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Hay 9 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Fin del hombre.

Dios nos quiere santos

Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad5. Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal, como nos lo repite insistentemente San Pablo: haec est voluntas Dei: sanctificatio vestra6, esta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima.

No se va de mi memoria una ocasión –ha transcurrido ya mucho tiempo– en la que fui a rezar a la Catedral de Valencia, y pasé por delante de la sepultura del Venerable Ridaura. Me contaron entonces que a este sacerdote, cuando era ya muy viejo y le preguntaban: ¿cuántos años tiene usted?, él, muy convencido, respondía en valenciano: poquets, ¡poquitos!, los que llevo sirviendo a Dios. Para bastantes de vosotros, todavía se cuentan con los dedos de una mano los años, desde que os decidisteis a tratar a Nuestro Señor, a servirle en medio del mundo, en vuestro propio ambiente y a través de la propia profesión u oficio. No importa excesivamente este detalle; sí interesa, en cambio, que grabemos a fuego en el alma la certeza de que la invitación a la santidad, dirigida por Jesucristo a todos los hombres sin excepción, requiere de cada uno que cultive la vida interior, que se ejercite diariamente en las virtudes cristianas; y no de cualquier manera, ni por encima de lo común, ni siquiera de un modo excelente: hemos de esforzarnos hasta el heroísmo, en el sentido más fuerte y tajante de la expresión.

La meta que os propongo –mejor, la que nos señala Dios a todos– no es un espejismo o un ideal inalcanzable: podría relataros tantos ejemplos concretos de mujeres y hombres de la calle, como vosotros y como yo, que han encontrado a Jesús que pasa quasi in occulto7 por las encrucijadas aparentemente más vulgares, y se han decidido a seguirle, abrazados con amor a la cruz de cada día8. En esta época de desmoronamiento general, de cesiones y desánimos, o de libertinaje y anarquía, me parece todavía más actual aquella sencilla y profunda convicción que, en los comienzos de mi labor sacerdotal, y siempre, me ha consumido en deseos de comunicar a la humanidad entera: estas crisis mundiales son crisis de santos.

Al meditar aquellas palabras de Nuestro Señor: Yo, por amor de ellos me santifico a Mí mismo, para que ellos sean santificados en la verdad14, percibimos con claridad nuestro único fin: la santificación, o bien, que hemos de ser santos para santificar. A la vez, como una sutil tentación, quizá nos asalte el pensamiento de que muy pocos estamos decididos a responder a esa invitación divina, aparte de que nos vemos como instrumentos de muy escasa categoría. Es verdad, somos pocos, en comparación con el resto de la humanidad, y personalmente no valemos nada; pero la afirmación del Maestro resuena con autoridad: el cristiano es luz, sal, fermento del mundo, y un poco de levadura hace fermentar la masa entera15. Por esto precisamente, he predicado siempre que nos interesan todas las almas –de cien, las cien–, sin discriminaciones de ningún género, con la certeza de que Jesucristo nos ha redimido a todos, y quiere emplearnos a unos pocos, a pesar de nuestra nulidad personal, para que demos a conocer esta salvación.

Un discípulo de Cristo jamás tratará mal a persona alguna; al error le llama error, pero al que está equivocado le debe corregir con afecto: si no, no le podrá ayudar, no le podrá santificar. Hay que convivir, hay que comprender, hay que disculpar, hay que ser fraternos; y, como aconsejaba San Juan de la Cruz, en todo momento «hay que poner amor, donde no hay amor, para sacar amor»16, también en esas circunstancias aparentemente intrascendentes que nos brindan el trabajo profesional y las relaciones familiares y sociales. Por lo tanto, tú y yo aprovecharemos hasta las más banales oportunidades que se presenten a nuestro alrededor, para santificarlas, para santificarnos y para santificar a los que con nosotros comparten los mismos afanes cotidianos, sintiendo en nuestras vidas el peso dulce y sugestivo de la corredención.

Voy a proseguir este rato de charla ante el Señor, con una nota que utilicé años atrás, y que mantiene toda su actualidad. Recogí entonces unas consideraciones de Teresa de Ávila: «Todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios»17. ¿Comprendéis por qué un alma deja de saborear la paz y la serenidad cuando se aleja de su fin, cuando se olvida de que Dios la ha creado para la santidad? Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo.

Ya podéis llegar a la cumbre de vuestra tarea profesional, ya podéis alcanzar los triunfos más resonantes, como fruto de esa libérrima iniciativa que ejercéis en las actividades temporales; pero si me abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer humano, habréis errado lamentablemente el camino.

Pero volvamos a nuestro tema. Os decía antes que ya podéis lograr los éxitos más espectaculares en el terreno social, en la actuación pública, en el quehacer profesional, pero si os descuidáis interiormente y os apartáis del Señor, al final habréis fracasado rotundamente. Ante Dios, y es lo que en definitiva cuenta, consigue la victoria el que lucha por portarse como cristiano auténtico: no cabe una solución intermedia. Por eso conocéis a tantos que, juzgando a lo humano su situación, deberían sentirse muy felices y, sin embargo, arrastran una existencia inquieta, agria; parece que venden alegría a granel, pero arañas un poco en sus almas y queda al descubierto un sabor acerbo, más amargo que la hiel. No nos sucederá a ninguno de nosotros, si de veras tratamos de cumplir constantemente la Voluntad de Dios, darle gloria, alabarle y extender su reinado a todas las criaturas.

En la barca de Cristo

Como a Nuestro Señor, a mí también me gusta mucho charlar de barcas y redes, para que todos saquemos de esas escenas evangélicas propósitos firmes y determinados. Nos cuenta San Lucas que unos pescadores lavaban y remendaban sus redes a orillas del lago de Genesaret. Jesús se acerca a aquellas naves atracadas en la ribera y se sube a una, a la de Simón. ¡Con qué naturalidad se mete el Maestro en la barca de cada uno de nosotros!: para complicarnos la vida, como se repite en tono de queja por ahí. Con vosotros y conmigo se ha cruzado el Señor en nuestro camino, para complicarnos la existencia delicadamente, amorosamente.

Después de predicar desde la barca de Pedro, se dirige a los pescadores: duc in altum, et laxate retia vestra in capturam!25, ¡bogad mar adentro, y echad vuestras redes! Fiados en la palabra de Cristo, obedecen, y obtienen aquella pesca prodigiosa. Y mirando a Pedro que, como Santiago y Juan, no salía de su asombro, el Señor le explica: no tienes que temer, de hoy en adelante serán hombres los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron26.

Tu barca –tus talentos, tus aspiraciones, tus logros– no vale para nada, a no ser que la dejes a disposición de Jesucristo, que permitas que Él pueda entrar ahí con libertad, que no la conviertas en un ídolo. Tú solo, con tu barca, si prescindes del Maestro, sobrenaturalmente hablando, marchas derecho al naufragio. Únicamente si admites, si buscas, la presencia y el gobierno del Señor, estarás a salvo de las tempestades y de los reveses de la vida. Pon todo en las manos de Dios: que tus pensamientos, las buenas aventuras de tu imaginación, tus ambiciones humanas nobles, tus amores limpios, pasen por el corazón de Cristo. De otro modo, tarde o temprano, se irán a pique con tu egoísmo.

Si consientes en que Dios señoree sobre tu nave, que Él sea el amo, ¡qué seguridad!..., también cuando parece que se ausenta, que se queda adormecido, que se despreocupa, y se levanta la tormenta en medio de las tinieblas más oscuras. Relata San Marcos que en esas circunstancias se encontraban los Apóstoles; y Jesús, al verles remar con gran fatiga –por cuanto el viento les era contrario–, a eso de la cuarta hora nocturna, vino hacia ellos caminando sobre el mar... Cobrad ánimo, soy yo, no tenéis nada que temer. Y se metió con ellos en la barca, y cesó el viento27.

Hijos míos, ¡ocurren tantas cosas en la tierra...! Os podría contar de penas, de sufrimientos, de malos tratos, de martirios –no le quito ni una letra–, del heroísmo de muchas almas. Ante nuestros ojos, en nuestra inteligencia brota a veces la impresión de que Jesús duerme, de que no nos oye; pero San Lucas narra cómo se comporta el Señor con los suyos: mientras ellos –los discípulos– iban navegando, se durmió Jesús, al tiempo que un viento recio alborotó las olas, de manera que, llenándose de agua la barca, corrían riesgo. Con esto, se acercaron a Él, y le despertaron, gritando: ¡Maestro, que perecemos! Puesto Jesús en pie, mandó al viento y a la tormenta que se calmasen, e inmediatamente cesaron, y siguió una gran bonanza. Entonces les preguntó: ¿dónde está vuestra fe?28.

Si nos damos, Él se nos da. Hay que confiar plenamente en el Maestro, hay que abandonarse en sus manos sin cicaterías; manifestarle, con nuestras obras, que la barca es suya; que queremos que disponga a su antojo de todo lo que nos pertenece.

Termino, acudiendo a la intercesión de Santa María, con estos propósitos: a vivir de fe; a perseverar con esperanza; a permanecer pegados a Jesucristo; a amarle de verdad, de verdad, de verdad; a recorrer y saborear nuestra aventura de Amor, que enamorados de Dios estamos; a dejar que Cristo entre en nuestra pobre barca, y tome posesión de nuestra alma como Dueño y Señor; a manifestarle con sinceridad que nos esforzaremos en mantenernos siempre en su presencia, día y noche, porque Él nos ha llamado a la fe: ecce ego quia vocasti me!29, y venimos a su redil, atraídos por sus voces y silbidos de Buen Pastor, con la certeza de que solo a su sombra encontraremos la verdadera felicidad temporal y eterna.

Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación11. Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: esta es la Voluntad de Dios, que seamos santos.

Para pacificar las almas con auténtica paz, para transformar la tierra, para buscar en el mundo y a través de las cosas del mundo a Dios Señor Nuestro, resulta indispensable la santidad personal. En mis charlas con gentes de tantos países y de los ambientes sociales más diversos, con frecuencia me preguntan: ¿Y qué nos dice a los casados? ¿Qué, a los que trabajamos en el campo? ¿Qué, a las viudas? ¿Qué, a los jóvenes?

Respondo sistemáticamente que tengo un solo puchero. Y suelo puntualizar que Jesucristo Señor Nuestro predicó la buena nueva para todos, sin distinción alguna. Un solo puchero y un solo alimento: mi comida es hacer la voluntad del que me ha enviado, y dar cumplimiento a su obra2. A cada uno llama a la santidad, de cada uno pide amor: jóvenes y ancianos, solteros y casados, sanos y enfermos, cultos e ignorantes, trabajen donde trabajen, estén donde estén. Hay un solo modo de crecer en la familiaridad y en la confianza con Dios: tratarle en la oración, hablar con Él, manifestarle –de corazón a corazón– nuestro afecto.

Notas
5

Eph I, 4-5.

6

1 Thes IV, 3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Ioh VII, 10.

8

Cfr. Mt XVI, 24.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
14

Ioh XVII, 19.

15

Gal V, 9.

16

Cfr. S. Juan de la Cruz, Carta a María de la Encarnación, 6-VII-1591.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Sta. Teresa de Jesús, Libro de la vida, 20, 26.

Notas
25

Lc V, 4.

26

Lc V, 10-11.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
27

Mc VI, 48, 50-51.

28

Lc VIII, 23-25.



29

1 Reg III, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

1 Thes IV, 3.

2

Ioh IV, 34.

Referencias a la Sagrada Escritura