Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Laboriosidad → aprovechamiento del tiempo.

Cuando me dirijo a vosotros, cuando conversamos todos juntos con Dios Nuestro Señor, sigo en alta voz mi oración personal: me gusta recordarlo muy a menudo. Y vosotros habéis de esforzaros también en alimentar vuestra oración dentro de vuestras almas, aun cuando por cualquier circunstancia, como la de hoy por ejemplo, nos veamos precisados a tratar de un tema que no parece, a primera vista, muy a propósito para un diálogo de amor, que eso es nuestro coloquio con el Señor. Digo a primera vista, porque todo lo que nos ocurre, todo lo que sucede a nuestro lado puede y debe ser tema de nuestra meditación.

Tengo que hablaros del tiempo, de este tiempo que se marcha. No voy a repetir la conocida afirmación de que un año más es un año menos... Tampoco os sugiero que preguntéis por ahí qué piensan del transcurrir de los días, ya que probablemente –si lo hicierais– escucharíais alguna respuesta de este estilo: juventud, divino tesoro, que te vas para no volver... Aunque no excluyo que oyerais otra consideración con más sentido sobrenatural.

Tampoco quiero detenerme en el punto concreto de la brevedad de la vida, con acentos de nostalgia. A los cristianos, la fugacidad del caminar terreno debería incitarnos a aprovechar mejor el tiempo, de ninguna manera a temer a Nuestro Señor, y mucho menos a mirar la muerte como un final desastroso. Un año que termina –se ha dicho de mil modos, más o menos poéticos–, con la gracia y la misericordia de Dios, es un paso más que nos acerca al Cielo, nuestra definitiva Patria.

Al pensar en esta realidad, entiendo muy bien aquella exclamación que San Pablo escribe a los de Corinto: tempus breve est!1, ¡qué breve es la duración de nuestro paso por la tierra! Estas palabras, para un cristiano coherente, suenan en lo más íntimo de su corazón como un reproche ante la falta de generosidad, y como una invitación constante para ser leal. Verdaderamente es corto nuestro tiempo para amar, para dar, para desagraviar. No es justo, por tanto, que lo malgastemos, ni que tiremos ese tesoro irresponsablemente por la ventana: no podemos desbaratar esta etapa del mundo que Dios confía a cada uno.

Pero sigamos el hilo de la parábola. Y las fatuas, ¿qué hacen? A partir de entonces, ya dedican su empeño a disponerse a esperar al Esposo: van a comprar el aceite. Pero se han decidido tarde y, mientras iban, vino el esposo y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas, y se cerró la puerta. Al cabo llegaron también las otras vírgenes, clamando: ¡Señor, Señor, ábrenos!5. No es que hayan permanecido inactivas: han intentado algo... Pero escucharon la voz que les responde con dureza: no os conozco6. No supieron o no quisieron prepararse con la solicitud debida, y se olvidaron de tomar la razonable precaución de adquirir a su hora el aceite. Les faltó generosidad para cumplir acabadamente lo poco que tenían encomendado. Quedaban en efecto muchas horas, pero las desaprovecharon.

Pensemos valientemente en nuestra vida. ¿Por qué no encontramos a veces esos minutos, para terminar amorosamente el trabajo que nos atañe y que es el medio de nuestra santificación? ¿Por qué descuidamos las obligaciones familiares? ¿Por qué se mete la precipitación en el momento de rezar, de asistir al Santo Sacrificio de la Misa? ¿Por qué nos faltan la serenidad y la calma, para cumplir los deberes del propio estado, y nos entretenemos sin ninguna prisa en ir detrás de los caprichos personales? Me podéis responder: son pequeñeces. Sí, verdaderamente: pero esas pequeñeces son el aceite, nuestro aceite, que mantiene viva la llama y encendida la luz.

Este es el fruto de la oración de hoy: que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra –en todas las circunstancias y en todas las temporadas– es para Dios, de que es un tesoro de gloria, un trasunto celestial; de que es, en nuestras manos, una maravilla que hemos de administrar, con sentido de responsabilidad y de cara a los hombres y a Dios: sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece solo terrena.

Cuando tenía veintiséis años y percibí en toda su hondura el compromiso de servir al Señor en el Opus Dei, le pedí con toda mi alma ochenta años de gravedad. Le pedía más años a mi Dios –con ingenuidad de principiante, infantil– para saber utilizar el tiempo, para aprender a aprovechar cada minuto, en su servicio. El Señor sabe conceder esas riquezas. Quizá tú y yo llegaremos a poder decir: he entendido más que los ancianos, porque cumplí tus mandatos36. La juventud no ha de equivaler a despreocupación, como peinar canas no significa necesariamente prudencia y sabiduría.

Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre Nuestro que está en los Cielos.

Notas
1

1 Cor VII, 29.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Mt XXV, 10-11.

6

Mt XXV, 12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
36

Ps CXVIII, 100.

Referencias a la Sagrada Escritura