Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Mundo → siembra de caridad en el mundo.

Mezclado entre la multitud, uno de aquellos peritos que no acertaban ya a discernir las enseñanzas reveladas a Moisés, enmarañadas por ellos mismos con una estéril casuística, ha hecho una pregunta al Señor. Abre Jesús sus labios divinos para responder a ese doctor de la Ley y le contesta pausadamente, con la segura persuasión del que lo tiene bien experimentado: amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el máximo y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está cifrada toda la Ley y los profetas1.

Fijaos ahora en el Maestro reunido con sus discípulos, en la intimidad del Cenáculo. Al acercarse el momento de su Pasión, el Corazón de Cristo, rodeado por los que Él ama, estalla en llamaradas inefables: un nuevo mandamiento os doy, les confía: que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros, y que del modo que yo os he amado así también os améis recíprocamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros2.

Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más. Así –sé de tantas almas normales y corrientes que lo viven–, os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas3.

Señor, ¿por qué llamas nuevo a este mandamiento? Como acabamos de escuchar, el amor al prójimo estaba prescrito en el Antiguo Testamento, y recordaréis también que Jesús, apenas comienza su vida pública, amplía esa exigencia, con divina generosidad: habéis oído que fue dicho: amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os pido más: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian4.

Señor, permítenos insistir: ¿por qué continúas llamando nuevo a este precepto? Aquella noche, pocas horas antes de inmolarte en la Cruz, durante esa conversación entrañable con los que –a pesar de sus personales flaquezas y miserias, como las nuestras– te han acompañado hasta Jerusalén, Tú nos revelaste la medida insospechada de la caridad: como yo os he amado. ¡Cómo no habían de entenderte los Apóstoles, si habían sido testigos de tu amor insondable!

El anuncio y el ejemplo del Maestro resultan claros, precisos. Ha subrayado con obras su doctrina. Y, sin embargo, muchas veces he pensado que, después de veinte siglos, todavía sigue siendo un mandato nuevo, porque muy pocos hombres se han preocupado de practicarlo; el resto, la mayoría, ha preferido y prefiere no enterarse. Con un egoísmo exacerbado, concluyen: para qué más complicaciones, me basta y me sobra con lo mío.

No cabe semejante postura entre los cristianos. Si profesamos esa misma fe, si de verdad ambicionamos pisar en las nítidas huellas que han dejado en la tierra las pisadas de Cristo, no hemos de conformarnos con evitar a los demás los males que no deseamos para nosotros mismos. Esto es mucho, pero es muy poco, cuando comprendemos que la medida de nuestro amor viene definida por el comportamiento de Jesús. Además, Él no nos propone esa norma de conducta como una meta lejana, como la coronación de toda una vida de lucha. Es –debe ser, insisto, para que lo traduzcas en propósitos concretos– el punto de partida, porque Nuestro Señor lo antepone como signo previo: en esto conocerán que sois mis discípulos.

Jesucristo, Señor Nuestro, se encarnó y tomó nuestra naturaleza, para mostrarse a la humanidad como el modelo de todas las virtudes. Aprended de mí, invita, que soy manso y humilde de corazón5.

Más tarde, cuando explica a los Apóstoles la señal por la que les reconocerán como cristianos, no dice: porque sois humildes. Él es la pureza más sublime, el Cordero inmaculado. Nada podía manchar su santidad perfecta, sin mancilla6. Pero tampoco indica: se darán cuenta de que están ante mis discípulos porque sois castos y limpios.

Pasó por este mundo con el más completo desprendimiento de los bienes de la tierra. Siendo Creador y Señor de todo el universo, le faltaba incluso el lugar donde reclinar la cabeza7. Sin embargo, no comenta: sabrán que sois de los míos, porque no os habéis apegado a las riquezas. Permanece cuarenta días con sus noches en el desierto, en ayuno riguroso8, antes de dedicarse a la predicación del Evangelio. Y, del mismo modo, no asegura a los suyos: comprenderán que servís a Dios, porque no sois comilones ni bebedores.

La característica que distinguirá a los apóstoles, a los cristianos auténticos de todos los tiempos, la hemos oído: en esto –precisamente en esto– conocerán todos que sois mis discípulos, en que os tenéis amor unos a otros9.

Me parece perfectamente lógico que los hijos de Dios se hayan quedado siempre removidos –como tú y yo, en estos momentos– ante esa insistencia del Maestro. «El Señor no establece como prueba de la fidelidad de sus discípulos, los prodigios o los milagros inauditos, aunque les ha conferido el poder de hacerlos, en el Espíritu Santo. ¿Qué les comunica? Conocerán que sois mis discípulos si os amáis recíprocamente»10.

Pedagogía divina

No odiar al enemigo, no devolver mal por mal, renunciar a la venganza, perdonar sin rencor, se consideraba entonces –y también ahora, no nos engañemos– una conducta insólita, demasiado heroica, fuera de lo normal. Hasta ahí llega la mezquindad de las criaturas. Jesucristo, que ha venido a salvar a todas las gentes y desea asociar a los cristianos a su obra redentora, quiso enseñar a sus discípulos –a ti y a mí– una caridad grande, sincera, más noble y valiosa: debemos amarnos mutuamente como Cristo nos ama a cada uno de nosotros. Solo de esta manera, imitando –dentro de la propia personal tosquedad– los modos divinos, lograremos abrir nuestro corazón a todos los hombres, querer de un modo más alto, enteramente nuevo.

Qué bien pusieron en práctica los primeros cristianos esta caridad ardiente, que sobresalía con exceso más allá de las cimas de la simple solidaridad humana o de la benignidad de carácter. Se amaban entre sí, dulce y fuertemente, desde el Corazón de Cristo. Un escritor del siglo ii, Tertuliano, nos ha transmitido el comentario de los paganos, conmovidos al contemplar el porte de los fieles de entonces, tan lleno de atractivo sobrenatural y humano: «Mirad cómo se aman»11, repetían.

Si percibes que tú, ahora o en tantos detalles de la jornada, no mereces esa alabanza; que tu corazón no reacciona como debiera ante los requerimientos divinos, piensa también que te ha llegado el tiempo de rectificar. Atiende la invitación de San Pablo: hagamos el bien a todos y especialmente a aquellos que pertenecen, mediante la fe, a la misma familia que nosotros12, al Cuerpo Místico de Cristo.

Notas
1

Mt XXII, 37-40.

2

Ioh XIII, 34-35.

3

Cfr. Lc X, 39-40.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
4

Mt V, 43-44.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Mt XI, 29.

6

Cfr. Ioh VIII, 46.

7

Cfr. Mt VIII, 20.

8

Cfr. Mt IV, 2.

9

Ioh XIII, 35.

10

S. Basilio, Regulae fusius tractatae, 3, 1 (PG 31, 918).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Tertuliano, Apologeticus, 39 (PL 1, 47).

12

Gal VI, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura