Lista de puntos

Hay 11 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Justicia → justicia y caridad.

Si somos veraces, seremos justos. No me cansaría jamás de referirme a la justicia, pero aquí solo podemos trazar algunos rasgos, sin perder de vista cuál es la finalidad de todas estas reflexiones: edificar una vida interior real y auténtica sobre los cimientos profundos de las virtudes humanas. Justicia es dar a cada uno lo suyo; pero yo añadiría que esto no basta. Por mucho que cada uno merezca, hay que darle más, porque cada alma es una obra maestra de Dios.

La mejor caridad está en excederse generosamente en la justicia; caridad que suele pasar inadvertida, pero que es fecunda en el Cielo y en la tierra. Es una equivocación pensar que las expresiones término medio o justo medio, como algo característico de las virtudes morales, significan mediocridad: algo así como la mitad de lo que es posible realizar. Ese medio entre el exceso y el defecto es una cumbre, un punto álgido: lo mejor que la prudencia indica. Por otra parte, para las virtudes teologales no se admiten equilibrios: no se puede creer, esperar o amar demasiado. Y ese amor sin límites a Dios revierte sobre quienes nos rodean, en abundancia de generosidad, de comprensión, de caridad.

No os oculto que, cuando he de corregir o de adoptar una decisión que causará pena, padezco antes, mientras y después: y no soy un sentimental. Me consuela pensar que solo las bestias no lloran: lloramos los hombres, los hijos de Dios. Entiendo que en determinados momentos también vosotros tendréis que pasarlo mal, si os esforzáis en llevar a cabo fielmente vuestro deber. No me olvidéis que resulta más cómodo –pero es un descamino– evitar a toda costa el sufrimiento, con la excusa de no disgustar al prójimo: frecuentemente, en esa inhibición se esconde una vergonzosa huida del propio dolor, ya que de ordinario no es agradable hacer una advertencia seria. Hijos míos, acordaos de que el infierno está lleno de bocas cerradas.

Me escuchan ahora varios médicos. Perdonad mi atrevimiento si vuelvo a tomar un ejemplo de la medicina; quizá se me escape algún disparate, pero la comparación ascética va. Para curar una herida, primero se limpia bien, también alrededor, desde bastante distancia. De sobra sabe el cirujano que duele; pero, si omite esa operación, más dolerá después. Además, se pone enseguida el desinfectante: escuece –pica, decimos en mi tierra–, mortifica, y no cabe otro remedio que usarlo, para que la llaga no se infecte.

Si para la salud corporal es obvio que se han de adoptar estas medidas, aunque se trate de escoriaciones de poca categoría, en las cosas grandes de la salud del alma –en los puntos neurálgicos de la vida de un hombre–, ¡fijaos si habrá que lavar, si habrá que sajar, si habrá que pulir, si habrá que desinfectar, si habrá que sufrir! La prudencia nos exige intervenir de este modo y no rehuir el deber, porque soslayarlo demostraría una falta de consideración, e incluso un atentado grave contra la justicia y contra la fortaleza.

Persuadíos de que un cristiano, si de veras pretende actuar rectamente, cara a Dios y cara a los hombres, necesita de todas las virtudes, por lo menos en potencia. Padre, me preguntaréis: ¿y de mis flaquezas, qué? Os responderé: ¿acaso no cura un médico que esté enfermo, aun cuando el trastorno que le aqueja sea crónico?; ¿le impedirá su enfermedad prescribir a otros enfermos la receta adecuada? Claro que no: para curar, le basta poseer la ciencia oportuna y ponerla en práctica, con el mismo interés con el que combate su propia dolencia.

El colirio de la propia debilidad

Vosotros, como yo, os encontraréis a diario cargados con muchos errores, si os examináis con valentía en la presencia de Dios. Cuando se lucha por quitarlos, con la ayuda divina, carecen de decisiva importancia y se superan, aunque parezca que nunca se consigue desarraigarlos del todo. Además, por encima de esas debilidades, tú contribuirás a remediar las grandes deficiencias de otros, siempre que te empeñes en corresponder a la gracia de Dios. Al reconocerte tan flaco como ellos –capaz de todos los errores y de todos los horrores–, serás más comprensivo, más delicado y, al mismo tiempo, más exigente para que todos nos decidamos a amar a Dios con el corazón entero.

Los cristianos, los hijos de Dios, hemos de asistir a los demás llevando a la práctica con honradez lo que aquellos hipócritas musitaban aviesamente al Maestro: no miras a la calidad de las personas12. Es decir, rechazaremos por completo la acepción de personas –¡nos interesan todas las almas!–, aunque, lógicamente, hayamos de comenzar por ocuparnos de las que por una circunstancia o por otra –también por motivos solo humanos, en apariencia– Dios ha colocado a nuestro lado.

Las circunstancias de aquel siervo de la parábola, deudor de diez mil talentos26, reflejan bien nuestra situación delante de Dios: tampoco nosotros contamos con qué pagar la deuda inmensa que hemos contraído por tantas bondades divinas, y que hemos acrecentado al son de nuestros personales pecados. Aunque luchemos denodadamente, no lograremos devolver con equidad lo mucho que el Señor nos ha perdonado. Pero, a la impotencia de la justicia humana, suple con creces la misericordia divina. Él sí se puede dar por satisfecho, y remitirnos la deuda, simplemente porque es bueno e infinita su misericordia27.

La parábola –lo recordáis bien– termina con una segunda parte, que es como el contrapunto de la precedente. Aquel siervo, al que acaban de condonar un caudal enorme, no se apiada de un compañero, que le adeudaba apenas cien denarios. Es ahí donde se pone de manifiesto la mezquindad de su corazón. Estrictamente hablando, nadie le negará el derecho a exigir lo que es suyo; sin embargo, algo se rebela en nosotros y nos sugiere que esa actitud intolerante se aparta de la verdadera justicia: no es justo que quien, tan solo un momento antes, ha recibido un trato misericordioso de favor y de comprensión, no reaccione al menos con un poco de paciencia hacia su deudor. Mirad que la justicia no se manifiesta exclusivamente en el respeto exacto de derechos y de deberes, como en los problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas.

La virtud cristiana es más ambiciosa: nos empuja a mostrarnos agradecidos, afables, generosos; a comportarnos como amigos leales y honrados, tanto en los tiempos buenos como en la adversidad; a ser cumplidores de las leyes y respetuosos con las autoridades legítimas; a rectificar con alegría, cuando advertimos que nos hemos equivocado al afrontar una cuestión. Sobre todo, si somos justos, nos atendremos a nuestros compromisos profesionales, familiares, sociales..., sin aspavientos ni pregones, trabajando con empeño y ejercitando nuestros derechos, que son también deberes.

No creo en la justicia de los holgazanes, porque con su dolce far niente –como dicen en mi querida Italia– faltan, y a veces de modo grave, al más fundamental de los principios de la equidad: el del trabajo. No hemos de olvidar que Dios creó al hombre ut operaretur28, para que trabajara, y los demás –nuestra familia y nación, la humanidad entera– dependen también de la eficacia de nuestra labor. Hijos, ¡qué pobre idea tienen de la justicia quienes la reducen a una simple distribución de bienes materiales!

Justicia y caridad

Leed la Escritura Santa. Meditad una a una las escenas de la vida del Señor, sus enseñanzas. Considerad especialmente los consejos y las advertencias con que preparaba a aquel puñado de hombres que serían sus Apóstoles, sus mensajeros, de uno a otro confín de la tierra. ¿Cuál es la pauta principal que les marca? ¿No es el mandato nuevo de la caridad? Fue con amor como se abrieron paso en aquel mundo pagano y corrompido.

Convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: Dios es amor33. Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos.

Para llegar de la estricta justicia a la abundancia de la caridad hay todo un trayecto que recorrer. Y no son muchos los que perseveran hasta el fin. Algunos se conforman con acercarse a los umbrales: prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de lo que están obligados a hacer. Y se muestran tan satisfechos de sí mismos, como el fariseo que pensaba haber colmado la medida de la ley porque ayunaba dos días por semana y pagaba el diezmo de todo cuanto poseía34.

La caridad, que es como un generoso desorbitarse de la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo; se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura, mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad: en una palabra, seguir aquel consejo del Apóstol: llevad los unos las cargas de los otros, y así cumpliréis la ley de Cristo35. Entonces sí: ya vivimos plenamente la caridad, ya realizamos el mandato de Jesús.

Para mí, no existe ejemplo más claro de esa unión práctica de la justicia con la caridad, que el comportamiento de las madres. Aman con idéntico cariño a todos sus hijos, y precisamente ese amor les impulsa a tratarlos de modo distinto –con una justicia desigual–, ya que cada uno es diverso de los otros. Pues, también con nuestros semejantes, la caridad perfecciona y completa la justicia, porque nos mueve a conducirnos de manera desigual con los desiguales, adaptándonos a sus circunstancias concretas, con el fin de comunicar alegría al que está triste, ciencia al que carece de formación, afecto al que se siente solo... La justicia establece que se dé a cada uno lo suyo, que no es igual que dar a todos lo mismo. El igualitarismo utópico es fuente de las más grandes injusticias.

Para actuar siempre así, como esas madres buenas, necesitamos olvidarnos de nosotros mismos, no aspirar a otro señorío que el de servir a los demás, como Jesucristo, que predicaba: el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir36. Eso requiere la entereza de someter la propia voluntad al modelo divino, trabajar por todos, luchar por la felicidad eterna y el bienestar de los demás. No conozco mejor camino para ser justo que el de una vida de entrega y de servicio.

Quizá alguno piense que soy un ingenuo. No me importa. Aunque me califiquen de ese modo, porque todavía creo en la caridad, os aseguro que ¡creeré siempre! Y, mientras Él me conceda vida, continuaré ocupándome –como sacerdote de Cristo– de que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos; de que la humanidad se comprenda; de que todos compartan el mismo ideal: ¡el de la Fe!

Acudamos a Santa María, la Virgen prudente y fiel, y a San José, su esposo, modelo acabado de hombre justo37. Ellos, que vivieron en la presencia de Jesús, el Hijo de Dios, las virtudes que hemos contemplado, nos alcanzarán la gracia de que arraiguen firmemente en nuestra alma, para que nos decidamos a conducirnos en todo momento como discípulos buenos del Maestro: prudentes, justos, llenos de caridad.

Manifestaciones del amor

Me gusta recoger unas palabras que el Espíritu Santo nos comunica por boca del profeta Isaías: discite benefacere23, aprended a hacer el bien. Suelo aplicar este consejo a los distintos aspectos de nuestra lucha interior, porque la vida cristiana nunca ha de darse por terminada, ya que el crecimiento en las virtudes viene como consecuencia de un empeño efectivo y cotidiano.

En cualquier tarea de la sociedad, ¿cómo aprendemos? Primero, examinamos el fin deseado y los medios para conseguirlo. Después, perseveramos en el empleo de esos recursos, una y otra vez, hasta crear un hábito, arraigado y firme. En el momento en que aprendemos algo, descubrimos otras cosas que ignorábamos y que constituyen un estímulo para continuar este trabajo sin decir nunca basta.

La caridad con el prójimo es una manifestación del amor a Dios. Por eso, al esforzarnos por mejorar en esta virtud, no podemos fijarnos límite alguno. Con el Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras.

A todos los que estamos dispuestos a abrirle los oídos del alma, Jesucristo enseña en el sermón de la Montaña el mandato divino de la caridad. Y, al terminar, como resumen explica: amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad sin esperanza de recibir nada a cambio, y será grande vuestra recompensa, y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno aun con los ingratos y malos. Sed, pues, misericordiosos, así como también vuestro Padre es misericordioso24.

La misericordia no se queda en una escueta actitud de compasión: la misericordia se identifica con la superabundancia de la caridad que, al mismo tiempo, trae consigo la superabundancia de la justicia. Misericordia significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso. Así glosa la caridad San Pablo en su canto a esa virtud: la caridad es sufrida, bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitadamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, se complace en la verdad; a todo se acomoda, cree en todo, todo lo espera y lo soporta todo25.

Por tanto, os repito con San Pablo: cuando yo hablara todas las lenguas de los hombres y el lenguaje de los ángeles, si no tuviere caridad, vengo a ser como un metal que suena, o campana que retiñe. Y cuando tuviera el don de profecía y penetrase todos los misterios y poseyese todas las ciencias, cuando tuviera toda la fe, de manera que trasladase de una a otra parte los montes, no teniendo caridad soy nada. Cuando yo distribuyese todos mis bienes para sustento de los pobres, y cuando entregara mi cuerpo a las llamas, si la caridad me falta, todo eso no me sirve de nada29.

Ante estas palabras del Apóstol de las gentes, no faltan los que coinciden con aquellos discípulos de Cristo, que, cuando Nuestro Señor les anunció el Sacramento de su Carne y de su Sangre, comentaron: dura es esta doctrina, ¿quién puede escucharla?30. Es dura, sí. Porque la caridad que describe el Apóstol no se limita a la filantropía, al humanitarismo, o a la lógica conmiseración ante el sufrimiento ajeno: exige el ejercicio de la virtud teologal del amor a Dios y del amor, por Dios, a los demás. Por eso, la caridad nunca fenece, mientras que las profecías se terminarán y cesarán las lenguas y se acabará la ciencia... Ahora permanecen estas tres virtudes, la fe, la esperanza y la caridad; pero de las tres la caridad es la más excelente de todas31.

El único camino

Nos hemos convencido de que la caridad nada tiene que ver con esa caricatura que, a veces, se ha pretendido trazar de la virtud central de la vida del cristiano. Entonces, ¿por qué esta exigencia de predicarla continuamente? ¿Surge como tema obligado, pero con pocas posibilidades de que se manifieste en hechos concretos?

Si mirásemos a nuestro alrededor, encontraríamos quizá razones para pensar que la caridad es una virtud ilusoria. Pero, considerando las cosas con sentido sobrenatural, descubrirás también la raíz de esa esterilidad: la ausencia de un trato intenso y continuo, de tú a Tú, con Nuestro Señor Jesucristo; y el desconocimiento de la obra del Espíritu Santo en el alma, cuyo primer fruto es precisamente la caridad.

Recogiendo unos consejos del Apóstol –llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo32– añade un Padre de la Iglesia: «Amando a Cristo soportaremos fácilmente la debilidad de los demás, también de aquél a quien no amamos todavía, porque no tiene obras buenas»33.

Por ahí se encarama el camino que nos hace crecer en la caridad. Si imaginásemos que antes hemos de ejercitarnos en actividades humanitarias, en labores asistenciales, excluyendo el amor del Señor, nos equivocaríamos. «No descuidemos a Cristo a causa de la preocupación por el prójimo enfermo, ya que debemos amar al enfermo a causa de Cristo»34.

Mirad constantemente a Jesús que, sin dejar de ser Dios, se humilló tomando forma de siervo35, para poder servirnos, porque solo en esa misma dirección se abren los afanes que merecen la pena. El amor busca la unión, identificarse con la persona amada: y, al unirnos a Cristo, nos atraerá el ansia de secundar su vida de entrega, de amor inmensurable, de sacrificio hasta la muerte. Cristo nos sitúa ante el dilema definitivo: o consumir la propia existencia de una forma egoísta y solitaria, o dedicarse con todas las fuerzas a una tarea de servicio.

Notas
12

Mt XXII, 16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Cfr. Mt XVIII, 24.

27

Ps CV, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
28

Gen II, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
33

1 Ioh IV, 16.

34

Cfr. Lc XVIII, 12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
35

Gal VI, 2.

36

Mt XX, 28.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
37

Cfr. Mt I, 19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
23

Is I, 17.

24

Lc VI, 35-36.

25

1 Cor XIII, 4-7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
29

1 Cor XIII, 1-3.

30

Ioh VI, 61.

31

1 Cor XIII, 8, 13.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
32

Gal VI, 2.

33

S. Agustín, De diversis quaestionibus LXXXIII, 71, 7 (PL 40, 83).

34

S. Agustín, Ibidem.

35

Cfr. Phil II, 6-7.

Referencias a la Sagrada Escritura