Lista de puntos

Hay 5 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Templanza.

Me dirás, quizá: ¿y por qué habría de esforzarme? No te contesto yo, sino San Pablo: el amor de Cristo nos urge10. Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad. Desde los primerísimos comienzos del Opus Dei he manifestado mi gran empeño en repetir sin descanso, para las almas generosas que se decidan a traducirlo en obras, aquel grito de Cristo: en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros11. Nos conocerán precisamente en eso, porque la caridad es el punto de arranque de cualquier actividad de un cristiano.

Él, que es la misma pureza, no asegura que conocerán a sus discípulos por la limpieza de su vida. Él, que es la sobriedad, que ni siquiera dispone de una piedra donde reclinar su cabeza12, que pasó tantos días en ayuno y retiro13, no manifiesta a los Apóstoles: os conocerán como escogidos míos porque no sois comilones ni bebedores.

La vida limpia de Cristo era –como ha sido y será en todas las épocas– un bofetón para aquella sociedad de entonces, como ahora con frecuencia tan podrida. Su sobriedad, otro latigazo para los que estaban de banquete continuo, provocando el vómito después de comer para poder seguir comiendo, cumpliendo a la letra las palabras de Saulo: convierten su vientre en un dios14.

Amados hermanos míos –de nuevo, la voz de San Pablo–, estad firmes y constantes, trabajando siempre más y más en la obra del Señor, pues que sabéis que vuestro trabajo no quedará sin recompensa delante de Dios28. ¿Veis? Es toda una trama de virtudes la que se pone en juego al desempeñar nuestro oficio, con el propósito de santificarlo: la fortaleza, para perseverar en nuestra labor, a pesar de las naturales dificultades y sin dejarse vencer nunca por el agobio; la templanza, para gastarse sin reservas y para superar la comodidad y el egoísmo; la justicia, para cumplir nuestros deberes con Dios, con la sociedad, con la familia, con los colegas; la prudencia, para saber en cada caso qué es lo que conviene hacer, y lanzarnos a la obra sin dilaciones... Y todo, insisto, por Amor, con el sentido vivo e inmediato de la responsabilidad del fruto de nuestro trabajo y de su alcance apostólico.

Obras son amores, y no buenas razones, reza el refrán popular, y pienso que es innecesario añadir nada más.

Señor, concédenos tu gracia. Ábrenos la puerta del taller de Nazaret, con el fin de que aprendamos a contemplarte a Ti, con tu Madre Santa María, y con el Santo Patriarca José –a quien tanto quiero y venero–, dedicados los tres a una vida de trabajo santo. Se removerán nuestros pobres corazones, te buscaremos y te encontraremos en la labor cotidiana, que Tú deseas que convirtamos en obra de Dios, obra de Amor.

Los frutos de la templanza

Templanza es señorío. No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria.

Algunos no desean negar nada al estómago, a los ojos, a las manos; se niegan a escuchar a quien aconseje vivir una vida limpia. La facultad de engendrar –que es una realidad noble, participación en el poder creador de Dios– la utilizan desordenadamente, como un instrumento al servicio del egoísmo.

Pero no me ha gustado nunca hablar de impureza. Yo quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre verdaderamente hombre, que no está atado a las cosas que brillan sin valor, como las baratijas que recoge la urraca. Ese hombre sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es solo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.

La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata.

Recuerdo ahora –seguramente alguno de vosotros me habrá oído ya este mismo comentario en otras meditaciones– aquel sueño de un escritor del siglo de oro castellano. Delante de él se abren dos caminos. Uno se presenta ancho y carretero, fácil, pródigo en ventas y mesones y en otros lugares amenos y regalados. Por allí avanzan las gentes a caballo o en carrozas, entre músicas y risas –carcajadas locas–; se contempla una muchedumbre embriagada en un deleite aparente, efímero, porque ese derrotero acaba en un precipicio sin fondo. Es la senda de los mundanos, de los eternos aburguesados: ostentan una alegría que en realidad no tienen; buscan insaciablemente toda clase de comodidades y de placeres...; les horroriza el dolor, la renuncia, el sacrificio. No quieren saber nada de la Cruz de Cristo, piensan que es cosa de chiflados. Pero son ellos los dementes: esclavos de la envidia, de la gula, de la sensualidad, terminan pasándolo peor, y tarde se dan cuenta de que han malbaratado, por una bagatela insípida, su felicidad terrena y eterna. Nos lo advierte el Señor: quien quisiere salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por amor a mí, la encontrará. Porque ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?9.

Por dirección distinta, discurre en ese sueño otro sendero: tan estrecho y empinado, que no es posible recorrerlo a lomo de caballería. Todos los que lo emprenden, adelantan por su propio pie, quizá en zigzag, con rostro sereno, pisando abrojos y sorteando peñascos. En determinados puntos, dejan a jirones sus vestidos, y aun su carne. Pero al final, les espera un vergel, la felicidad para siempre, el Cielo. Es el camino de las almas santas que se humillan, que por amor a Jesucristo se sacrifican gustosamente por los demás; la ruta de los que no temen ir cuesta arriba, cargando amorosamente con su cruz, por mucho que pese, porque conocen que, si el peso les hunde, podrán alzarse y continuar la ascensión: Cristo es la fuerza de estos caminantes.

Tomemos otros ejemplos, también de la vida corriente. San Pablo los menciona: los que han de competir en la palestra, guardan en todo una exacta continencia; y no es sino para alcanzar una corona perecedera, al paso que nosotros la esperamos eterna17. Os basta echar una mirada a vuestro alrededor. Fijaos a cuántos sacrificios se someten de buena o de mala gana, ellos y ellas, por cuidar el cuerpo, por defender la salud, por conseguir la estimación ajena... ¿No seremos nosotros capaces de removernos ante ese inmenso amor de Dios tan mal correspondido por la humanidad, mortificando lo que haya de ser mortificado, para que nuestra mente y nuestro corazón vivan más pendientes del Señor?

Se ha trastocado de tal forma el sentido cristiano en muchas conciencias que, al hablar de mortificación y de penitencia, se piensa solo en esos grandes ayunos y cilicios que se mencionan en los admirables relatos de algunas biografías de santos. Al iniciar esta meditación, hemos sentado la premisa evidente de que hemos de imitar a Jesucristo, como modelo de conducta. Ciertamente, preparó el comienzo de su predicación retirándose al desierto, para ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches18, pero antes y después practicó la virtud de la templanza con tanta naturalidad, que sus enemigos aprovecharon para tacharle calumniosamente de hombre voraz y bebedor, amigo de publicanos y gentes de mala vida19.

Notas
10

2 Cor V, 14.

11

Ioh XIII, 35.

12

Cfr. Mt VIII, 20.

13

Cfr. Mt IV, 2.

14

Cfr. Phil III, 19.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
28

1 Cor XV, 58.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Mt XVI, 25-26.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

1 Cor IX, 25.

18

Cfr. Mt IV, 1-11.

19

Lc VII, 34.

Referencias a la Sagrada Escritura