Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Muerte → esperanza.

Aquí, en la presencia de Dios, que nos preside desde el Sagrario –¡cómo fortalece esta proximidad real de Jesús!–, vamos a meditar hoy acerca de ese suave don de Dios, la esperanza, que colma nuestras almas de alegría, spe gaudentes3, gozosos, porque –si somos fieles– nos aguarda el Amor infinito.

No olvidemos jamás que para todos –para cada uno de nosotros, por tanto– solo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de Él. Nunca he concedido demasiado peso a los santones que alardean de no ser creyentes: los quiero muy de veras, como a todos los hombres, mis hermanos; admiro su buena voluntad, que en determinados aspectos puede mostrarse heroica, pero los compadezco, porque tienen la enorme desgracia de que les falta la luz y el calor de Dios, y la inefable alegría de la esperanza teologal.

Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo. Nos lo confirma San Pablo: quae sursum sunt quaerite; buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya –a lo que es mundano, por el Bautismo–, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios4.

Pero si abundan los temerosos y los frívolos, en esta tierra nuestra muchos hombres rectos, impulsados por un noble ideal –aunque sin motivo sobrenatural, por filantropía–, afrontan toda clase de privaciones y se gastan generosamente en servir a los otros, en ayudarles en sus sufrimientos o en sus dificultades. Me siento siempre movido a respetar, e incluso a admirar la tenacidad de quien trabaja decididamente por un ideal limpio. Sin embargo, considero una obligación mía recordar que todo lo que iniciamos aquí, si es empresa exclusivamente nuestra, nace con el sello de la caducidad. Meditad las palabras de la Escritura: he contemplado todo cuanto habían hecho mis manos y todos los afanes que al hacerlo tuve, y vi que todo era vanidad y apacentarse de viento, y que no hay provecho alguno debajo del sol5.

Esta precariedad no sofoca la esperanza. Al contrario, cuando reconocemos las pequeñeces y la contingencia ese trabajo se abre a la auténtica esperanza, que eleva todo el humano quehacer y lo convierte en lugar de encuentro con Dios. Se ilumina así esa tarea con una luz perenne, que aleja las tinieblas de las desilusiones. Pero si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morada eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas. Recordad la sincera y famosa exclamación de San Agustín, que había experimentado tantas amarguras mientras desconocía a Dios, y buscaba fuera de Él la felicidad: «¡nos creaste, Señor, para ser tuyos, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti!»6. Quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar.

A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, la seguridad de sentirme –de saberme– hijo de Dios me llena de verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también virtud muy humana. Estoy feliz con la certeza del Cielo que alcanzaremos, si permanecemos fieles hasta el final; con la dicha que nos llegará, quoniam bonus7, porque mi Dios es bueno y es infinita su misericordia. Esta convicción me incita a comprender que solo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por esto, la esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor.

En qué esperar

Quizá más de uno se pregunte: los cristianos, ¿en qué debemos esperar?, porque el mundo nos ofrece muchos bienes, apetecibles para este corazón nuestro, que reclama felicidad y persigue con ansias el amor. Además, queremos sembrar la paz y la alegría a manos llenas, no nos quedamos satisfechos con el logro de una prosperidad personal, y procuramos que estén contentos todos los que nos rodean.

Por desgracia, algunos, con una visión digna pero chata, con ideales exclusivamente caducos y fugaces, olvidan que los anhelos del cristiano se han de orientar hacia cumbres más elevadas: infinitas. Nos interesa el Amor mismo de Dios, gozarlo plenamente, con un gozo sin fin. Hemos comprobado, de tantas maneras, que lo de aquí abajo pasará para todos, cuando este mundo acabe: y ya antes, para cada uno, con la muerte, porque no acompañan las riquezas ni los honores al sepulcro. Por eso, con las alas de la esperanza, que anima a nuestros corazones a levantarse hasta Dios, hemos aprendido a rezar: in te Domine speravi, non confundar in aeternum8, espero en Ti, Señor, para que me dirijas con tus manos ahora y en todo momento, por los siglos de los siglos.

Allí donde nos encontremos, nos exhorta el Señor: ¡vela! Alimentemos en nuestras conciencias, ante esa petición de Dios, los deseos esperanzados de santidad, con obras. Dame, hijo mío, tu corazón12, nos sugiere al oído. Déjate de construir castillos con la fantasía, decídete a abrir tu alma a Dios, pues exclusivamente en el Señor hallarás fundamento real para tu esperanza y para hacer el bien a los demás. Cuando no se lucha consigo mismo, cuando no se rechazan terminantemente los enemigos que están dentro de la ciudadela interior –el orgullo, la envidia, la concupiscencia de la carne y de los ojos, la autosuficiencia, la alocada avidez de libertinaje–, cuando no existe esa pelea interior, los más nobles ideales se agostan como la flor del heno, que al salir el sol ardiente, se seca la hierba, cae la flor, y se acaba su vistosa hermosura13. Después, en el menor resquicio brotarán el desaliento y la tristeza, como una planta dañina e invasora.

No se conforma Jesús con un asentimiento titubeante. Pretende, tiene derecho a que caminemos con entereza, sin concesiones ante las dificultades. Exige pasos firmes, concretos; pues, de ordinario, los propósitos generales sirven para poco. Esos propósitos tan poco delineados me parecen ilusiones falaces, que intentan acallar las llamadas divinas que percibe el corazón; fuegos fatuos, que no queman ni dan calor, y que desaparecen con la misma fugacidad con que han surgido.

Por eso, me convenceré de que tus intenciones para alcanzar la meta son sinceras, si te veo marchar con determinación. Obra el bien, revisando tus actitudes ordinarias ante la ocupación de cada instante; practica la justicia, precisamente en los ámbitos que frecuentas, aunque te dobles por la fatiga; fomenta la felicidad de los que te rodean, sirviendo a los otros con alegría en el lugar de tu trabajo, con esfuerzo para acabarlo con la mayor perfección posible, con tu comprensión, con tu sonrisa, con tu actitud cristiana. Y todo, por Dios, con el pensamiento en su gloria, con la mirada alta, anhelando la Patria definitiva, que solo ese fin merece la pena.

¡Qué maravilloso será cuando Nuestro Padre nos diga: siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en las cosas pequeñas, yo te confiaré las grandes: entra en el gozo de tu Señor!34. ¡Esperanzados! Ese es el prodigio del alma contemplativa. Vivimos de Fe, y de Esperanza, y de Amor; y la Esperanza nos vuelve poderosos. ¿Recordáis a San Juan?: a vosotros escribo, jóvenes, porque sois valientes y la palabra de Dios permanece en vosotros, y vencisteis al maligno35. Dios nos urge, para la juventud eterna de la Iglesia y de la humanidad entera. ¡Podéis transformar en divino todo lo humano, como el rey Midas convertía en oro todo lo que tocaba!

No lo olvidéis nunca: después de la muerte, os recibirá el Amor. Y en el amor de Dios encontraréis, además, todos los amores limpios que habéis tenido en la tierra. El Señor ha dispuesto que pasemos esta breve jornada de nuestra existencia trabajando y, como su Unigénito, haciendo el bien36. Entretanto, hemos de estar alerta, a la escucha de aquellas llamadas que San Ignacio de Antioquía notaba en su alma, al acercarse la hora del martirio: «Ven al Padre»37, ven hacia tu Padre, que te espera ansioso.

Pidamos a Santa María, Spes nostra, que nos encienda en el afán santo de habitar todos juntos en la casa del Padre. Nada podrá preocuparnos, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas.

Notas
3

Rom XII, 12.

4

Col III, 1-3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Eccli II, 11.

6

S. Agustín, Confessiones, 1, 1, 1 (PL 32, 661).

7

Ps CV, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
8

Ps XXX, 2.

Notas
12

Prv XXIII, 26.

13

Iac I, 10-11.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
34

Mt XXV, 21.

35

1 Ioh II, 14.

36

Act X, 38.

37

S. Ignacio de Antioquía, Epistola ad Romanos, 7 (PG 5,694).

Referencias a la Sagrada Escritura