Lista de puntos

Hay 10 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Rectitud de intención.

Cazadnos las raposas, las raposas pequeñas, que destrozan la viña, nuestras viñas en flor21. Fieles en lo pequeño, muy fieles en lo pequeño. Si procuramos esforzarnos así, aprenderemos también a acudir con confianza a los brazos de Santa María, como hijos suyos. ¿No os recordaba al principio que todos nosotros tenemos muy pocos años, tantos como los que llevamos decididos a tratar a Dios con intimidad? Pues es razonable que nuestra miseria y nuestra poquedad se acerquen a la grandeza y a la pureza santa de la Madre de Dios, que es también Madre nuestra.

Os puedo contar otra anécdota real, porque han transcurrido ya tantos años, tantísimos años desde que sucedió; y porque os ayudará a pensar, por el contraste y la crudeza de las expresiones. Me hallaba dirigiendo un curso de retiro para sacerdotes de diversas diócesis. Yo los buscaba con afecto y con interés, para que viniesen a hablar, a desahogar su conciencia, porque también los sacerdotes necesitamos del consejo y de la ayuda de un hermano. Empecé a charlar con uno, algo brutote, pero muy noble y sincero; le tiraba de la lengua un poco, con delicadeza y con claridad, para restañar cualquier herida que hubiera allá dentro, en su corazón. En un determinado momento, me interrumpió, más o menos con estas palabras: yo tengo una envidia muy grande de mi burra; ha estado prestando servicios parroquiales en siete curatos, y no hay nada que decir de ella. ¡Ay si yo hubiera hecho lo mismo!

Quizá –¡examínate a fondo!– tampoco merezcamos nosotros la alabanza que ese curita de pueblo cantaba de su burra. Hemos trabajado tanto, hemos ocupado tales puestos de responsabilidad, has triunfado en esta y en aquella tarea humana..., pero, en la presencia de Dios, ¿no encuentras nada de lo que no debas lamentarte? ¿Has intentado de verdad servir a Dios y a tus hermanos los hombres, o has fomentado tu egoísmo, tu gloria personal, tus ambiciones, tu éxito exclusivamente terreno y penosamente caduco?

Si os hablo un poco descarnadamente, es porque yo quiero hacer una vez más un acto de contrición muy sincero, y porque quisiera que cada uno de vosotros también pidiera perdón. A la vista de nuestras infidelidades, a la vista de tantas equivocaciones, de flaquezas, de cobardías –cada uno las suyas–, repitamos de corazón al Señor aquellas contritas exclamaciones de Pedro: Domine, tu omnia nosti, tu scis quia amo te!22; ¡Señor!, ¡Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo, a pesar de mis miserias! Y me atrevo a añadir: Tú conoces que te amo, precisamente por esas miserias mías, pues me llevan a apoyarme en Ti, que eres la fortaleza: quia Tu es, Deus, fortitudo mea23. Y desde ahí, recomencemos.

Luchad contra esa excesiva comprensión que cada uno tiene consigo mismo: ¡exigíos! A veces, pensamos demasiado en la salud; en el descanso, que no debe faltar, precisamente porque se necesita para volver al trabajo con renovadas fuerzas. Pero ese descanso –lo escribí hace ya tantos años– no es no hacer nada: es distraernos en actividades que exigen menos esfuerzo.

En otras ocasiones, con falsas excusas, somos demasiado cómodos, nos olvidamos de la bendita responsabilidad que pesa sobre nuestros hombros, nos conformamos con lo que basta para salir del paso, nos dejamos arrastrar por razonadas sinrazones para estar mano sobre mano, mientras Satanás y sus aliados no se toman vacaciones. Escucha con atención, y medita, lo que escribía San Pablo a los cristianos que eran por oficio siervos: les urgía para que obedecieran a sus amos, no sirviéndoles solamente cuando tienen los ojos puestos sobre vosotros, como si no pensaseis más que en complacer a los hombres, sino como siervos de Cristo, que hacen de corazón la voluntad de Dios; y servidlos con amor, haciéndoos cargo de que servís al Señor y no a hombres14. ¡Qué buen consejo para que lo sigamos tú y yo!

Vamos a pedir luz a Jesucristo Señor Nuestro, y rogarle que nos ayude a descubrir, en cada instante, ese sentido divino que transforma nuestra vocación profesional en el quicio sobre el que se fundamenta y gira nuestra llamada a la santidad. En el Evangelio encontraréis que Jesús era conocido como faber, filius Mariae15, el obrero, el hijo de María: pues también nosotros, con orgullo santo, tenemos que demostrar con los hechos que ¡somos trabajadores!, ¡hombres y mujeres de labor!

Puesto que hemos de comportarnos siempre como enviados de Dios, debemos tener muy presente que no le servimos con lealtad cuando abandonamos nuestra tarea; cuando no compartimos con los demás el empeño y la abnegación en el cumplimiento de los compromisos profesionales; cuando nos puedan señalar como vagos, informales, frívolos, desordenados, perezosos, inútiles... Porque quien descuida esas obligaciones, en apariencia menos importantes, difícilmente vencerá en las otras de la vida interior, que ciertamente son más costosas. Quien es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco, también lo es en lo mucho16.

«Convencidos de que Dios se encuentra en todas partes, nosotros cultivamos los campos alabando al Señor, surcamos los mares y ejercitamos todos los demás oficios nuestros cantando sus misericordias»18. De esta manera estamos unidos a Dios en todo momento. Aun cuando os encontréis aislados, fuera de vuestro ambiente habitual –como aquellos muchachos en la trinchera–, viviréis metidos en el Señor, a través de ese trabajo personal y esforzado, continuo, que habréis sabido convertir en oración, porque lo habréis comenzado y concluido en la presencia de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo.

Pero no me olvidéis que estáis también en presencia de los hombres, y que esperan de vosotros –¡de ti!– un testimonio cristiano. Por eso, en la ocupación profesional, en lo humano, hemos de obrar de tal manera que no podamos sentir vergüenza si nos ve trabajar quien nos conoce y nos ama, ni le demos motivo para que se sonroje. Si os conducís de acuerdo con este espíritu que procuro enseñaros, no abochornaréis a quienes en vosotros confían, ni os saldrán los colores a la cara; y tampoco os sucederá como a aquel hombre de la parábola que se propuso edificar una torre: después de haber echado los cimientos y no pudiendo concluirla, todos los que lo veían comenzaban a burlarse de él, diciendo: ved ahí un hombre que empezó a edificar y no pudo rematar19.

Os aseguro que, si no me perdéis el punto de mira sobrenatural, coronaréis vuestra tarea, acabaréis vuestra catedral, hasta colocar la última piedra.

Hacerlo todo por Amor

¿Y cómo conseguiré –parece que me preguntas– actuar siempre con ese espíritu, que me lleve a concluir con perfección mi labor profesional? La respuesta no es mía, viene de San Pablo: trabajad varonilmente y alentaos más y más: todas vuestras cosas háganse con caridad21. Hacedlo todo por Amor y libremente; no deis nunca paso al miedo o a la rutina: servid a Nuestro Padre Dios.

Me gusta mucho repetir –porque lo tengo bien experimentado– aquellos versos de escaso arte, pero muy gráficos: mi vida es toda de amor / y, si en amor estoy ducho, / es por fuerza del dolor, / que no hay amante mejor / que aquel que ha sufrido mucho. Ocúpate de tus deberes profesionales por Amor: lleva a cabo todo por Amor, insisto, y comprobarás –precisamente porque amas, aunque saborees la amargura de la incomprensión, de la injusticia, del desagradecimiento y aun del mismo fracaso humano– las maravillas que produce tu trabajo. ¡Frutos sabrosos, semilla de eternidad!

No es prudente el que no se equivoca nunca, sino el que sabe rectificar sus errores. Es prudente porque prefiere no acertar veinte veces, antes que dejarse llevar de un cómodo abstencionismo. No obra con alocada precipitación o con absurda temeridad, pero se asume el riesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar. En nuestra vida encontramos compañeros ponderados, que son objetivos, que no se apasionan inclinando la balanza hacia el lado que les conviene. De esas personas, casi instintivamente, nos fiamos; porque, sin presunción y sin ruidos de alharacas, proceden siempre bien, con rectitud.

Esta virtud cardinal es indispensable en el cristiano; pero las últimas metas de la prudencia no son la concordia social o la tranquilidad de no provocar fricciones. El motivo fundamental es el cumplimiento de la Voluntad de Dios, que nos quiere sencillos, pero no pueriles; amigos de la verdad, pero nunca aturdidos o ligeros. El corazón prudente poseerá la ciencia17; y esa ciencia es la del amor de Dios, el saber definitivo, el que puede salvarnos, trayendo a todas las criaturas frutos de paz y de comprensión y, para cada alma, la vida eterna.

¿Qué importa tropezar, si en el dolor de la caída hallamos la energía que nos endereza de nuevo y nos impulsa a proseguir con renovado aliento? No me olvidéis que santo no es el que no cae, sino el que siempre se levanta, con humildad y con santa tozudez. Si en el libro de los Proverbios se comenta que el justo cae siete veces al día10, tú y yo –pobres criaturas– no debemos extrañarnos ni desalentarnos ante las propias miserias personales, ante nuestros tropiezos, porque continuaremos hacia adelante, si buscamos la fortaleza en Aquel que nos ha prometido: venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré11. Gracias, Señor, quia tu es, Deus, fortitudo mea12, porque has sido siempre Tú, y solo Tú, Dios mío, mi fortaleza, mi refugio, mi apoyo.

Si de veras deseas progresar en la vida interior, sé humilde. Acude con constancia, confiadamente, a la ayuda del Señor y de su Madre bendita, que es también Madre tuya. Con serenidad, tranquilo, por mucho que duela la herida aún no restañada de tu último resbalón, abraza de nuevo la cruz y di: Señor, con tu auxilio, lucharé para no detenerme, responderé fielmente a tus invitaciones, sin temor a las cuestas empinadas, ni a la aparente monotonía del trabajo habitual, ni a los cardos y guijos del camino. Me consta que me asiste tu misericordia, y que al final hallaré la felicidad eterna, la alegría y el amor por los siglos infinitos.

Luego, durante el mismo sueño, descubría aquel escritor un tercer itinerario: estrecho, tapizado también de asperezas y de pendientes duras como el segundo. Por allí avanzaban algunos en medio de mil penalidades, con ademán solemne y majestuoso. Sin embargo, acababan en el mismo precipicio horrible al que conducía el primer sendero. Es el camino que recorren los hipócritas, los que carecen de rectitud de intención, los que se mueven por un falso celo, los que pervierten las obras divinas al mezclarlas con egoísmos temporales. «Es una necedad abordar una empresa costosa con el fin de ser admirado; guardar los mandamientos de Dios a base de un arduo esfuerzo, pero aspirar a una recompensa terrena. El que con el ejercicio de las virtudes pretende beneficios humanos, es como el que malvendiera un objeto precioso por pocas monedas: podía conquistar el Cielo, y en cambio se contenta con una alabanza efímera... Por eso se dice que las esperanzas de los hipócritas son como la tela de araña: tanto esfuerzo para tejerla, y al final se la lleva de un soplo el viento de la muerte»13.

Con la mirada en la meta

Si os recuerdo estas verdades recias, es para invitaros a que examinéis atentamente los móviles que impulsan vuestra conducta, con el fin de rectificar lo que necesite rectificación, enderezando todo al servicio de Dios y de vuestros hermanos los hombres. Mirad que el Señor ha pasado a nuestro lado, nos ha mirado con cariño y nos ha llamado con su vocación santa, no por obras nuestras, sino por su beneplácito y por la gracia que nos ha sido otorgada en Jesucristo antes de todos los siglos14.

Purificad la intención, ocupaos de todas las cosas por amor a Dios, abrazando con gozo la cruz de cada día. Lo he repetido miles de veces, porque pienso que estas ideas deben estar esculpidas en el corazón de los cristianos: cuando no nos limitamos a tolerar y, en cambio, amamos la contradicción, el dolor físico o moral, y lo ofrecemos a Dios en desagravio por nuestros pecados personales y por los pecados de todos los hombres, entonces os aseguro que esa pena no apesadumbra.

No se lleva ya una cruz cualquiera, se descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de soportar el peso. Nosotros colaboramos como Simón de Cirene que, cuando regresaba de trabajar en su granja pensando en un merecido reposo, se vio forzado a poner sus hombros para ayudar a Jesús15. Ser voluntariamente Cireneo de Cristo, acompañar tan de cerca a su Humanidad doliente, reducida a un guiñapo, para un alma enamorada no significa una desventura, trae la certeza de la proximidad de Dios, que nos bendice con esa elección.

Con mucha frecuencia, no pocas personas me han comentado con asombro la alegría que, gracias a Dios, tienen y contagian mis hijos en el Opus Dei. Ante la evidencia de esta realidad, respondo siempre con la misma explicación, porque no conozco otra: el fundamento de su felicidad consiste en no tener miedo a la vida ni a la muerte, en no acogotarse ante la tribulación, en el esfuerzo cotidiano de vivir con espíritu de sacrificio, constantemente dispuestos –a pesar de la personal miseria y debilidad– a negarse a sí mismos, con tal de hacer el camino cristiano más llevadero y amable a los demás.

Como el latir del corazón

Mientras yo hablo, sé que vosotros, en la presencia de Dios, procuráis ir revisando vuestro comportamiento. ¿No es verdad que la mayoría de esas desazones que han inquietado tu alma, de esas faltas de paz, obedecen a que no has correspondido a las invitaciones divinas; o bien, a que estabas quizá recorriendo la senda de los hipócritas, porque te buscabas a ti mismo? Con el triste intento de mantener ante los que te rodean la mera apariencia de una actitud cristiana, en tu interior te negabas a aceptar la renuncia, a mortificar tus pasiones torcidas, a darte sin condiciones, abnegadamente, como Jesucristo.

Mirad, en estos ratos de meditación ante el Sagrario, no os podéis limitar a escuchar las palabras que pronuncia el sacerdote como materializando la oración íntima de cada uno. Yo te presento unas consideraciones, te señalo unos puntos, para que tú los recojas activamente, y reflexiones por tu cuenta, convirtiéndolos en tema de un coloquio personalísimo y silencioso entre Dios y tú, de manera que los apliques a tu situación actual y, con las luces que el Señor te brinda, distingas en tu conducta lo que va derechamente de lo que discurre por mal camino, para rectificar con su gracia.

Agradece al Señor ese cúmulo de buenas obras que has realizado, desinteresadamente, porque puedes cantar con el salmista: Él me sacó de una horrible hoya, de fangosa charca. Y afirmó mis pies sobre roca y afianzó mis pasos16. Pídele también perdón por tus omisiones o por tus pisadas en falso, cuando te has introducido en ese lamentable laberinto de la hipocresía, al afirmar que deseabas la gloria de Dios y el bien de tu prójimo, pero en verdad te honrabas a ti mismo... Sé audaz, sé generoso, y di que no: que ya no quieres defraudar más al Señor y a la humanidad.

Por motivos que no son del caso –pero que bien conoce Jesús, que nos preside desde el Sagrario–, la vida mía me ha conducido a saberme especialmente hijo de Dios, y he saboreado la alegría de meterme en el corazón de mi Padre, para rectificar, para purificarme, para servirle, para comprender y disculpar a todos, a base del amor suyo y de la humillación mía.

Por eso, ahora deseo insistir en la necesidad de que vosotros y yo nos rehagamos, nos despertemos de ese sueño de debilidad que tan fácilmente nos amodorra, y volvamos a percibir, de una manera más honda y a la vez más inmediata, nuestra condición de hijos de Dios.

El ejemplo de Jesús, todo el paso de Cristo por aquellos lugares de oriente, nos ayudan a penetrarnos de esa verdad. Si admitimos el testimonio de los hombres –leemos en la Epístola–, de mayor autoridad es el testimonio de Dios5. Y, ¿en qué consiste el testimonio de Dios? De nuevo habla San Juan: mirad qué amor hacia nosotros ha tenido el Padre, queriendo que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos... Carísimos, nosotros somos ya ahora hijos de Dios6.

A lo largo de los años, he procurado apoyarme sin desmayos en esta gozosa realidad. Mi oración, ante cualquier circunstancia, ha sido la misma, con tonos diferentes. Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti. Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres. Mi experiencia sacerdotal me ha confirmado que este abandono en las manos de Dios empuja a las almas a adquirir una fuerte, honda y serena piedad, que impulsa a trabajar constantemente con rectitud de intención.

Notas
21

Cant II, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
22

Ioh XXI, 17.

23

Ps XLII, 2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
14

Eph VI, 6-7.

15

Mc VI, 3.

16

Lc XVI, 10.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
18

Clemente de Alejandría, Stromata, 7, 7 (PG 9, 451).

19

Lc XIV, 29-30.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
21

1 Cor XVI, 13-14.

Notas
17

Prv XVIII, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
10

Cfr. Prv XXIV, 16.

11

Mt XI, 28.

12

Ps XLII, 2.

13

S. Gregorio Magno, Moralia, 2, 8, 43-44 (PL 75, 844–845).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
14

2 Tim 1, 9.

15

Cfr. Mc XV, 21.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
16

Ps XXXIX, 3.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

1 Ioh V, 9.

6

1 Ioh III, 1-2.

Referencias a la Sagrada Escritura