Lista de puntos

Hay 7 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Vida ordinaria  → el ejemplo de Jesucristo.

Si os fijáis, entre las muchas alabanzas que dijeron de Jesús los que contemplaron su vida, hay una que en cierto modo comprende todas. Me refiero a aquella exclamación, cuajada de acentos de asombro y de entusiasmo, que espontáneamente repetía la multitud al presenciar atónita sus milagros: bene omnia fecit3, todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo4, perfecto Dios y hombre perfecto.

Toda la vida del Señor me enamora. Tengo, además una debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en Egipto y en Nazaret. Ese tiempo –largo–, del que apenas se habla en el Evangelio, aparece desprovisto de significado propio a los ojos de quien lo considera con superficialidad. Y, sin embargo, siempre he sostenido que ese silencio sobre la biografía del Maestro es bien elocuente, y encierra lecciones de maravilla para los cristianos. Fueron años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevó una vida corriente –como la nuestra, si queremos–, divina y humana a la vez; en aquel sencillo e ignorado taller de artesano, como después ante la muchedumbre todo lo cumplió a la perfección.

Laboriosidad, diligencia

Hay dos virtudes humanas –la laboriosidad y la diligencia–, que se confunden en una sola: en el empeño por sacar partido a los talentos que cada uno ha recibido de Dios. Son virtudes porque inducen a acabar las cosas bien. Porque el trabajo –lo vengo predicando desde 1928– no es una maldición, ni un castigo del pecado. El Génesis habla de esa realidad, antes de que Adán se hubiera rebelado contra Dios9. En los planes del Señor, el hombre habría de trabajar siempre, cooperando así en la inmensa tarea de la creación.

El que es laborioso aprovecha el tiempo, que no solo es oro, ¡es gloria de Dios! Hace lo que debe y está en lo que hace, no por rutina, ni por ocupar las horas, sino como fruto de una reflexión atenta y ponderada. Por eso es diligente. El uso normal de esta palabra –diligente– nos evoca ya su origen latino. Diligente viene del verbo diligo, que es amar, apreciar, escoger como fruto de una atención esmerada y cuidadosa. No es diligente el que se precipita, sino el que trabaja con amor, primorosamente.

Nuestro Señor, perfecto hombre, eligió una labor manual, que realizó delicada y entrañablemente durante la casi totalidad de los años que permaneció en la tierra. Ejercitó su ocupación de artesano entre los otros habitantes de su aldea, y aquel quehacer humano y divino nos ha demostrado claramente que la actividad ordinaria no es un detalle de poca importancia, sino el quicio de nuestra santificación, ocasión continua para encontrarnos con Dios y alabarle y glorificarle con la operación de nuestra inteligencia o la de nuestras manos.

Un camino ordinario

Hemos tratado de virtudes humanas. Y quizá alguno de vosotros pueda preguntarse: pero comportarse así, ¿no supone aislarse del ambiente normal, no es algo ajeno al mundo de todos los días? No. En ningún sitio está escrito que el cristiano debe ser un personaje extraño al mundo. Nuestro Señor Jesucristo, con obras y palabras, ha hecho el elogio de otra virtud humana que me es particularmente querida: la naturalidad, la sencillez.

Acordaos de cómo viene Nuestro Señor al mundo: como todos los hombres. Pasa su infancia y juventud en una aldea de Palestina, uno más entre sus conciudadanos. En los años de su vida pública, se repite de continuo el eco de su existencia corriente transcurrida en Nazaret. Habla del trabajo, se preocupa de que sus discípulos descansen18; va al encuentro de todos y no rehúye la conversación con nadie; dice expresamente, a los que le seguían, que no impidan que los niños se acerquen a Él19. Evocando, quizá, los tiempos de su infancia pone la comparación de los pequeños que juegan en la plaza pública20.

¿No es todo esto normal, natural, sencillo? ¿No puede vivirse en la vida ordinaria? Sucede, sin embargo, que los hombres suelen acostumbrarse a lo que es llano y ordinario, e inconscientemente buscan lo aparatoso, lo artificial. Lo habréis comprobado, como yo: se encomia, por ejemplo, el primor de unas rosas frescas, recién cortadas, de pétalos finos y olorosos. Y el comentario es: ¡parecen de trapo!

Al comportarnos con normalidad –como nuestros iguales– y con sentido sobrenatural, no hacemos más que seguir el ejemplo de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Fijaos en que toda su vida está llena de naturalidad. Pasa seis lustros oculto, sin llamar la atención, como un trabajador más, y le conocen en su aldea como el hijo del carpintero. A lo largo de su vida pública, tampoco se advierte nada que desentone, por raro o por excéntrico. Se rodeaba de amigos, como cualquiera de sus conciudadanos, y en su porte no se diferenciaba de ellos. Tanto, que Judas, para señalarlo, necesita concertar un signo: aquel a quien yo besare, ése es23. No había en Jesús ningún indicio extravagante. A mí, me emociona esta norma de conducta de nuestro Maestro, que pasa como uno más entre los hombres.

Juan el Bautista –siguiendo una llamada especial– vestía con piel de camello y se alimentaba de langostas y miel silvestre. El Salvador usaba una túnica de una sola pieza, comía y bebía igual que los demás, se llenaba de alegría con la felicidad ajena, se conmovía ante el dolor del prójimo, no rechazaba el descanso que le ofrecían sus amistades, y a nadie se le ocultaba que se había ganado el sustento, durante muchos años, trabajando con sus propias manos junto a José, el artesano. Así hemos de desenvolvernos nosotros en medio de este mundo: como nuestro Señor. Te diría, en pocas palabras, que hemos de ir con la ropa limpia, con el cuerpo limpio y, principalmente, con el alma limpia.

Incluso –por qué no notarlo–, el Señor que predica un desprendimiento tan maravilloso de los bienes terrenos, muestra a la vez un cuidado admirable en no desperdiciarlos. Después de aquel milagro de la multiplicación de los panes, que tan generosamente saciaron a más de cinco mil hombres, ordenó a sus discípulos: recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierdan. Lo hicieron así, y llenaron doce cestos24. Si meditáis atentamente toda esa escena, aprenderéis a no ser roñosos nunca, sino buenos administradores de los talentos y medios materiales que Dios os conceda.

Ego sum via, veritas et vita1, Yo soy el camino, la verdad y la vida. Con estas inequívocas palabras, nos ha mostrado el Señor cuál es la vereda auténtica que lleva a la felicidad eterna. Ego sum via: Él es la única senda que enlaza el Cielo con la tierra. Lo declara a todos los hombres, pero especialmente nos lo recuerda a quienes, como tú y como yo, le hemos dicho que estamos decididos a tomarnos en serio nuestra vocación de cristianos, de modo que Dios se halle siempre presente en nuestros pensamientos, en nuestros labios y en todas las acciones nuestras, también en aquellas más ordinarias y corrientes.

Jesús es el camino. Él ha dejado sobre este mundo las huellas limpias de sus pasos, señales indelebles que ni el desgaste de los años ni la perfidia del enemigo han logrado borrar. Iesus Christus heri, et hodie; ipse et in saecula2. ¡Cuánto me gusta recordarlo!: Jesucristo, el mismo que fue ayer para los Apóstoles y las gentes que le buscaban, vive hoy para nosotros, y vivirá por los siglos. Somos los hombres los que a veces no alcanzamos a descubrir su rostro, perennemente actual, porque miramos con ojos cansados o turbios. Ahora, al comenzar este rato de oración junto al Sagrario, pídele, como aquel ciego del Evangelio: Domine, ut videam!3, ¡Señor, que vea!, que se llene mi inteligencia de luz y penetre la palabra de Cristo en mi mente; que arraigue en mi alma su Vida, para que me transforme cara a la Gloria eterna.

Todas las fiestas de Nuestra Señora son grandes, porque constituyen ocasiones que la Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a Santa María. Pero si tuviera que escoger una, entre esas festividades, prefiero la de hoy: la Maternidad divina de la Santísima Virgen.

Esta celebración nos lleva a considerar algunos de los misterios centrales de nuestra fe: a meditar en la Encarnación del Verbo, obra de las tres Personas de la Trinidad Santísima. María, Hija de Dios Padre, por la Encarnación del Señor en sus entrañas inmaculadas es Esposa de Dios Espíritu Santo y Madre de Dios Hijo.

Cuando la Virgen respondió que sí, libremente, a aquellos designios que el Creador le revelaba, el Verbo divino asumió la naturaleza humana: el alma racional y el cuerpo formado en el seno purísimo de María. La naturaleza divina y la humana se unían en una única Persona: Jesucristo, verdadero Dios y, desde entonces, verdadero Hombre; Unigénito eterno del Padre y, a partir de aquel momento, como Hombre, hijo verdadero de María: por eso Nuestra Señora es Madre del Verbo encarnado, de la segunda Persona de la Santísima Trinidad que ha unido a sí para siempre –sin confusión– la naturaleza humana. Podemos decir bien alto a la Virgen Santa, como la mejor alabanza, esas palabras que expresan su más alta dignidad: Madre de Dios.

Fe del pueblo cristiano

Esa ha sido siempre la fe segura. Contra los que la negaron, el Concilio de Éfeso proclamó que «si alguno no confiesa que el Emmanuel es verdaderamente Dios, y que por eso la Santísima Virgen es Madre de Dios, puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado, sea anatema»1.

La historia nos ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante estas decisiones claras, netas, que reafirmaban lo que todos creían: «el pueblo entero de la ciudad de Éfeso, desde las primeras horas de la mañana hasta la noche, permaneció ansioso en espera de la resolución... Cuando se supo que el autor de las blasfemias había sido depuesto, todos a una voz comenzaron a glorificar a Dios y a aclamar al Sínodo, porque había caído el enemigo de la fe. Apenas salidos de la iglesia, fuimos acompañados con antorchas a nuestras casas. Era de noche: toda la ciudad estaba alegre e iluminada»2. Así escribe San Cirilo, y no puedo negar que, aun a distancia de dieciséis siglos, aquella reacción de piedad me impresiona hondamente.

Quiera Dios Nuestro Señor que esta misma fe arda en nuestros corazones, y que se alce de nuestros labios un canto de acción de gracias: porque la Trinidad Santísima, al haber elegido a María como Madre de Cristo, Hombre como nosotros, nos ha puesto a cada uno bajo su manto maternal. Es Madre de Dios y Madre nuestra.

Notas
3

Mc VII, 37.

4

Símbolo Quicumque.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Cfr. Gen II, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Cfr. Mc VI, 31.

19

Cfr. Lc XVIII, 16.

20

Cfr. Lc VII, 32.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
23

Mt XXVI, 48.

24

Ioh VI, 12-13.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Ioh XIV, 6.

2

Hebr XIII, 8.

3

Lc XVIII, 41.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
1

Concilio de Éfeso, can. 1, Denzinger-Schön. 252 (113).

2

S. Cirilo de Alejandría, Epistolae, 24 (PG 77, 138).