Lista de puntos

Hay 8 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Amor de Dios → correspondencia al amor de Dios.

Abramos el Evangelio de San Mateo, en el capítulo veinticinco: el reino de los cielos será semejante a diez vírgenes que, tomando sus lámparas, salieron a recibir al esposo y a la esposa. De estas vírgenes, cinco eran necias y cinco prudentes2. El evangelista cuenta que las prudentes han aprovechado el tiempo. Discretamente se aprovisionan del aceite necesario, y están listas, cuando les avisan: ¡eh, que es la hora!, mirad que viene el esposo, salidle al encuentro3: avivan sus lámparas y acuden con gozo a recibirlo.

Llegará aquel día, que será el último y que no nos causa miedo: confiando firmemente en la gracia de Dios, estamos dispuestos desde este momento, con generosidad, con reciedumbre, con amor en los detalles, a acudir a esa cita con el Señor llevando las lámparas encendidas. Porque nos espera la gran fiesta del Cielo. «Somos nosotros, hermanos queridísimos, los que intervenimos en las bodas del Verbo. Nosotros, que tenemos ya fe en la Iglesia, que nos alimentamos con la Sagrada Escritura, que gozamos porque la Iglesia está unida a Dios. Pensad ahora, os ruego, si habéis venido a estas bodas con el traje nupcial: examinad atentamente vuestros pensamientos»4. Yo os aseguro a vosotros –y me aseguro a mí mismo– que ese traje de bodas estará tejido con el amor de Dios, que habremos sabido recoger hasta en las más pequeñas tareas. Porque es de enamorados cuidar los detalles, incluso en las acciones aparentemente sin importancia.

Los frutos de la templanza

Templanza es señorío. No todo lo que experimentamos en el cuerpo y en el alma ha de resolverse a rienda suelta. No todo lo que se puede hacer se debe hacer. Resulta más cómodo dejarse arrastrar por los impulsos que llaman naturales; pero al final de ese camino se encuentra la tristeza, el aislamiento en la propia miseria.

Algunos no desean negar nada al estómago, a los ojos, a las manos; se niegan a escuchar a quien aconseje vivir una vida limpia. La facultad de engendrar –que es una realidad noble, participación en el poder creador de Dios– la utilizan desordenadamente, como un instrumento al servicio del egoísmo.

Pero no me ha gustado nunca hablar de impureza. Yo quiero considerar los frutos de la templanza, quiero ver al hombre verdaderamente hombre, que no está atado a las cosas que brillan sin valor, como las baratijas que recoge la urraca. Ese hombre sabe prescindir de lo que produce daño a su alma, y se da cuenta de que el sacrificio es solo aparente: porque al vivir así –con sacrificio– se libra de muchas esclavitudes y logra, en lo íntimo de su corazón, saborear todo el amor de Dios.

La vida recobra entonces los matices que la destemplanza difumina; se está en condiciones de preocuparse de los demás, de compartir lo propio con todos, de dedicarse a tareas grandes. La templanza cría al alma sobria, modesta, comprensiva; le facilita un natural recato que es siempre atractivo, porque se nota en la conducta el señorío de la inteligencia. La templanza no supone limitación, sino grandeza. Hay mucha más privación en la destemplanza, en la que el corazón abdica de sí mismo, para servir al primero que le presente el pobre sonido de unos cencerros de lata.

Un borrico por trono

Acudamos de nuevo al Evangelio. Mirémonos en nuestro modelo, en Cristo Jesús.

Santiago y Juan, por intermedio de su madre, han solicitado de Cristo colocarse a su izquierda y a su derecha. Los demás discípulos se indignan con ellos. Y Nuestro Señor, ¿qué contesta?: quien quisiere hacerse mayor, ha de ser vuestro criado; y quien quisiere ser entre vosotros el primero, debe hacerse siervo de todos; porque aun el Hijo del hombre no vino a que le sirviesen, sino a servir, y a dar su vida por redención de muchos17.

En otra ocasión yendo a Cafarnaúm, quizá Jesús –como en otras jornadas– iba delante de ellos. Y estando ya en casa les preguntó: ¿de qué ibais tratando en el camino? Pero los discípulos callaban, y es que habían tenido –una vez más– una disputa entre sí, sobre quién de ellos era el mayor de todos. Entonces Jesús, sentándose, llamó a los doce, y les dijo: si alguno pretende ser el primero, hágase el último de todos y el siervo de todos, y cogiendo a un niño le puso en medio de ellos y después de abrazarle, prosiguió: cualquiera que acogiere a uno de estos niños por amor mío, a mí me acoge, y cualquiera que me acoge, no solo me acoge a mí, sino también al que a mí me ha enviado18.

¿No os enamora este modo de proceder de Jesús? Les enseña la doctrina y, para que entiendan, les pone un ejemplo vivo. Llama a un niño, de los que correrían por aquella casa, y le estrecha contra su pecho. ¡Este silencio elocuente de Nuestro Señor! Ya lo ha dicho todo: Él ama a los que se hacen como niños. Después añade que el resultado de esta sencillez, de esta humildad de espíritu es poder abrazarle a Él y al Padre que está en los cielos.

Venced, si acaso la advertís, la poltronería, el falso criterio de que la oración puede esperar. No retrasemos jamás esta fuente de gracias para mañana. Ahora es el tiempo oportuno. Dios, que es amoroso espectador de nuestro día entero, preside nuestra íntima plegaria: y tú y yo –vuelvo a asegurar– hemos de confiarnos con Él como se confía en un hermano, en un amigo, en un padre. Dile –yo se lo digo– que Él es toda la Grandeza, toda la Bondad, toda la Misericordia. Y añade: por eso quiero enamorarme de Ti, a pesar de la tosquedad de mis maneras, de estas pobres manos mías, ajadas y maltratadas por el polvo de los vericuetos de la tierra.

Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con pisadas divinas, recias y vigorosas, en las que se saborea el íntimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca de su Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la fortaleza20.

Los discípulos –escribe San Juan– no conocieron que fuese Él. Y Jesús les preguntó: muchachos, ¿tenéis algo que comer?27. Esta escena familiar de Cristo, a mí, me hace gozar. ¡Que diga esto Jesucristo, Dios! ¡Él, que ya tiene cuerpo glorioso! Echad la red a la derecha y encontraréis. Echaron la red, y ya no podían sacarla por la multitud de peces que había28. Ahora entienden. Vuelve a la cabeza de aquellos discípulos lo que, en tantas ocasiones, han escuchado de los labios del Maestro: pescadores de hombres, apóstoles. Y comprenden que todo es posible, porque Él es quien dirige la pesca.

Entonces, el discípulo aquel que Jesús amaba se dirige a Pedro: es el Señor29. El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el Señor!

Simón Pedro apenas oyó es el Señor, vistióse la túnica y se echó al mar30. Pedro es la fe. Y se lanza al mar, lleno de una audacia de maravilla. Con el amor de Juan y la fe de Pedro, ¿hasta dónde llegaremos nosotros?

Las almas son de Dios

Los demás discípulos vinieron en la barca, tirando de la red llena de peces, pues no estaban lejos de tierra, sino como a unos doscientos codos31. Enseguida ponen la pesca a los pies del Señor, porque es suya. Para que aprendamos que las almas son de Dios, que nadie en esta tierra puede atribuirse esa propiedad, que el apostolado de la Iglesia –su anuncio y su realidad de salvación– no se basa en el prestigio de unas personas, sino en la gracia divina.

Jesucristo interroga a Pedro, por tres veces, como si quisiera darle una repetida posibilidad de reparar la triple negación. Pedro ya ha aprendido, escarmentado en su propia miseria: está hondamente convencido de que sobran aquellos temerarios alardes, consciente de su debilidad. Por eso, pone todo en manos de Cristo. Señor, tú sabes que te amo. Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo32. Y ¿qué responde Cristo? Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas33. No las tuyas, no las vuestras: ¡las mías! Porque Él ha creado al hombre, Él lo ha redimido, Él ha comprado cada alma, una a una, al precio –lo repito– de su Sangre.

Cuando los donatistas, en el siglo V, organizaban sus ataques contra los católicos, defendían la imposibilidad de que el obispo de Hipona, Agustín, profesase la verdad, porque había sido un gran pecador. Y San Agustín sugería, a sus hermanos en la fe, cómo habían de replicar: «Agustín es obispo en la Iglesia Católica; él lleva su carga, de la que ha de dar cuenta a Dios. Lo conocí entre los buenos. Si es malo, él lo sabe; si es bueno, ni siquiera en él he depositado mi esperanza. Porque lo primero que he aprendido en la Iglesia Católica es a no poner mi esperanza en un hombre»34.

No hacemos nuestro apostolado. En ese caso, ¿qué podríamos decir? Hacemos –porque Dios lo quiere, porque así nos lo ha mandado: id por todo el mundo y predicad el Evangelio35– el apostolado de Cristo. Los errores son nuestros; los frutos, del Señor.

Madre del Amor Hermoso

Ego quasi vitis fructificavi...: como vid eché hermosos sarmientos y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos5. Así hemos leído en la Epístola. Que esa suavidad de olor que es la devoción a la Madre nuestra, abunde en nuestra alma y en el alma de todos los cristianos, y nos lleve a la confianza más completa en quien vela siempre por nosotros.

Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza6. Lecciones que nos recuerda hoy Santa María. Lección de amor hermoso, de vida limpia, de un corazón sensible y apasionado, para que aprendamos a ser fieles al servicio de la Iglesia. No es un amor cualquiera este: es el Amor. Aquí no se dan traiciones, ni cálculos, ni olvidos. Un amor hermoso, porque tiene como principio y como fin el Dios tres veces Santo, que es toda la Hermosura y toda la Bondad y toda la Grandeza.

Pero se habla también de temor. No me imagino más temor que el de apartarse del Amor. Porque Dios Nuestro Señor no nos quiere apocados, timoratos, o con una entrega anodina. Nos necesita audaces, valientes, delicados. El temor que nos recuerda el texto sagrado nos trae a la cabeza aquella otra queja de la Escritura: busqué al amado de mi alma; lo busqué y no lo hallé7.

Esto puede ocurrir, si el hombre no ha comprendido hasta el fondo lo que significa amar a Dios. Sucede entonces que el corazón se deja arrastrar por cosas que no conducen al Señor. Y, como consecuencia, lo perdemos de vista. Otras veces quizá es el Señor el que se esconde: Él sabe por qué. Nos anima entonces a buscarle con más ardor y, cuando lo descubrimos, exclamamos gozosos: le así y ya no lo soltaré8.

El Evangelio de la Santa Misa nos ha recordado aquella escena conmovedora de Jesús, que se queda en Jerusalén enseñando en el templo. María y José anduvieron la jornada entera, preguntando a los parientes y conocidos. Pero, como no lo hallasen, volvieron a Jerusalén en su busca9. La Madre de Dios, que buscó afanosamente a su hijo, perdido sin culpa de Ella, que experimentó la mayor alegría al encontrarle, nos ayudará a desandar lo andado, a rectificar lo que sea preciso cuando por nuestras ligerezas o pecados no acertemos a distinguir a Cristo. Alcanzaremos así la alegría de abrazarnos de nuevo a Él, para decirle que no lo perderemos más.

Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria.

Notas
2

Mt XXV, 1-2.

3

Mt XXV, 6.

4

S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia, 38, 11 (PL 76, 1289).

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Mc X, 43-45.

18

Mc IX, 32-36.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
20

Cfr. 2 Sam XXII, 2.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
27

Ioh XXI, 4-5.

28

Ioh XXI, 6.

29

Ioh XXI, 7.

30

Ioh XXI, 7.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
31

Ioh XXI, 8.

32

Ioh XXI, 15-17.

33

Ioh XXI, 15-17.

34

S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 36, 3, 20 (PL 36, 395).

35

Mc XVI, 15.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
5

Ecclo XXIV, 23.

6

Ecclo XXIV, 24.

7

Cant III, 1.

8

Cant III, 4.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
9

Lc II, 44-45.

Referencias a la Sagrada Escritura