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Hay 6 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Vocación cristiana  → respuesta y entrega libre.

Libertad y entrega

El amor de Dios es celoso; no se satisface si se acude a su cita con condiciones: espera con impaciencia que nos demos del todo, que no guardemos en el corazón recovecos oscuros, a los que no logra llegar el gozo y la alegría de la gracia y de los dones sobrenaturales. Quizá pensaréis: responder que sí a ese Amor exclusivo, ¿no es acaso perder la libertad?

Con la ayuda del Señor que preside este rato de oración, con su luz, espero que para vosotros y para mí quede todavía más definido este tema. Cada uno de nosotros ha experimentado alguna vez que servir a Cristo Señor Nuestro comporta dolor y fatiga. Negar esta realidad, supondría no haberse encontrado con Dios. El alma enamorada conoce que, cuando viene ese dolor, se trata de una impresión pasajera y pronto descubre que el peso es ligero y la carga suave, porque lo lleva Él sobre sus hombros, como se abrazó al madero cuando estaba en juego nuestra felicidad eterna24. Pero hay hombres que no entienden, que se rebelan contra el Creador –una rebelión impotente, mezquina, triste–, que repiten ciegamente la queja inútil que recoge el Salmo: rompamos sus ataduras y sacudamos lejos de nosotros su dominio25. Se resisten a cumplir, con heroico silencio, con naturalidad, sin lucimiento y sin lamentos, la tarea dura de cada día. No comprenden que la Voluntad divina, también cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere, coincide exactamente con la libertad, que solo reside en Dios y en sus designios.

Son almas que hacen barricadas con la libertad. ¡Mi libertad, mi libertad! La tienen, y no la siguen; la miran, la ponen como un ídolo de barro dentro de su entendimiento mezquino. ¿Es eso libertad? ¿Qué aprovechan de esa riqueza sin un compromiso serio, que oriente toda la existencia? Un comportamiento así se opone a la categoría propia, a la nobleza, de la persona humana. Falta la ruta, el camino claro que informe los pasos sobre la tierra: esas almas –las habéis encontrado, como yo– se dejarán arrastrar luego por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad.

Su libertad se demuestra estéril, o produce frutos ridículos, también humanamente. El que no escoge –¡con plena libertad!– una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros, vivirá en la indolencia –como un parásito–, sujeto a lo que determinen los demás. Se prestará a ser zarandeado por cualquier viento, y otros resolverán siempre por él. Estos son nubes sin agua, llevadas de aquí para allá por los vientos, árboles otoñales, infructuosos, dos veces muertos, sin raíces26, aunque se encubran en un continuo parloteo, en paliativos con lo que intentan difuminar la ausencia de carácter, de valentía y de honradez.

¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí –no obstante las apariencias– todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado.

Recordad la parábola de los talentos. Aquel siervo que recibió uno, podía –como sus compañeros– emplearlo bien, ocuparse de que rindiera, aplicando la cualidades que poseía. ¿Y qué delibera? Le preocupa el miedo a perderlo. Bien. Pero, ¿después? ¡Lo entierra!27. Y aquello no da fruto.

No olvidemos este caso de temor enfermizo a aprovechar honradamente la capacidad de trabajo, la inteligencia, la voluntad, todo el hombre. ¡Lo entierro –parece afirmar ese desgraciado–, pero mi libertad queda a salvo! No. La libertad se ha inclinado hacia algo muy concreto, hacia la sequedad más pobre y árida. Ha tomado partido, porque no tenía más remedio que elegir: pero ha elegido mal.

Nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad. Mirad, cuando una madre se sacrifica por amor a sus hijos, ha elegido; y, según la medida de ese amor, así se manifestará su libertad. Si ese amor es grande, la libertad aparecerá fecunda, y el bien de los hijos proviene de esa bendita libertad, que supone entrega, y proviene de esa bendita entrega, que es precisamente libertad.

Pero, me preguntaréis, cuando alcanzamos lo que amamos con toda el alma ya no seguiremos buscando: ¿ha desaparecido la libertad? Os aseguro que entonces es más operativa que nunca, porque el amor no se contenta con un cumplimiento rutinario, ni se compagina con el hastío o con la apatía. Amar significa recomenzar cada día a servir, con obras de cariño.

Insisto, querría grabarlo a fuego en cada uno: la libertad y la entrega no se contradicen; se sostienen mutuamente. La libertad solo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo. No es un juego de palabras, más o menos acertado. En la entrega voluntaria, en cada instante de esa dedicación, la libertad renueva el amor, y renovarse es ser continuamente joven, generoso, capaz de grandes ideales y de grandes sacrificios. Recuerdo que me llevé una alegría cuando me enteré de que en portugués llaman a los jóvenes os novos. Y eso son. Os cuento esta anécdota porque he cumplido ya bastantes años, pero al rezar al pie del altar al Dios que llena de alegría mi juventud28, me siento muy joven y sé que nunca llegaré a considerarme viejo; porque, si permanezco fiel a mi Dios, el Amor me vivificará continuamente: se renovará, como la del águila, mi juventud29.

Por amor a la libertad, nos atamos. Únicamente la soberbia atribuye a esas ataduras el peso de una cadena. La verdadera humildad, que nos enseña Aquel que es manso y humilde de corazón, nos muestra que su yugo es suave y su carga ligera30: el yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que Él nos ganó en la Cruz.

Responsables ante Dios

«Dios hizo al hombre desde el principio y lo dejó en manos de su libre albedrío (Ecclo XV, 14). Esto no sucedería si no tuviese libre elección»41. Somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente. No caben aquí anonimatos; el hombre se encuentra frente a su Señor, y en su voluntad está resolverse a vivir como amigo o como enemigo. Así empieza el camino de la lucha interior, que es empresa para toda la vida, porque mientras dura nuestro paso por la tierra ninguno ha alcanzado la plenitud de su libertad.

Nuestra fe cristiana, además, nos lleva a asegurar a todos un clima de libertad, comenzando por alejar cualquier tipo de engañosas coacciones en la presentación de la fe. «Si somos arrastrados a Cristo, creemos sin querer; se usa entonces la violencia, no la libertad. Sin que uno quiera se puede entrar en la Iglesia; sin que uno quiera se puede acercar al altar; puede, sin quererlo, recibir el Sacramento. Pero solo puede creer el que quiere»42. Y resulta evidente que, habiendo llegado a la edad de la razón, se requiere la libertad personal para entrar en la Iglesia, y para corresponder a las continuas llamadas que el Señor nos dirige.

La fe de Bartimeo

Esta vez es San Marcos quien nos cuenta la curación de otro ciego. Al salir de Jericó con sus discípulos, seguido de muchísima gente, Bartimeo el ciego, hijo de Timeo, estaba sentado junto al camino para pedir limosna10. Oyendo aquel gran rumor de la gente, el ciego preguntó: ¿qué pasa? Le contestaron: Jesús de Nazaret. Y entonces se le encendió tanto el alma en la fe de Cristo, que gritó: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí11.

¿No te entran ganas de gritar a ti, que estás también parado a la vera del camino, de ese camino de la vida, que es tan corta; a ti, que te faltan luces; a ti, que necesitas más gracias para decidirte a buscar la santidad? ¿No sientes la urgencia de clamar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí? ¡Qué hermosa jaculatoria, para que la repitas con frecuencia!

Os aconsejo que meditéis despacio los momentos que preceden al prodigio, con el fin de que conservéis bien grabada en vuestra mente una idea muy clara: ¡qué distintos son, del Corazón misericordioso de Jesús, nuestros pobres corazones! Os servirá siempre, y de modo especial a la hora de la prueba, de la tentación, y también a la hora de la respuesta generosa en los pequeños quehaceres y en las ocasiones heroicas.

Había allí muchos que reñían a Bartimeo con el intento de que callara12. Como a ti, cuando has sospechado que Jesús pasaba a tu vera. Se aceleró el latir de tu pecho y comenzaste también a clamar, removido por una íntima inquietud. Y amigos, costumbres, comodidad, ambiente, todos te aconsejaron: ¡cállate, no des voces! ¿Por qué has de llamar a Jesús? ¡No le molestes!

Pero el pobre Bartimeo no les escuchaba, y aun continuaba con más fuerza: Hijo de David, ten compasión de mí. El Señor, que le oyó desde el principio, le dejó perseverar en su oración. Lo mismo que a ti. Jesús percibe la primera invocación de nuestra alma, pero espera. Quiere que nos convenzamos de que le necesitamos; quiere que le roguemos, que seamos tozudos, como aquel ciego que estaba junto al camino que salía de Jericó. «Imitémosle. Aunque Dios no nos conceda enseguida lo que le pedimos, aunque muchos intenten alejarnos de la oración, no cesemos de implorarle»13.

Notas
24

Cfr. Mt XI, 30.

25

Ps II, 3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
26

Iudae, 12.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
27

Cfr. Mt XXV, 18.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
28

Ps XLII, 4.

29

Cfr. Ps CII, 5.

30

Cfr. Mt XI, 29-30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
41

S. Tomás de Aquino, Quaestiones disputatae. De Malo, q. VI, sed contra 1.

42

S. Agustín, In Ioannis Evangelium tractatus, 26, 2 (PL 35, 1607).

Notas
10

Mc X, 46.

11

Mc X, 47.

12

Mc X, 48.

13

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 66, 1 (PG 58, 626).

Referencias a la Sagrada Escritura