Lista de puntos

Hay 7 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Trabajo → rendimiento.

Desde la primera hora

El reino de los cielos se parece a un padre de familia, que al romper el día salió a alquilar jornaleros para su viña7. Ya conocéis el relato: aquel hombre vuelve en diferentes ocasiones a la plaza para contratar trabajadores: unos fueron llamados al comenzar la aurora; otros, muy cercana la noche.

Todos reciben un denario: «el salario que te había prometido, es decir, mi imagen y semejanza. En el denario está incisa la imagen del Rey»8. Esta es la misericordia de Dios, que llama a cada uno de acuerdo con sus circunstancias personales, porque quiere que todos los hombres se salven9. Pero nosotros hemos nacido cristianos, hemos sido educados en la fe, hemos recibido, muy clara, la elección del Señor. Esta es la realidad. Entonces, cuando os sentís invitados a corresponder, aunque sea a última hora, ¿podréis continuar en la plaza pública, tomando el sol como muchos de aquellos obreros, porque les sobraba el tiempo?

No nos debe sobrar el tiempo, ni un segundo: y no exagero. Trabajo hay; el mundo es grande y son millones las almas que no han oído aún con claridad la doctrina de Cristo. Me dirijo a cada uno de vosotros. Si te sobra tiempo, recapacita un poco: es muy posible que vivas metido en la tibieza; o que, sobrenaturalmente hablando, seas un tullido. No te mueves, estás parado, estéril, sin desarrollar todo el bien que deberías comunicar a los que se encuentran a tu lado, en tu ambiente, en tu trabajo, en tu familia.

Rendir para Dios

Consideremos ahora la parábola de aquel hombre que, yéndose a lejanas tierras, convocó a sus criados y les entregó sus bienes17. A cada uno le confía una cantidad distinta, para que la administre en su ausencia. Me parece muy oportuno fijarnos en la conducta del que aceptó un talento: se comporta de un modo que en mi tierra se llama cuquería. Piensa, discurre con aquel cerebro de poca altura y decide: fue e hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor18.

¿Qué ocupación escogerá después este hombre, si ha abandonado el instrumento de trabajo? Ha decidido irresponsablemente optar por la comodidad de devolver solo lo que le entregaron. Se dedicará a matar los minutos, las horas, las jornadas, los meses, los años, ¡la vida! Los demás se afanan, negocian, se preocupan noblemente por restituir más de lo que han recibido: el legítimo fruto, porque la recomendación ha sido muy concreta: negotiamini dum venio19; encargaos de esta labor para obtener ganancia, hasta que el dueño vuelva. Este no; este inutiliza su existencia.

¡Qué pena vivir, practicando como ocupación la de matar el tiempo, que es un tesoro de Dios! No caben las excusas, para justificar esa actuación. «Ninguno diga: dispongo solo de un talento, no puedo lograr nada. También con un solo talento puedes obrar de modo meritorio»20. ¡Qué tristeza no sacar partido, auténtico rendimiento de todas las facultades, pocas o muchas, que Dios concede al hombre para que se dedique a servir a las almas y a la sociedad!

Cuando el cristiano mata su tiempo en la tierra, se coloca en peligro de matar su Cielo: cuando por egoísmo se retrae, se esconde, se despreocupa. El que ama a Dios, no solo entrega lo que tiene, lo que es, al servicio de Cristo: se da él mismo. No ve –con mirada rastrera– su yo en la salud, en el nombre, en la carrera.

Jesús había trabajado mucho la víspera y, al emprender el camino, sintió hambre. Movido por esta necesidad se dirige a aquella higuera que, allá distante, presenta un follaje espléndido. Nos relata San Marcos que no era tiempo de higos26; pero Nuestro Señor se acerca a tomarlos, sabiendo muy bien que en esa estación no los encontraría. Sin embargo, al comprobar la esterilidad del árbol con aquella apariencia de fecundidad, con aquella abundancia de hojas, ordena: nunca jamás coma ya nadie fruto de ti27.

¡Es fuerte, sí! ¡Nunca jamás nazca de ti fruto! ¡Cómo se quedarían sus discípulos, más si consideraban que hablaba la Sabiduría de Dios! Jesús maldice este árbol, porque ha hallado solamente apariencia de fecundidad, follaje. Así aprendemos que no hay excusa para la ineficacia. Quizá dicen: no tengo conocimientos suficientes... ¡No hay excusa! O afirman: es que la enfermedad, es que mi talento no es grande, es que no son favorables las condiciones, es que el ambiente... ¡No valen tampoco esas excusas! ¡Ay del que se adorna con la hojarasca de un falso apostolado, del que ostenta la frondosidad de una aparente vida fecunda, sin intentos sinceros de lograr fruto! Parece que aprovecha el tiempo, que se mueve, que organiza, que inventa un modo nuevo de resolver todo... Pero es improductivo. Nadie se alimentará con sus obras sin jugo sobrenatural.

Pidamos al Señor que seamos almas dispuestas a trabajar con heroísmo feraz. Porque no faltan en la tierra muchos, en los que, cuando se acercan las criaturas, descubren solo hojas: grandes, relucientes, lustrosas. Solo follaje, exclusivamente eso, y nada más. Y las almas nos miran con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre de Dios. No es posible olvidar que contamos con todos los medios: con la doctrina suficiente y con la gracia del Señor, a pesar de nuestras miserias.

Este es el fruto de la oración de hoy: que nos persuadamos de que nuestro caminar en la tierra –en todas las circunstancias y en todas las temporadas– es para Dios, de que es un tesoro de gloria, un trasunto celestial; de que es, en nuestras manos, una maravilla que hemos de administrar, con sentido de responsabilidad y de cara a los hombres y a Dios: sin que sea necesario cambiar de estado, en medio de la calle, santificando la propia profesión u oficio y la vida del hogar, las relaciones sociales, toda la actividad que parece solo terrena.

Cuando tenía veintiséis años y percibí en toda su hondura el compromiso de servir al Señor en el Opus Dei, le pedí con toda mi alma ochenta años de gravedad. Le pedía más años a mi Dios –con ingenuidad de principiante, infantil– para saber utilizar el tiempo, para aprender a aprovechar cada minuto, en su servicio. El Señor sabe conceder esas riquezas. Quizá tú y yo llegaremos a poder decir: he entendido más que los ancianos, porque cumplí tus mandatos36. La juventud no ha de equivaler a despreocupación, como peinar canas no significa necesariamente prudencia y sabiduría.

Acude conmigo a la Madre de Cristo. Madre Nuestra, que has visto crecer a Jesús, que le has visto aprovechar su paso entre los hombres: enséñame a utilizar mis días en servicio de la Iglesia y de las almas; enséñame a oír en lo más íntimo de mi corazón, como un reproche cariñoso, Madre buena, siempre que sea menester, que mi tiempo no me pertenece, porque es del Padre Nuestro que está en los Cielos.

Si meditamos con sentido espiritual ese texto de San Pablo, entenderemos que no tenemos más remedio que trabajar, al servicio de todas las almas. Otra cosa sería egoísmo. Si miramos nuestra vida con humildad, distinguiremos claramente que el Señor nos ha concedido, además de la gracia de la fe, talentos, cualidades. Ninguno de nosotros es un ejemplar repetido: Nuestro Padre nos ha creado uno a uno, repartiendo entre sus hijos un número diverso de bienes. Hemos de poner esos talentos, esas cualidades, al servicio de todos: utilizar esos dones de Dios como instrumentos para ayudar a descubrir a Cristo.

No imaginéis que es este afán como una añadidura, para bordear con una filigrana nuestra condición de cristianos. Si la levadura no fermenta, se pudre. Puede desaparecer reavivando la masa, pero puede también desaparecer porque se pierde, en un monumento a la ineficacia y al egoísmo. No prestamos un favor a Dios Nuestro Señor, cuando lo damos a conocer a los demás: por predicar el Evangelio no tengo gloria, pues estoy por necesidad obligado, por el mandato de Jesucristo; y desventurado de mí si no lo predicare7.

Si admitieras la tentación de preguntarte, ¿quién me manda a mí meterme en esto?, habría de contestarte: te lo manda –te lo pide– el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies43. No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas tareas me resultan extrañas. No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo. El ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril.

Notas
7

Mt XX, 1.

8

S. Jerónimo, Commentariorum in Matthaeum libri, 3, 20 (PL 26, 147).

9

1 Tim II, 4.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mt XXV, 14.

18

Mt XXV, 18.

19

Lc XIX, 13.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
20

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 78, 3 (PG 58, 714).

Notas
26

Mc XI, 13.

27

Mc XI, 14.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
36

Ps CXVIII, 100.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
7

1 Cor IX, 16.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
43

Mt IX, 37-38.

Referencias a la Sagrada Escritura