Lista de puntos

Hay 4 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Soberbia → conocimiento de Dios y conocimiento propio.

Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia11, enseña el Apóstol San Pedro. En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más camino –para vivir vida divina– que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza acaso en nuestra humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el que ha creado todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que –hablando al modo humano– quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira ser humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas12. Nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa con un endiosamiento bueno.

No sé si os habrán contado, en vuestra infancia, la fábula de aquel campesino, al que regalaron un faisán dorado. Transcurrido el primer momento de alegría y de sorpresa por ese obsequio, el nuevo dueño buscó dónde podría encerrarlo. Al cabo de bastantes horas, tras muchas dudas y diferentes planes, optó por meterlo en el gallinero. Las gallinas, admiradas por la belleza del recién venido, giraban a su alrededor, con el asombro de quien descubre un semidiós. En medio de tanto alboroto, sonó la hora de la pitanza y, al echar el dueño los primeros puñados de salvado, el faisán –famélico por la espera– se lanzó con avidez a sacar el vientre de mal año. Ante un espectáculo tan vulgar –aquel prodigio de hermosura comía con las mismas ansias del animal más corriente– las desencantadas compañeras de corral la emprendieron a picotazos contra el ídolo caído, hasta arrancarle todas las plumas. Así de triste es el desmoronamiento del ególatra; tanto más desastroso cuanto más se ha empinado sobre sus propias fuerzas, presuntuosamente confiado en su personal capacidad.

Sacad consecuencias prácticas para vuestra vida diaria, sintiéndoos depositarios de unos talentos –sobrenaturales y humanos– que habéis de aprovechar rectamente, y rechazad el ridículo engaño de que algo os pertenece, como si fuera fruto de vuestro solo esfuerzo. Acordaos de que hay un sumando –Dios– del que nadie puede prescindir.

Deberes de justicia con Dios y con los hombres

Grabémoslo bien en nuestra alma, para que se note en la conducta: primero, justicia con Dios. Esa es la piedra de toque de la verdadera hambre y sed de justicia23, que la distingue del griterío de los envidiosos, de los resentidos, de los egoístas y codiciosos... Porque negar a Nuestro Creador y Redentor el reconocimiento de los abundantes e inefables bienes que nos concede, encierra la más tremenda e ingrata de las injusticias. Vosotros, si de veras os esforzáis en ser justos, consideraréis frecuentemente vuestra dependencia de Dios –porque ¿qué cosa tienes tú que no hayas recibido?24–, para llenaros de agradecimiento y de deseos de corresponder a un Padre que nos ama hasta la locura.

Entonces se avivará en vosotros el espíritu bueno de piedad filial, que os hará tratar a Dios con ternura de corazón. Cuando los hipócritas planteen a vuestro alrededor la duda de si el Señor tiene derecho a pediros tanto, no os dejéis engañar. Al contrario, os pondréis en presencia de Dios sin condiciones, dóciles, comola arcilla en manos del alfarero25, y le confesaréis rendidamente: Deus meus et omnia!, Tú eres mi Dios y mi todo. Y si alguna vez llega el golpe inesperado, la tribulación inmerecida de parte de los hombres, sabréis cantar con alegría nueva: hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. Amén, amén.

La virtud de la esperanza –seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medios necesarios– nos habla de esa continua bondad del Señor con los hombres, contigo, conmigo, siempre dispuesto a oírnos, porque jamás se cansa de escuchar. Le interesan tus alegrías, tus éxitos, tu amor, y también tus apuros, tu dolor, tus fracasos. Por eso, no esperes en Él solo cuando tropieces con tu debilidad; dirígete a tu Padre del Cielo en las circunstancias favorables y en las adversas, acogiéndote a su misericordiosa protección. Y la certeza de nuestra nulidad personal –no se requiere una gran humildad para reconocer esta realidad: somos una auténtica multitud de ceros– se trocará en una fortaleza irresistible, porque: el Señor es mi fortaleza y mi refugio, ¿a quién temeré?26.

Acostumbraos a ver a Dios detrás de todo, a saber que Él nos aguarda siempre, que nos contempla y reclama justamente que le sigamos con lealtad, sin abandonar el lugar que en este mundo nos corresponde. Hemos de caminar con vigilancia afectuosa, con una preocupación sincera de luchar, para no perder su divina compañía.

Notas
11

1 Pet V, 5.

12

Phil III, 21.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
23

Mt V, 6.

24

1 Cor IV, 7.

25

Ier XVIII, 6.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Ps XXVI, 1.

Referencias a la Sagrada Escritura