Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Perseverancia → en la oración.

La fe de Bartimeo

Esta vez es San Marcos quien nos cuenta la curación de otro ciego. Al salir de Jericó con sus discípulos, seguido de muchísima gente, Bartimeo el ciego, hijo de Timeo, estaba sentado junto al camino para pedir limosna10. Oyendo aquel gran rumor de la gente, el ciego preguntó: ¿qué pasa? Le contestaron: Jesús de Nazaret. Y entonces se le encendió tanto el alma en la fe de Cristo, que gritó: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí11.

¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!

Os aconsejo que meditéis despacio los momentos que preceden al prodigio, con el fin de que conservéis bien grabada en vuestra mente una idea muy clara: ¡qué distintos son, del Corazón misericordioso de Jesús, nuestros pobres corazones! Os servirá siempre, y de modo especial a la hora de la prueba, de la tentación, y también a la hora de la respuesta generosa en los pequeños quehaceres y en las ocasiones heroicas.

Había allí muchos que reñían a Bartimeo con el intento de que callara12. Como a ti, cuando has sospechado que Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud. Y amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!

Pero el pobre Bartimeo no les escuchaba, y aun continuaba con más fuerza: Hijo de David, ten compasión de mí. El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó. «Imitémosle. Aunque Dios no nos conceda enseguida lo que le pedimos, aunque muchos intenten alejarnos de la oración, no cesemos de implorarle»13.

Siempre que sentimos en nuestro corazón deseos de mejorar, de responder más generosamente al Señor, y buscamos una guía, un norte claro para nuestra existencia cristiana, el Espíritu Santo trae a nuestra memoria las palabras del Evangelio: conviene orar perseverantemente y no desfallecer1. La oración es el fundamento de toda labor sobrenatural; con la oración somos omnipotentes y, si prescindiésemos de este recurso, no lograríamos nada.

Quisiera que hoy, en nuestra meditación, nos persuadiésemos definitivamente de la necesidad de disponernos a ser almas contemplativas, en medio de la calle, del trabajo, con una conversación continua con nuestro Dios, que no debe decaer a lo largo del día. Si pretendemos seguir lealmente los pasos del Maestro, ese es el único camino.

En los Hechos de los Apóstoles se narra una escena que a mí me encanta, porque recoge un ejemplo claro, actual siempre: perseveraban todos en la enseñanza de los Apóstoles, y en la comunicación de la fracción del pan, y en la oración11. Es una anotación insistente, en el relato de la vida de los primeros seguidores de Cristo: todos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en oración12. Y cuando Pedro es apresado por predicar audazmente la verdad, deciden rezar. La Iglesia incesantemente elevaba su petición por él13.

La oración era entonces, como hoy, la única arma, el medio más poderoso para vencer en las batallas de la lucha interior: ¿hay entre vosotros alguno que está triste? Que se recoja en oración14. Y San Pablo resume: orad sin interrupción15, no os canséis nunca de implorar.

No me he cansado nunca y, con la gracia de Dios, nunca me cansaré de hablar de oración. Hacia 1930, cuando se acercaban a mí, sacerdote joven, personas de todas las condiciones –universitarios, obreros, sanos y enfermos, ricos y pobres, sacerdotes y seglares–, que intentaban acompañar más de cerca al Señor, les aconsejaba siempre: rezad. Y si alguno me contestaba: no sé ni siquiera cómo empezar, le recomendaba que se pusiera en la presencia del Señor y le manifestase su inquietud, su ahogo, con esa misma queja: Señor, ¡que no sé! Y, tantas veces, en aquellas humildes confidencias se concretaba la intimidad con Cristo, un trato asiduo con Él.

Han transcurrido muchos años, y no conozco otra receta. Si no te consideras preparado, acude a Jesús como acudían sus discípulos: ¡enséñanos a hacer oración!18. Comprobarás cómo el Espíritu Santo ayuda a nuestra flaqueza,pues no sabiendo siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene expresarse, el mismo Espíritu facilita nuestros ruegos con gemidos que son inexplicables19, que no pueden contarse, porque no existen modos apropiados para describir su hondura.

¡Qué firmeza nos debe producir la Palabra divina! No me he inventado nada, cuando –a lo largo de mi ministerio sacerdotal– he repetido y repito incansablemente ese consejo. Está recogido de la Escritura Santa, de ahí lo he aprendido: ¡Señor, que no sé dirigirme a Ti! ¡Señor, enséñanos a orar! Y viene toda esa asistencia amorosa –luz, fuego, viento impetuoso– del Espíritu Santo, que alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor.

Para algunos, todo esto quizá resulta familiar; para otros, nuevo; para todos, arduo. Pero yo, mientras me quede aliento, no cesaré de predicar la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca. No es cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios.

Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos hace ver –con su ejemplo– que ese es el comportamiento certero: oración constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón21, no olvidará nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque Él ha afirmado: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá22.

Procuremos, por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo... y ante el desconsuelo por la muerte de un ser querido. Primero de todo, la charla con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa que pueda considerarse como pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de vida interior constante, de auténtico diálogo de amor. Una práctica que no nos producirá ninguna deformación psicológica, porque –para un cristiano– debe resultar tan natural como el latir del corazón.

Notas
10

Mc X, 46.

11

Mc X, 47.

12

Mc X, 48.

13

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 66, 1 (PG 58, 626).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Lc XVIII, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
11

Act II, 42.

12

Act I, 14.

13

Act XII, 5.

14

Iac V, 13.

15

1 Thes V, 17.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Lc XI, 1.

19

Rom VIII, 26.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

Mt XI, 29.

22

Lc XI, 9.

Referencias a la Sagrada Escritura