Soberbia

Arrancar de cuajo el amor propio y meter el amor a Jesucristo: aquí radica el secreto de la eficacia y de la felicidad.

Aunque afirmas que le sigues, de una manera o de otra pretendes siempre obrar “tú”, según “tus” planes, y con “tus” solas fuerzas. —Pero el Señor ha dicho: «sine me nihil!» —sin Mí, nada puedes hacer.

Han desconocido eso que tú llamas tu “derecho”, que te he traducido yo como tu “derecho a la soberbia”… ¡Pobre mamarracho! —Has sentido, porque no te podías defender —era poderoso el atacante—, el dolor de cien bofetones. —Y, a pesar de todo, no aprendes a humillarte.

Ahora es tu conciencia la que te arguye: te llama soberbio… y cobarde. —Da gracias a Dios, porque ya vas entreviendo tu “deber de la humildad”.

Estás lleno de ti, de ti, de ti… —Y no serás eficaz hasta que no te llenes de El, de El, de El, actuando «in nomine Domini» —en nombre y con la fuerza de Dios.

¿Cómo pretendes seguir a Cristo, si giras solamente alrededor de ti mismo?

Una impaciente y desordenada preocupación por subir profesionalmente, puede disfrazar el amor propio so capa “de servir a las almas”. Con falsía —no quito una letra—, nos forjamos la justificación de que no debemos desaprovechar ciertas coyunturas, ciertas circunstancias favorables…

Vuelve tus ojos a Jesús: El es “el Camino”. También durante sus años escondidos surgieron coyunturas y circunstancias “muy favorables”, para anticipar su vida pública. A los doce años, por ejemplo, cuando los doctores de la ley se admiraron de sus preguntas y de sus respuestas… Pero Jesucristo cumple la Voluntad de su Padre, y espera: ¡obedece!

—Sin perder esa santa ambición tuya de llevar el mundo entero a Dios, cuando se insinúen esas iniciativas —ansias quizá de deserción—, recuerda que también a ti te toca obedecer y ocuparte de esa tarea oscura, poco brillante, mientras el Señor no te pida otra cosa: El tiene sus tiempos y sus sendas.

Fatuos y soberbios se demuestran todos aquéllos que abusan de su situación de privilegio —dada por el dinero, por el linaje, por el grado, por el cargo, por la inteligencia…—, para humillar a los menos afortunados.

La soberbia, antes o después, acaba por humillar, cara a los demás, al hombre “más hombre”, que actúa como una marioneta vanidosa y sin cerebro, movida por los hilos que acciona satanás.

Por presunción o por simple vanidad, muchos sostienen un “mercado negro”, para alzar artificialmente sus propios valores personales.

Cargos… ¿Arriba o abajo? —¡Qué más te da!… Tú —así lo aseguras— has venido a ser útil, a servir, con una disponibilidad total: pórtate en consecuencia.

Hablas, criticas… Parece que sin ti nada se hace bien.

—No te enfades si te digo que te conduces como un déspota arrogante.

Si con lealtad, caritativamente, un buen amigo te advierte, a solas, de puntos que afean tu conducta, se alza dentro de ti la convicción de que se equivoca: no te comprende. Con ese falso convencimiento, hijo de tu orgullo, siempre serás incorregible.

—Me das lástima: te falta decisión para buscar la santidad.

Malicioso, suspicaz, complicado, desconfiado, receloso,… adjetivos todos que mereces, aunque te molesten.

—¡Rectifica!, ¿por qué los demás han de ser siempre malos… y tú bueno?

Te encuentras solo…, te quejas…, todo te molesta. —Porque tu egoísmo te aísla de tus hermanos, y porque no te acercas a Dios.

¡Siempre pretendiendo que te hagan caso ostensiblemente!… Pero, sobre todo, ¡que te hagan más caso que a los demás!

¿Por qué imaginas que todo lo que te dicen va con segunda intención?… Con tu susceptibilidad, estás limitando de continuo la acción de la gracia, que te llega por medio de la palabra, no lo dudes, de quienes luchan por ajustar sus obras al ideal de Cristo.

Mientras sigas persuadido de que los demás han de vivir siempre pendientes de ti, mientras no te decidas a servir —a ocultarte y desaparecer—, el trato con tus hermanos, con tus colegas, con tus amigos, será fuente continua de disgustos, de malhumor…: de soberbia.

Detesta la jactancia. —Repudia la vanidad. —Combate el orgullo, cada día, en todo instante.

Los pobrecitos soberbios sufren por mil pequeñas tonterías, que agiganta su amor propio, y que a los otros pasan inadvertidas.

¿Crees que los demás no han tenido nunca veinte años? ¿Crees que no han estado nunca copados por la familia, como menores de edad? ¿Crees que se han ahorrado los problemas —mínimos o no tan mínimos— con los que tropiezas?… No. Ellos han pasado por las mismas circunstancias que tú atraviesas ahora, y se han hecho maduros —con la ayuda de la gracia—, pisoteando su yo con perseverancia generosa, cediendo en lo que se podía ceder, y manteniéndose leales, sin arrogancia y sin herir —con serena humildad—, cuando no se podía.

Ideológicamente eres muy católico. El ambiente de la Residencia te gusta… ¡Lástima que la Misa no sea a las doce, y las clases por la tarde, para estudiar después de cenar, saboreando una o dos copas de coñac! —Ese “catolicismo” tuyo no responde a la verdad, se queda en simple aburguesamiento.

—¿No comprendes que no cabe pensar así a tus años? Sal de tu poltronería, de tu egolatría…, y acomódate a las necesidades de los demás, a la realidad que te rodea, y vivirás en serio el catolicismo.

“Este santo —decía aquél, que había regalado la imagen puesta al culto—… me debe todo lo que es”.

No pienses en una caricatura: también tú estimas —al menos eso parece por tu comportamiento— que cumples con Dios, por llevar unas medallas o por unas prácticas de piedad, más o menos rutinarias.

¡Que vean mis obras buenas!… —Pero, ¿no adviertes que parece que las llevas en un cesto de baratijas, para que contemplen tus cualidades?

Además, no olvides la segunda parte del mandato de Jesús: “y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”.

“A mí mismo, con la admiración que me debo”. —Esto escribió en la primera página de un libro. Y lo mismo podrían estampar muchos otros pobrecitos, en la última hoja de su vida.

¡Qué pena, si tú y yo vivimos o terminamos así! —Vamos a hacer un examen serio.

No tomes nunca una actitud de suficiencia frente a las cosas de la Iglesia, ni frente a los hombres, tus hermanos… Pero, en cambio, esa actitud puede ser necesaria en la actuación social, cuando se trata de defender los intereses de Dios y de las almas, porque ya no se trata de suficiencia, sino de fe y fortaleza, que viviremos con serena y humilde seguridad.

Es indiscreto, pueril y ñoño decir amabilidades de los demás o elogiar sus cualidades, delante de los interesados.

—Así se fomenta la vanidad, y se corre el riesgo de que se “robe” gloria a Dios, a Quien todo se le debe.

Procura que tu buena intención vaya siempre acompañada de la humildad. Porque, con frecuencia, a las buenas intenciones se unen la dureza en el juicio, una casi incapacidad de ceder, y un cierto orgullo personal, nacional o de grupo.

No te descorazones ante tus errores: reacciona.

—La esterilidad no es tanto consecuencia de las faltas —sobre todo, si uno se arrepiente—, cuanto de la soberbia.

Si has caído, levántate con más esperanza… Sólo el amor propio no entiende que el error, cuando se rectifica, ayuda a conocerse y a humillarse.

“No servimos para nada”. —Afirmación pesimista y falsa. —Si se quiere, con la gracia de Dios —requisito previo y fundamental—, se puede llegar a servir, como buen instrumento, en muchas empresas.

Me hizo pensar la frase dura, pero cierta, de aquel varón de Dios, al contemplar la altanería de aquella criatura: “se viste con la misma piel del diablo, la soberbia”.

Y vino a mi alma, por contraste, el deseo sincero de revestirme con la virtud que predicó Jesucristo, «quia mitis sum et humilis corde», —soy manso y humilde de corazón—; y que ha atraído la mirada de la Trinidad Beatísima sobre su Madre y Madre nuestra: la humildad, el sabernos y sentirnos nada.

Referencias a la Sagrada Escritura
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