Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Evangelio → meterse en sus pasajes y sacar consecuencias.

Actuar con rectitud

Si en cada momento no sacamos del Evangelio consecuencias para la vida actual, es que no lo meditamos suficientemente. Sois jóvenes muchos; otros habéis entrado ya en la madurez. Todos queréis, queremos –si no, no estaríamos aquí–, producir buenos frutos. Intentamos poner, en la conducta nuestra, el espíritu de sacrificio, el afán de negociar con el talento que el Señor nos ha confiado, porque sentimos el celo divino por las almas. Pero no sería la primera vez que, a pesar de tanta buena voluntad, alguno cayera en la trampa de esa mezcla –ex pharisaeis et herodianis11– compuesta quizá por los que, de un modo o de otro, por ser cristianos deberían defender los derechos de Dios y, en cambio, aliados y confundidos con los intereses de las fuerzas del mal, cercan insidiosamente a otros hermanos en la fe, a otros servidores del mismo Redentor.

Sed prudentes y obrad siempre con sencillez, virtud tan propia del buen hijo de Dios. Mostraos naturales en vuestro lenguaje y en vuestra actuación. Llegad al fondo de los problemas; no os quedéis en la superficie. Mirad que hay que contar por anticipado con el disgusto ajeno y con el propio, si deseamos de veras cumplir santamente y con hombría de bien nuestras obligaciones de cristianos.

Mezclaos con frecuencia entre los personajes del Nuevo Testamento. Saboread aquellas escenas conmovedoras en las que el Maestro actúa con gestos divinos y humanos, o relata con giros humanos y divinos la historia sublime del perdón, la de su Amor ininterrumpido por sus hijos. Esos trasuntos del Cielo se renuevan también ahora, en la perenne actualidad del Evangelio: se palpa, se nota, cabe afirmar que se toca con las manos la protección divina; un amparo que gana en vigor, cuando vamos adelante a pesar de los traspiés, cuando comenzamos y recomenzamos, que esto es la vida interior, vivida con la esperanza en Dios.

Sin este afán de superar los obstáculos de dentro y de fuera, no se nos concederá el premio. Ningún atleta será premiado, si no luchare de veras21, «y no sería auténtico el combate, si faltara el adversario con quien pelear. Por lo tanto, si no hay adversario, no habrá corona; pues no puede haber vencedor allá donde no hay vencido»22.

Lejos de desalentarnos, las contrariedades han de ser un acicate para crecer como cristianos: en esa pelea nos santificamos, y nuestra labor apostólica adquiere mayor eficacia. Al meditar esos momentos en los que Jesucristo –en el Huerto de los Olivos y, más tarde, en el abandono y el ludibrio de la Cruz– acepta y ama la Voluntad del Padre, mientras siente el peso gigante de la Pasión, hemos de persuadirnos de que para imitar a Cristo, para ser buenos discípulos suyos, es preciso que abracemos su consejo: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz, y me siga23. Por esto, me gusta pedir a Jesús, para mí: Señor, ¡ningún día sin cruz! Así, con la gracia divina, se reforzará nuestro carácter, y serviremos de apoyo a nuestro Dios, por encima de nuestras miserias personales.

Compréndelo: si, al clavar un clavo en la pared, no encontrases resistencia, ¿qué podrías colgar allí? Si no nos robustecemos, con el auxilio divino, por medio del sacrificio, no alcanzaremos la condición de instrumentos del Señor. En cambio, si nos decidimos a aprovechar con alegría las contrariedades, por amor de Dios, no nos costará ante lo difícil y lo desagradable, ante lo duro y lo incómodo, exclamar con los Apóstoles Santiago y Juan: ¡podemos!24.

Mezclado entre la multitud, uno de aquellos peritos que no acertaban ya a discernir las enseñanzas reveladas a Moisés, enmarañadas por ellos mismos con una estéril casuística, ha hecho una pregunta al Señor. Abre Jesús sus labios divinos para responder a ese doctor de la Ley y le contesta pausadamente, con la segura persuasión del que lo tiene bien experimentado: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el máximo y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la Ley y los profetas1.

Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros2.

Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más. Así –sé de tantas almas normales y corrientes que lo viven–, os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas3.

Además, querría que os fijarais en que nadie escapa al mimetismo. Los hombres, hasta inconscientemente, se mueven en un continuo afán de imitarse unos a otros. Y nosotros, ¿abandonaremos la invitación de imitar a Jesús? Cada individuo se esfuerza, poco a poco, por identificarse con lo que le atrae, con el modelo que ha escogido para su propio talante. Según el ideal que cada uno se forja, así resulta su modo de proceder. Nuestro Maestro es Cristo: el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino.

Si en ocasiones no os sentís con fuerza para seguir las huellas de Jesucristo, cambiad palabras de amistad con los que le conocieron de cerca mientras permaneció en esta tierra nuestra. Con María, en primer lugar, que lo trajo para nosotros. Con los Apóstoles. Varios gentiles se llegaron a Felipe, natural de Betsaida, en Galilea, y le hicieron esta súplica: deseamos ver a Jesús. Felipe fue y lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe juntos se lo dijeron a Jesús27. ¿No es cierto que esto nos anima? Aquellos extranjeros no se atreven a presentarse al Maestro, y buscan un buen intercesor.

¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá oírte? No es así, porque tiene entrañas de misericordia. Si, a pesar de esta maravillosa verdad, percibes tu miseria, muéstrate como el publicano28: ¡Señor, aquí estoy, tú verás! Y observad lo que nos cuenta San Mateo, cuando a Jesús le ponen delante a un paralítico. Aquel enfermo no comenta nada: solo está allí, en la presencia de Dios. Y Cristo, removido por esa contrición, por ese dolor del que sabe que nada merece, no tarda en reaccionar con su misericordia habitual: ten confianza, que perdonados te son tus pecados29.

Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá Él querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones.

Notas
11

Mc XII, 13.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

2 Tim II, 5.

22

S. Gregorio Niseno, De perfecta christiani forma (PG 46, 286).

23

Mt XVI, 24.

24

Mc X, 39.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Mt XXII, 37-40.

2

Ioh XIII, 34-35.

3

Cfr. Lc X, 39-40.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
27

Ioh XII, 20-22.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
28

Cfr. Lc XVIII, 13.

29

Mt IX, 2.

Referencias a la Sagrada Escritura