Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Piedad → piedad y filiación divina.

El domingo in albis trae a mi memoria una vieja tradición piadosa de mi tierra. En este día, en el que la liturgia invita a desear el alimento espiritual –rationabile, sine dolo lac concupiscite1, apeteced la leche del espíritu y sin mezcla de fraude–, era costumbre entonces que se llevara la Sagrada Comunión a los enfermos –no hacía falta que fuesen casos graves–, para que pudieran cumplir el precepto pascual.

En algunas ciudades grandes, cada parroquia organizaba una procesión eucarística. Recuerdo de mis años de estudiante universitario, que resultaba corriente que se cruzasen, por el Coso de Zaragoza, tres comitivas en las que solo iban hombres –¡miles de hombres!–, con grandes cirios ardiendo. Gente recia, que acompañaba al Señor Sacramentado, con una fe más grande que aquellos velones que pesaban kilos.

Cuando esta noche me he despertado varias veces, he repetido, como jaculatoria, quasi modo geniti infantes2: como niños recién nacidos... Pensaba que esa invitación de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina. Porque nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños!

Somos hijos de Dios

Quasi modo geniti infantes, rationabile, sine dolo lac concupiscite3: como niños que acaban de llegar al mundo, bramad por la leche limpia y pura del espíritu. Es estupendo este versículo de San Pedro, y entiendo muy bien que a continuación la liturgia haya añadido: exsultate Deo adiutori nostro: iubilate Deo Iacob4; saltad de júbilo en honor de Dios: aclamad al Dios de Jacob, que es también Señor y Padre Nuestro. Pero me gustaría que hoy, vosotros y yo, meditásemos no sobre el Santo Sacramento del Altar, que arranca de nuestro corazón las más altas alabanzas a Jesús; querría que nos detuviésemos en esa certeza de la filiación divina y en alguna de sus consecuencias, para todos los que pretenden vivir con noble empeño su fe cristiana.

Por motivos que no son del caso –pero que bien conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario–, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía.

Por eso, ahora deseo insistir en la necesidad de que vosotros y yo nos rehagamos, nos despertemos de ese sueño de debilidad que tan fácilmente nos amodorra, y volvamos a percibir, de una manera más honda y a la vez más inmediata, nuestra condición de hijos de Dios.

El ejemplo de Jesús, todo el paso de Cristo por aquellos lugares de oriente, nos ayudan a penetrarnos de esa verdad. Si admitimos el testimonio de los hombres –leemos en la Epístola–, de mayor autoridad es el testimonio de Dios5. Y, ¿en qué consiste el testimonio de Dios? De nuevo habla San Juan: mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos... Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios6.

A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres. Mi experiencia sacerdotal me ha confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención.

El ejemplo de Jesucristo

Quasi modo geniti infantes... Me ha dado alegría difundir por todas partes esta mentalidad de hijos pequeños de Dios, que nos hará paladear las palabras que también se recogen en la liturgia de la Misa: todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo7, supera las dificultades, logra la victoria, en esta gran batalla por la paz de las almas y de la sociedad.

Nuestra sabiduría y nuestra fuerza están precisamente en tener la convicción de nuestra pequeñez, de nuestra nada delante de los ojos de Dios; pero es Él quien nos estimula para que nos movamos, al mismo tiempo, con una segura confianza y prediquemos a Jesucristo, su Hijo Unigénito, a pesar de nuestros errores y de nuestras miserias personales, siempre y cuando, junto a la flaqueza, no falte la lucha con el fin de superarla.

Me habréis oído repetir con frecuencia aquel consejo de la Escritura Santa: discite benefacere8, porque es cierto que debemos aprender y enseñar a hacer el bien. Hemos de comenzar por nosotros mismos, empeñándonos en descubrir cuál es el bien que hay que ambicionar para cada uno de nosotros, para cada uno de nuestros amigos, para cada uno de los hombres. No conozco camino mejor para considerar la grandeza de Dios: aprender a servir, con el punto de mira inefable y sencillo de que Él es nuestro Padre y nosotros somos hijos suyos.

Piedad, trato de hijos

La piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos. ¿No habíais observado que, en las familias, los hijos, aun sin darse cuenta, imitan a sus padres: repiten sus gestos, sus costumbres, coinciden en tantos modos de comportarse?

Pues lo mismo sucede en la conducta del buen hijo de Dios: se alcanza también –sin que se sepa cómo, ni por qué camino– ese endiosamiento maravilloso, que nos ayuda a enfocar los acontecimientos con el relieve sobrenatural de la fe; se ama a todos los hombres como nuestro Padre del Cielo los ama y –esto es lo que más cuenta– se obtiene un brío nuevo en nuestro esfuerzo cotidiano por acercarnos al Señor. No importan las miserias, insisto, porque ahí están los brazos amorosos de Nuestro Padre Dios para levantarnos.

Si os fijáis, existe una gran diferencia cuando se cae un niño y cuando se cae una persona mayor. Para los niños, la caída de ordinario no tiene importancia: ¡tropiezan con tanta frecuencia! Y si se les escapan unos lagrimones, su padre les explica: los hombres no lloran. Así se concluye el incidente, con el empeño del chico por contentar a su padre.

Mirad, en cambio, lo que ocurre si pierde el equilibrio un hombre adulto, y viene a dar de bruces contra el suelo. Si no fuera por la compasión, provocaría hilaridad, risa. Pero, además, el golpe quizá traiga consecuencias graves, y, en un anciano, incluso produzca una fractura irreparable. En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines, que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta –cuando resulta preciso– el consuelo de sus padres.

Si procuramos portarnos como ellos, los trompicones y fracasos –por lo demás inevitables– en la vida interior no desembocarán nunca en amargura. Reaccionaremos con dolor pero sin desánimo, y con una sonrisa que brota, como agua limpia, de la alegría de nuestra condición de hijos de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre. He aprendido, durante mis años de servicio al Señor, a ser hijo pequeño de Dios. Y esto os pido a vosotros: que seáis quasi modo geniti infantes, niños que desean la palabra de Dios, el pan de Dios, el alimento de Dios, la fortaleza de Dios, para conducirnos en adelante como hombres cristianos.

Notas
1

1 Pet II, 2 (Introito de la Misa).

2

Ibidem.

3

Ibidem.

4

Ps LXXX, 2 (Introito de la Misa).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

1 Ioh V, 9.

6

1 Ioh III, 1-2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

1 Ioh V, 4.

8

Is 1, 17.

Referencias a la Sagrada Escritura