Lista de puntos

Hay 6 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Actividades humanas  → santificadas.

Pero volvamos a nuestro tema. Os decía antes que ya podéis lograr los éxitos más espectaculares en el terreno social, en la actuación pública, en el quehacer profesional, pero si os descuidáis interiormente y os apartáis del Señor, al final habréis fracasado rotundamente. Ante Dios, y es lo que en definitiva cuenta, consigue la victoria el que lucha por portarse como cristiano auténtico: no cabe una solución intermedia. Por eso conocéis a tantos que, juzgando a lo humano su situación, deberían sentirse muy felices y, sin embargo, arrastran una existencia inquieta, agria; parece que venden alegría a granel, pero arañas un poco en sus almas y queda al descubierto un sabor acerbo, más amargo que la hiel. No nos sucederá a ninguno de nosotros, si de veras tratamos de cumplir constantemente la Voluntad de Dios, darle gloria, alabarle y extender su reinado a todas las criaturas.

«Si la sola presencia de una persona de categoría, digna de consideración, basta para que se porten mejor los que están delante, ¿cómo es que la presencia de Dios, constante, difundida por todos los rincones, conocida por nuestras potencias y amada gratamente, no nos hace siempre mejores en todas nuestras palabras, actividades y sentimientos?»11. Verdaderamente, si esta realidad de que Dios nos ve estuviese bien grabada en nuestras conciencias, y nos diéramos cuenta de que toda nuestra labor, absolutamente toda –nada hay que escape a su mirada–, se desarrolla en su presencia, ¡con qué cuidado terminaríamos las cosas o qué distintas serían nuestras reacciones! Y este es el secreto de la santidad que vengo predicando desde hace tantos años: Dios nos ha llamado a todos para que le imitemos; y a vosotros y a mí para que, viviendo en medio del mundo –¡siendo personas de la calle!–, sepamos colocar a Cristo Señor Nuestro en la cumbre de todas las actividades humanas honestas.

Ahora comprenderéis todavía mejor que si alguno de vosotros no amara el trabajo, ¡el que le corresponde!, si no se sintiera auténticamente comprometido en una de las nobles ocupaciones terrenas para santificarla, si careciera de una vocación profesional, no llegaría jamás a calar en la entraña sobrenatural de la doctrina que expone este sacerdote, precisamente porque le faltaría una condición indispensable: la de ser un trabajador.

No estoy hablando de ideales imaginarios. Me atengo a una realidad muy concreta, de importancia capital, capaz de cambiar el ambiente más pagano y más hostil a las exigencias divinas, como sucedió en aquella primera época de la era de nuestra salvación. Saboread estas palabras de un autor anónimo de esos tiempos, que así resume la grandeza de nuestra vocación: los cristianos «son para el mundo lo que el alma para el cuerpo. Viven en el mundo, pero no son mundanos, como el alma está en el cuerpo, pero no es corpórea. Habitan en todos los pueblos, como el alma está en todas las partes del cuerpo. Actúan por su vida interior sin hacerse notar, como el alma por su esencia... Viven como peregrinos entre cosas perecederas en la esperanza de la incorruptibilidad de los cielos, como el alma inmortal vive ahora en una tienda mortal. Se multiplican de día en día bajo las persecuciones, como el alma se hermosea mortificándose... Y no es lícito a los cristianos abandonar su misión en el mundo, como al alma no le está permitido separarse voluntariamente del cuerpo»17.

Por tanto, equivocaríamos el camino si nos desentendiéramos de los afanes temporales: ahí os espera también el Señor; estad ciertos de que a través de las circunstancias de la vida ordinaria, ordenadas o permitidas por la Providencia en su sabiduría infinita, los hombres hemos de acercarnos a Dios. No lograremos ese fin si no tendemos a terminar bien nuestra tarea; si no perseveramos en el empuje del trabajo comenzado con ilusión humana y sobrenatural; si no desempeñamos nuestro oficio como el mejor y si es posible –pienso que si tú verdaderamente quieres, lo será– mejor que el mejor, porque usaremos todos los medios terrenos honrados y los espirituales necesarios, para ofrecer a Nuestro Señor una labor primorosa, acabada como una filigrana, cabal.

Al leer la Epístola de hoy, veía a Daniel metido entre aquellos leones hambrientos, y, sin pesimismo –no puedo decir que cualquier tiempo pasado fue mejor, porque todos los tiempos han sido buenos y malos–, consideraba que también en los momentos actuales andan muchos leones sueltos, y nosotros hemos de vivir en este ambiente. Leones que buscan a quien devorar: tamquam leo rugiens circuit quaerens quem devoret25.

¿Cómo evitaremos esas fieras? Quizá no nos ocurra como a Daniel. Yo no soy milagrero, pero amo esa grandiosidad de Dios, y entiendo que le hubiera sido más fácil aplacar el hambre del profeta, o ponerle delante un alimento; y no lo hizo. Dispuso, en cambio, que desde Judea se trasladara milagrosamente otro profeta, Habacuc, a llevarle la comida. No le importó obrar un prodigio grande, porque Daniel no se hallaba en aquel pozo porque sí, sino por una injusticia de los secuaces del diablo, por ser servidor de Dios y destructor de ídolos.

Nosotros, sin portentos espectaculares, con normalidad de ordinaria vida cristiana, con una siembra de paz y de alegría, hemos de destruir también muchos ídolos: el de la incomprensión, el de la injusticia, el de la ignorancia, el de la pretendida suficiencia humana que vuelve arrogante la espalda a Dios.

No os asustéis, ni temáis ningún daño, aunque las circunstancias en que trabajéis sean tremendas, peores que las de Daniel en la fosa con aquellos animales voraces. Las manos de Dios son igualmente poderosas y, si fuera necesario, harían maravillas. ¡Fieles! Con una fidelidad amorosa, consciente, alegre, a la doctrina de Cristo, persuadidos de que los años de ahora no son peores que los de otros siglos, y de que el Señor es el de siempre.

Conocí a un anciano sacerdote, que afirmaba –sonriente– de sí mismo: yo estoy siempre tranquilo, tranquilo. Y así hemos de encontrarnos siempre nosotros, metidos en el mundo, rodeados de leones hambrientos, pero sin perder la paz: tranquilos. Con amor, con fe, con esperanza, sin olvidar jamás que, si conviene, el Señor multiplicará los milagros.

A cada uno lo suyo

Leed con atención la escena evangélica, para aprovechar esas estupendas lecciones de las virtudes que han de iluminar nuestro modo de proceder. Acabado el preámbulo hipócrita y adulador, los fariseos y herodianos plantean su problema: qué te parece esto: ¿es lícito o no pagar tributo al César?17. «Notad ahora –escribe San Juan Crisóstomo– su astucia; porque no le dicen: explícanos qué es lo bueno, lo conveniente, lo lícito, sino dinos qué te parece. Estaban obsesionados en traicionarle y hacerle odioso al poder político18. Pero Jesús, conociendo su malicia, respondió: ¿por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda con que se paga el tributo. Y ellos le mostraron un denario. Jesús les preguntó: ¿de quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron: de César. Entonces les replicó: pues dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios»19.

Ya veis que el dilema es antiguo, como clara e inequívoca es la respuesta del Maestro. No hay –no existe– una contraposición entre el servicio a Dios y el servicio a los hombres; entre el ejercicio de nuestros deberes y derechos cívicos, y los religiosos; entre el empeño por construir y mejorar la ciudad temporal, y el convencimiento de que pasamos por este mundo como camino que nos lleva a la patria celeste.

También aquí se manifiesta esa unidad de vida que –no me cansaré de repetirlo– es una condición esencial, para los que intentan santificarse en medio de las circunstancias ordinarias de su trabajo, de sus relaciones familiares y sociales. Jesús no admite esa división: ninguno puede servir a dos señores, porque o tendrá aversión al uno y amor al otro, o si se sujeta al primero, mirará con desdén al segundo20. La elección exclusiva que de Dios hace un cristiano, cuando responde con plenitud a su llamada, le empuja a dirigir todo al Señor y, al mismo tiempo, a dar también al prójimo todo lo que en justicia le corresponde.

No nos ha creado el Señor para construir aquí una Ciudad definitiva9, porque «este mundo es el camino para el otro, que es morada sin pesar»10. Sin embargo, los hijos de Dios no debemos desentendernos de las actividades terrenas, en las que nos coloca Dios para santificarlas, para impregnarlas de nuestra fe bendita, la única que trae verdadera paz, alegría auténtica a las almas y a los distintos ambientes. Esta ha sido mi predicación constante desde 1928: urge cristianizar la sociedad; llevar a todos los estratos de esta humanidad nuestra el sentido sobrenatural, de modo que unos y otros nos empeñemos en elevar al orden de la gracia el quehacer diario, la profesión u oficio. De esta forma, todas las ocupaciones humanas se iluminan con una esperanza nueva, que trasciende el tiempo y la caducidad de lo mundano.

Por el Bautismo, somos portadores de la palabra de Cristo, que serena, que enciende y aquieta las conciencias heridas. Y para que el Señor actúe en nosotros y por nosotros, hemos de decirle que estamos dispuestos a luchar cada jornada, aunque nos veamos flojos e inútiles, aunque percibamos el peso inmenso de las miserias personales y de la pobre personal debilidad. Hemos de repetirle que confiamos en Él, en su asistencia: si es preciso, como Abraham, contra toda esperanza11. Así, trabajaremos con renovado empeño, y enseñaremos a la gente a reaccionar con serenidad, libres de odios, de recelos, de ignorancias, de incomprensiones, de pesimismos, porque Dios todo lo puede.

Notas
11

Clemente de Alejandría, Stromata, 7, 7 (PG 9, 450–451).

Notas
17

Epistola ad Diognetum, 6 (PG 2, 1175).

Notas
25

1 Pet V, 8.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mt XXII, 17.

18

S. Juan Crisóstomo, In Matthaeum homiliae, 70, 1 (PG 58, 656).

19

Mt XXII, 18-21.

20

Mt VI, 24.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Cfr. Hebr XIII, 14.

10

Jorge Manrique, Coplas, V.

11

Rom IV, 18.

Referencias a la Sagrada Escritura