Pescadores de hombres

Veíamos, mientras hablábamos, las tierras de aquel continente. —Se te encendieron en lumbres los ojos, se llenó de impaciencia tu alma y, con el pensamiento en aquellas gentes, me dijiste: ¿será posible que, al otro lado de estos mares, la gracia de Cristo se haga ineficaz?

Luego, tú mismo te diste la respuesta: El, en su bondad infinita, quiere servirse de instrumentos dóciles.

¡Qué compasión te inspiran!… Querrías gritarles que están perdiendo el tiempo… ¿Por qué son tan ciegos, y no perciben lo que tú —miserable— has visto? ¿Por qué no han de preferir lo mejor?

—Reza, mortifícate, y luego —¡tienes obligación!— despiértales uno a uno, explicándoles —también uno a uno— que, lo mismo que tú, pueden encontrar un camino divino, sin abandonar el lugar que ocupan en la sociedad.

Empezaste con muchos bríos. Pero poco a poco te has ido achicando… Y vas a acabar metido en tu pobre caparazón, si sigues empequeñeciendo tu horizonte.

—¡Cada vez has de ensanchar más tu corazón, con hambres de apostolado!: de cien almas nos interesan las cien.

Agradece al Señor la continua delicadeza, paternal y maternal, con que te trata.

Tú, que siempre soñaste con grandes aventuras, te has comprometido en una empresa estupenda…, que te lleva a la santidad.

Insisto: agradéceselo a Dios, con una vida de apostolado.

Cuando te lances al apostolado, convéncete de que se trata siempre de hacer feliz, muy feliz, a la gente: la Verdad es inseparable de la auténtica alegría.

Personas de diversas naciones, de distintas razas, de muy diferentes ambientes y profesiones… Al hablarles de Dios, palpas el valor humano y sobrenatural de tu vocación de apóstol. Es como si revivieras, en su realidad total, el milagro de la primera predicación de los discípulos del Señor: frases dichas en lengua extraña, mostrando un camino nuevo, han sido oídas por cada uno en el fondo de su corazón, en su propia lengua. Y por tu cabeza pasa, tomando nueva vida, la escena de que “partos, medos y elamitas…” se han acercado felices a Dios.

Oyeme bien y hazme eco: el cristianismo es Amor; el trato con Dios es diálogo eminentemente afirmativo; la preocupación por los demás —el apostolado— no es un artículo de lujo, ocupación de unos pocos.

—Ahora que lo sabes, llénate de gozo, porque tu vida ha adquirido un sentido completamente distinto, y sé consecuente.

Naturalidad, sinceridad, alegría: condiciones indispensables, en el apóstol, para atraer a las gentes.

No podía ser más sencilla la manera de llamar Jesús a los primeros doce: “ven y sígueme”.

Para ti, que buscas tantas excusas con el fin de no continuar esa tarea, se acomoda como el guante a la mano la consideración de que muy pobre era la ciencia humana de aquellos primeros; y, sin embargo, ¡cómo removieron a quienes les escuchaban!

—No me lo olvides: la labor la sigue haciendo El, a través de cada uno de nosotros.

Las vocaciones de apóstol las envía Dios. Pero tú no debes dejar de poner los medios: oración, mortificación, estudio o trabajo, amistad, visión sobrenatural…, ¡vida interior!

Cuando te hablo de “apostolado de amistad”, me refiero a amistad “personal”, sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón.

En el apostolado de amistad y confidencia, el primer paso es la comprensión, el servicio…, y la santa intransigencia en la doctrina.

Quienes han encontrado a Cristo no pueden cerrarse en su ambiente: ¡triste cosa sería ese empequeñecimiento! Han de abrirse en abanico para llegar a todas las almas. Cada uno ha de crear —y de ensanchar— un círculo de amigos, sobre el que influya con su prestigio profesional, con su conducta, con su amistad, procurando que Cristo influya por medio de ese prestigio profesional, de esa conducta, de esa amistad.

Has de ser una brasa encendida, que lleve fuego a todas partes. Y, donde el ambiente sea incapaz de arder, has de aumentar su temperatura espiritual.

—Si no, estás perdiendo el tiempo miserablemente, y haciéndolo perder a quienes te rodean.

Cuando hay celo por las almas, siempre se encuentra gente buena, siempre se descubre terreno abonado. ¡No hay disculpa!

Convéncete: también ahí, hay muchos que pueden entender tu camino; almas que —consciente o inconscientemente— buscan a Cristo y no le encuentran. Pero “¿cómo oirán hablar de El, si nadie les habla?”

No me digas que cuidas tu vida interior, si no haces un apostolado intenso, sin pausa: el Señor —a Quien tú me aseguras que tratas— quiere que todos los hombres se salven.

Ese camino es muy difícil, te ha dicho. Y, al oírlo, has asentido ufano, recordando aquello de que la Cruz es la señal cierta del camino verdadero… Pero tu amigo se ha fijado sólo en la parte áspera del sendero, sin tener en cuenta la promesa de Jesús: “mi yugo es suave”.

Recuérdaselo, porque —quizá cuando lo sepa— se entregará.

¿Que no tiene tiempo?… Mejor. Precisamente a Cristo le interesan los que no tienen tiempo.

Al considerar que son muchos los que desaprovechan la gran ocasión, y dejan pasar de largo a Jesús, piensa: ¿de dónde me viene a mí esa llamada clara, tan providencial, que me mostró mi camino?

—Medítalo a diario: el apóstol ha de ser siempre otro Cristo, el mismo Cristo.

No te sorprendas y no te amilanes porque te ha reprochado que le hayas puesto frente a frente con Cristo, ni porque te haya añadido, indignado: “ya no puedo vivir tranquilo sin tomar una decisión…”

Encomiéndale… Es inútil que trates de tranquilizarle: quizá se le ha puesto en primer plano una antigua inquietud, la voz de su conciencia.

¿Se te escandalizan porque hablas de entrega a quienes nunca habían pensado en ese problema?… —Bien, ¿y qué?: si tú tienes vocación de apóstol de apóstoles.

No llegas a la gente, porque hablas un “idioma” distinto. Te aconsejo la naturalidad.

¡Esa formación tuya tan artificial!

¿Vacilas en lanzarte a hablar de Dios, de vida cristiana, de vocación…, porque no quieres hacer sufrir?… Olvidas que no eres tú quien llama, sino El: «ego scio quos elegerim» —yo sé bien a los que tengo escogidos.

Además, me disgustaría que, detrás de esos falsos respetos, se escondiera la comodidad

o la tibieza: ¿a estas alturas prefieres una pobre amistad humana a la amistad de Dios?

Has tenido una conversación con éste, con aquél, con el de más allá, porque te consume el celo por las almas.

Aquél cogió miedo; el otro consultó a un “prudente”, que le ha orientado mal… —Persevera: que ninguno pueda después excusarse afirmando «quia nemo nos conduxit» —nadie nos ha llamado.

Comprendo tu impaciencia santa, pero a la vez has de considerar que algunos necesitan pensárselo mucho, que otros irán respondiendo con el tiempo… Aguárdalos con los brazos abiertos: condimenta tu impaciencia santa con oración y mortificación abundantes. —Vendrán más jóvenes y generosos; se habrán sacudido su aburguesamiento y serán más valientes.

¡Cómo los espera Dios!

La fe es un requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.

Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en serio su vida interior, y otros —los más flojos— quedarán al menos alertados.

Días de auténtico alborozo: ¡tres más!

Se cumplen las palabras de Jesús: “mi Padre se glorifica en que vosotros llevéis mucho fruto, y seáis discípulos míos”.

Me has hecho sonreír, porque te entiendo muy bien, cuando me decías: me entusiasma la posibilidad de ir a nuevas tierras, a abrir brecha, quizá muy lejos… Tendría que enterarme de si hay hombres en la luna.

—Pide al Señor que te aumente ese celo apostólico.

A veces, cara a esas almas dormidas, entran unas ansias locas de gritarles, de sacudirlas, de hacerlas reaccionar, para que salgan de ese sopor terrible en que se hallan sumidas. ¡Es tan triste ver cómo andan, dando palos de ciego, sin acertar con el camino!

—Cómo comprendo ese llanto de Jesús por Jerusalén, como fruto de su caridad perfecta…

Profundiza cada día en la hondura apostólica de tu vocación cristiana. —El levantó hace veinte siglos —para que tú y yo lo proclamemos al oído de los hombres— un banderín de enganche, abierto a todos los que tienen un corazón sincero y capacidad de amar… ¡Qué llamadas más claras quieres que el «ignem veni mittere in terram» —fuego he venido a traer a la tierra, y la consideración de esos dos mil quinientos millones de almas que todavía no conocen a Cristo!

«Hominem non habeo» —no tengo a nadie que me ayude. Esto podrían asegurar, ¡desdichadamente!, muchos enfermos y paralíticos del espíritu, que pueden servir… y deben servir.

Señor: que nunca me quede indiferente ante las almas.

Ayúdame a pedir una nueva Pentecostés, que abrase otra vez la tierra.

“Si alguno de los que me siguen no aborrece a su padre y a su madre y a la mujer y a los hijos y a los hermanos y hermanas, y aun a su vida misma, no puede ser mi discípulo”.

Cada vez veo más claro, Señor, que los lazos de sangre, si no pasan por tu Corazón amabilísimo, son para unos motivo permanente de cruz; para otros, origen de tentaciones —más o menos directas— contra la perseverancia; para otros, causa de ineficacia absoluta; y, para todos, lastre que se opone a un entregamiento total.

La reja que rotura y abre el surco, no ve la semilla ni el fruto.

Después de tu decisión, cada día haces un descubrimiento nuevo. Recuerdas el ayer, cuando te preguntabas constantemente: “¿y esto, cómo?”…, para seguir luego en tus dudas o en tus desencantos…

Ahora siempre encuentras la respuesta exacta, razonada y clara. Y, al oír cómo contestan a tus preguntas a veces pueriles, se te ocurre pensar: “así debió de atender Jesús a los primeros Doce”.

¡Vocaciones, Señor, más vocaciones! No me importa si la siembra fue mía o de otro —¡sembraste Tú, Jesús, con nuestras manos!—; sólo sé que nos has prometido la madurez del fruto: «et fructus vester maneat!» —que vuestro fruto será duradero.

Sé claro. Si te dicen que vas “a pescarlos”, responde que sí, que eso deseas… Pero…, ¡que no se preocupen! Porque, si no tienen vocación —si El no les llama—, no vendrán; y si la tienen, qué bochorno acabar como el joven rico del Evangelio: solos y tristes.

Tu tarea de apóstol es grande y hermosa. Estás en el punto de confluencia de la gracia con la libertad de las almas; y asistes al momento solemnísimo de la vida de algunos hombres: su encuentro con Cristo.

Parece que os han escogido uno a uno…, decía.

—¡Y así es!

Convéncete: necesitas formarte bien, de cara a esa avalancha de gente que se nos vendrá encima, con la pregunta precisa y exigente: —“bueno, ¿qué hay que hacer?”

Una receta eficaz para tu espíritu apostólico: planes concretos, no de sábado a sábado, sino de hoy a mañana, y de ahora a luego.

Cristo espera mucho de tu labor. Pero has de ir a buscar a las almas, como el Buen Pastor salió tras la oveja centésima: sin aguardar a que te llamen. Luego, sírvete de tus amigos para hacer bien a otros: nadie puede sentirse tranquilo —díselo a cada uno— con una vida espiritual que, después de llenarle, no rebose hacia fuera con celo apostólico.

No es tolerable que pierdas el tiempo en “tus tonterías”, cuando hay tantas almas que te esperan.

Apostolado de la doctrina: ése será siempre tu apostolado.

La maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca puede entenderse como monopolio ni como estimación de uno solo en detrimento de otros.

Pentecostés es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios: no uniformidad violenta.

Me escribías: se unió a nuestro grupo un chico joven, que iba hacia el norte. Era minero.

Cantaba muy bien, y vino acompañando a nuestro coro. Le encomendé hasta que llegó a su estación. Al despedirse, comentó: “¡cuánto me gustaría prolongar el viaje con vosotros!”

—Me acordé enseguida del «mane nobiscum!» —¡quédate con nosotros, Señor!, y le pedí nuevamente con fe, que los demás “le vean” en cada uno de nosotros, compañeros de “su camino”.

Por “el sendero del justo descontento”, se han ido y se están yendo las masas.

Duele…, pero ¡cuántos resentidos hemos fabricado, entre los que están espiritual o materialmente necesitados!

—Hace falta volver a meter a Cristo entre los pobres y entre los humildes: precisamente entre ellos es donde más a gusto se encuentra.

Profesor: que te ilusione hacer comprender a los alumnos, en poco tiempo, lo que a ti te ha costado horas de estudio llegar a ver claro.

El deseo de “enseñar”, y “enseñar de corazón”, crea en los alumnos un agradecimiento, que constituye terreno idóneo para el apostolado.

Me gusta ese lema: “cada caminante siga su camino”, el que Dios le ha marcado, con fidelidad, con amor, aunque cueste.

¡Qué lección tan extraordinaria cada una de las enseñanzas del Nuevo Testamento! —Después de que el Maestro, mientras asciende a la diestra de Dios Padre, les ha dicho: “id y predicad a todas las gentes”, se han quedado los discípulos con paz. Pero aún tienen dudas: no saben qué hacer, y se reúnen con María, Reina de los Apóstoles, para convertirse en celosos pregoneros de la Verdad que salvará al mundo.

Referencias a la Sagrada Escritura
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