Lista de puntos

Hay 9 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Libertad → libertad y entrega.

Voy a proseguir este rato de charla ante el Señor, con una nota que utilicé años atrás, y que mantiene toda su actualidad. Recogí entonces unas consideraciones de Teresa de Ávila: «Todo es nada, y menos que nada, lo que se acaba y no contenta a Dios»17. ¿Comprendéis por qué un alma deja de saborear la paz y la serenidad cuando se aleja de su fin, cuando se olvida de que Dios la ha creado para la santidad? Esforzaos para no perder nunca este punto de mira sobrenatural, tampoco a la hora de la distracción o del descanso, tan necesarios en la vida de cada uno como el trabajo.

Ya podéis llegar a la cumbre de vuestra tarea profesional, ya podéis alcanzar los triunfos más resonantes, como fruto de esa libérrima iniciativa que ejercéis en las actividades temporales; pero si me abandonáis ese sentido sobrenatural que ha de presidir todo nuestro quehacer humano, habréis errado lamentablemente el camino.

Permitidme una corta digresión, que viene perfectamente al caso. Jamás he preguntado a alguno de los que a mí se han acercado lo que piensa en política: ¡no me interesa! Os manifiesto, con esta norma de mi conducta, una realidad que está muy metida en la entraña del Opus Dei, al que con la gracia y la misericordia divinas me he dedicado completamente, para servir a la Iglesia Santa. No me interesa ese tema, porque los cristianos gozáis de la más plena libertad, con la consecuente personal responsabilidad, para intervenir como mejor os plazca en cuestiones de índole política, social, cultural, etcétera, sin más límites que los que marca el Magisterio de la Iglesia. Únicamente me preocuparía –por el bien de vuestras almas–, si saltarais esos linderos, ya que habríais creado una neta oposición entre la fe que afirmáis profesar y vuestras obras, y entonces os lo advertiría con claridad. Este sacrosanto respeto a vuestras opciones, mientras no os aparten de la ley de Dios, no lo entienden los que ignoran el verdadero concepto de la libertad que nos ha ganado Cristo en la Cruz, qua libertate Christus nos liberavit18, los sectarios de uno y otro extremo: esos que pretenden imponer como dogmas sus opiniones temporales; o aquellos que degradan al hombre, al negar el valor de la fe colocándola a merced de los errores más brutales.

Libertad y entrega

El amor de Dios es celoso; no se satisface si se acude a su cita con condiciones: espera con impaciencia que nos demos del todo, que no guardemos en el corazón recovecos oscuros, a los que no logra llegar el gozo y la alegría de la gracia y de los dones sobrenaturales. Quizá pensaréis: responder que sí a ese Amor exclusivo, ¿no es acaso perder la libertad?

Con la ayuda del Señor que preside este rato de oración, con su luz, espero que para vosotros y para mí quede todavía más definido este tema. Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez que servir a Cristo Señor Nuestro comporta dolor y fatiga. Negar esta realidad, supondría no haberse encontrado con Dios. El alma enamorada conoce que, cuando viene ese dolor, se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que el peso es ligero y la carga suave, porque lo lleva Él sobre sus hombros, como se abrazó al madero cuando estaba en juego nuestra felicidad eterna24. Pero hay hombres que no entienden, que se rebelan contra el Creador –una rebelión impotente, mezquina, triste–, que repiten ciegamente la queja inútil que recoge el Salmo: rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su dominio25. Se resisten a cumplir, con heroico silencio, con naturalidad, sin lucimiento y sin lamentos, la tarea dura de cada día. No comprenden que la Voluntad divina, también cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere, coincide exactamente con la libertad, que solo reside en Dios y en sus designios.

Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino. ¿Es eso libertad? ¿Qué aprovechan de esa riqueza sin un compromiso serio, que oriente toda la existencia? Un comportamiento así se opone a la categoría propia, a la nobleza, de la persona humana. Falta la ruta, el camino claro que informe los pasos sobre la tierra: esas almas –las habéis encontrado, como yo– se dejarán arrastrar luego por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad.

Su libertad se demuestra estéril, o produce frutos ridículos, también humanamente. El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él. Estos son nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces26, aunque se encubran en un continuo parloteo, en paliativos con lo que intentan difuminar la ausencia de carácter, de valentía y de honradez.

¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado.

Recordad la parábola de los talentos. Aquel siervo que recibió uno, podía –como sus compañeros– emplearlo bien, ocuparse de que rindiera, aplicando la cualidades que poseía. ¿Y qué delibera? Le preocupa el miedo a perderlo. Bien. Pero, ¿después? ¡Lo entierra!27. Y aquello no da fruto.

No olvidemos este caso de temor enfermizo a aprovechar honradamente la capacidad de trabajo, la inteligencia, la voluntad, todo el hombre. ¡Lo entierro –parece afirmar ese desgraciado–, pero mi libertad queda a salvo! No. La libertad se ha inclinado hacia algo muy concreto, hacia la sequedad más pobre y árida. Ha tomado partido, porque no tenía más remedio que elegir: pero ha elegido mal.

Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad.

Pero, me preguntaréis, cuando alcanzamos lo que amamos con toda el alma ya no seguiremos buscando: ¿ha desaparecido la libertad? Os aseguro que entonces es más operativa que nunca, porque el amor no se contenta con un cumplimiento rutinario, ni se compagina con el hastío o con la apatía. Amar significa recomenzar cada día a servir, con obras de cariño.

Insisto, querría grabarlo a fuego en cada uno: la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad solo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios. Recuerdo que me llevé una alegría cuando me enteré de que en portugués llaman a los jóvenes os novos. Y eso son. Os cuento esta anécdota porque he cumplido ya bastantes años, pero al rezar al pie del altar al Dios que llena de alegría mi juventud28, me siento muy joven y sé que nunca llegaré a considerarme viejo; porque, si permanezco fiel a mi Dios, el Amor me vivificará continuamente: se renovará, como la del águila, mi juventud29.

Por amor a la libertad, nos atamos. Únicamente la soberbia atribuye a esas ataduras el peso de una cadena. La verdadera humildad, que nos enseña Aquel que es manso y humilde de corazón, nos muestra que su yugo es suave y su carga ligera30: el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que Él nos ganó en la Cruz.

Los frutos de la templanza

Templanza es señorío. No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria.

Algunos no desean negar nada al estómago, a los ojos, a las manos; se niegan a escuchar a quien aconseje vivir una vida limpia. La facultad de engendrar –que es una realidad noble, participación en el poder creador de Dios– la utilizan desordenadamente, como un instrumento al servicio del egoísmo.

Pero no me ha gustado nunca hablar de impureza. Yo quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre verdaderamente hombre, que no está atado a las cosas que brillan sin valor, como las baratijas que recoge la urraca. Ese hombre sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es solo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.

La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata.

Una de sus primeras manifestaciones se concreta en iniciar al alma en los caminos de la humildad. Cuando sinceramente nos consideramos nada; cuando comprendemos que, sin el auxilio divino, la más débil y flaca de las criaturas sería mejor que nosotros; cuando nos vemos capaces de todos los errores y de todos los horrores; cuando nos sabemos pecadores aunque peleemos con empeño para apartarnos de tantas infidelidades, ¿cómo vamos a pensar mal de los demás?, ¿cómo se podrá alimentar en el corazón el fanatismo, la intolerancia, la altanería?

La humildad nos lleva como de la mano a esa forma de tratar al prójimo, que es la mejor: la de comprender a todos, convivir con todos, disculpar a todos; no crear divisiones ni barreras; comportarse –¡siempre!– como instrumentos de unidad. No en vano existe en el fondo del hombre una aspiración fuerte hacia la paz, hacia la unión con sus semejantes, hacia el mutuo respeto de los derechos de la persona, de manera que ese miramiento se transforme en fraternidad. Refleja una huella de lo más valioso de nuestra condición humana: si todos somos hijos de Dios, la fraternidad ni se reduce a un tópico, ni resulta un ideal ilusorio: resalta como meta difícil, pero real.

Frente a todos los cínicos, a los escépticos, a los desamorados, a los que han convertido la propia cobardía en una mentalidad, los cristianos hemos de demostrar que ese cariño es posible. Quizá existan muchas dificultades para comportarse así, porque el hombre fue creado libre, y en su mano está enfrentarse inútil y amargamente contra Dios: pero es posible y es real, porque esa conducta nace necesariamente como consecuencia del amor de Dios y del amor a Dios. Si tú y yo queremos, Jesucristo también quiere. Entonces entenderemos con toda su hondura y con toda su fecundidad el dolor, el sacrificio y la entrega desinteresada en la convivencia diaria.

Os libraré de la cautividad, estéis donde estéis7. Nos libramos de la esclavitud, con la oración: nos sabemos libres, volando en un epitalamio de alma encariñada, en un cántico de amor, que empuja a desear no apartarse de Dios. Un nuevo modo de pisar en la tierra, un modo divino, sobrenatural, maravilloso. Recordando a tantos escritores castellanos del quinientos, quizá nos gustará paladear por nuestra cuenta: ¡que vivo porque no vivo: que es Cristo quien vive en mí!8.

Se acepta gustosamente la necesidad de trabajar en este mundo, durante muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. No rehusemos la obligación de vivir, de gastarnos –bien exprimidos– al servicio de Dios y de la Iglesia. De esta manera, en libertad: in libertatem gloriae filiorum Dei9, qua libertate Christus nos liberavit10; con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha ganado muriendo sobre el madero de la Cruz.

Notas
17

Sta. Teresa de Jesús, Libro de la vida, 20, 26.

Notas
18

Gal IV, 31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
24

Cfr. Mt XI, 30.

25

Ps II, 3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Iudae, 12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
27

Cfr. Mt XXV, 18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
28

Ps XLII, 4.

29

Cfr. Ps CII, 5.

30

Cfr. Mt XI, 29-30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

Ier XXIX, 14.

8

Cfr. Gal II, 20.

9

Rom VIII, 21.

10

Gal IV, 31.

Referencias a la Sagrada Escritura