado… Y, pasado el tiempo, no permanecerá ni el mínimo rastro de la cizaña: si ahora, que estás a tiempo, la extirpas de raíz; y mejor, si no duermes y vigilas de noche tu campo.

¡Dichosas aquellas almas bienaventuradas que, cuando oyen hablar de Jesús —y El nos habla constantemente—, le reconocen al punto como el Camino, la Verdad y la Vida!

—Bien te consta que, cuando no participamos de esa dicha, es porque nos ha faltado la determinación de seguirle.

Una vez más has sentido a Cristo muy cerca. —Y una vez más has comprendido que todo lo tienes que hacer por El.

Acércate más al Señor…, ¡más! —Hasta que se convierta en tu Amigo, en tu Confidente, en tu Guía.

Cada día te notas más metido en Dios…, me dices. —Entonces, cada día estarás más cerca de tus hermanos.

Si hasta ahora, antes de encontrarle, querías correr en tu vida con los ojos abiertos, para enterarte de todo; desde este momento…, ¡a correr con la mirada limpia!, para ver con El lo que verdaderamente te interesa.

Cuando hay vida interior, con la espontaneidad con que la sangre acude a la herida, así se recurre a Dios ante cualquier contrariedad.

“Esto es mi Cuerpo…”, y Jesús se inmoló, ocultándose bajo las especies de pan. Ahora está allí, con su Carne y con su Sangre, con su Alma y con su Divinidad: lo mismo que el día en el que Tomás metió los dedos en sus Llagas gloriosas.

Sin embargo, en tantas ocasiones, tú cruzas de largo, sin esbozar ni un breve saludo de simple cortesía, como haces con cualquier persona conocida que encuentras al paso.

—¡Tienes bastante menos fe que Tomás!

Si, para liberarte, hubieran encarcelado a un íntimo amigo tuyo, ¿no procurarías ir a visitarle, a charlar un rato con él, a llevarle obsequios, calor de amistad, consuelo?… Y, ¿si esa charla con el encarcelado fuese para salvarte a ti de un mal y procurarte un bien…, la abandonarías? Y, ¿si, en vez de un amigo, se tratase de tu mismo padre o de tu hermano?

—¡Entonces!

¡Jesús se ha quedado en la Hostia Santa por nosotros!: para permanecer a nuestro lado, para sostenernos, para guiarnos. —Y amor únicamente con amor se paga.

—¿Cómo no habremos de acudir al Sagrario, cada día, aunque sólo sea por unos minutos, para llevarle nuestro saludo y nuestro amor de hijos y de hermanos?

¿Has visto la escena? —Un sargento cualquiera o un alferecillo con poco mando…; de frente, se acerca un recluta bien plantado, de incomparables mejores condiciones que los oficiales, y no falta el saludo ni la contestación.

Medita en el contraste. —Desde el Sagrario de esa iglesia, Cristo —perfecto Dios, perfecto Hombre—, que ha muerto por ti en la Cruz, y que te da todos los bienes que necesitas…, se te acerca. Y tú, pasas sin fijarte.

Comenzaste con tu visita diaria… —No me extraña que me digas: empiezo a querer con locura la luz del Sagrario.

Que no falte a diario un “Jesús, te amo” y una comunión espiritual —al menos—, como desagravio por todas las profanaciones y sacrilegios, que sufre El por estar con nosotros.

¿No se saluda y se trata con cordialidad a todas las personas queridas? —Pues, tú y yo vamos a saludar —muchas veces al día— a Jesús, a María y a José, y a nuestro Angel Custodio.

Ten una devoción intensa a Nuestra Madre. Ella sabe corresponder finamente a los obsequios que le hagamos.

Además, si rezas todos los días, con espíritu de fe y de amor, el Santo Rosario, la Señora se encargará de llevarte muy lejos por el camino de su Hijo.

Sin el auxilio de Nuestra Madre, ¿cómo vamos a sostenernos en la lucha diaria? —¿Lo buscas constantemente?

El Angel Custodio nos acompaña siempre como testigo de mayor excepción. El será quien, en tu juicio particular, recordará las delicadezas que hayas tenido con Nuestro Señor, a lo largo de tu vida. Más: cuando te sientas perdido por las terribles acusaciones del enemigo, tu Angel presentará aquellas corazonadas íntimas —quizá olvidadas por ti mismo—, aquellas muestras de amor que hayas dedicado a Dios Padre, a Dios Hijo, a Dios Espíritu Santo.

Por eso, no olvides nunca a tu Custodio, y ese Príncipe del Cielo no te abandonará ahora, ni en el momento decisivo.

Tus comuniones eran muy frías: prestabas poca atención al Señor: con cualquier bagatela te distraías… —Pero, desde que piensas —en ese íntimo coloquio tuyo con Dios— que están presentes los Angeles, tu actitud ha cambiado…: “¡que no me vean así!”, te dices…

—Y mira cómo, con la fuerza del “qué dirán” —esta vez, para bien—, has avanzado un poquito hacia el Amor.

Cuando te veas con el corazón seco, sin saber qué decir, acude con confianza a la Virgen. Dile: Madre mía Inmaculada, intercede por mí.

Si la invocas con fe, Ella te hará gustar —en medio de esa sequedad— de la cercanía de Dios.

Referencias a la Sagrada Escritura
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