Lista de puntos

Hay 3 puntos en «Amigos de Dios» cuya materia es Desprendimiento → confianza en Dios.

Se puede decir que nuestro Señor, cara a la misión recibida del Padre, vive al día, tal y como aconsejaba en una de las enseñanzas más sugestivas que salieron de su boca divina: no os inquietéis, en orden a vuestra vida, sobre lo que comeréis; ni en orden a vuestro cuerpo, sobre qué vestiréis. Importa más la vida que la comida, y el cuerpo que el vestido. Fijaos en los cuervos: no siembran, ni siegan, no tienen despensa, ni granero; y, sin embargo, Dios los alimenta. Pues, ¡cuánto más valéis vosotros!... Mirad cómo crecen los lirios: no trabajan, ni hilan; y, no obstante, os aseguro que ni Salomón, con toda su magnificencia, estuvo jamás vestido como una de estas flores. Pues, si a una hierba que hoy crece en el campo y mañana se echa al fuego, Dios así la viste, ¿cuánto más hará con vosotros, hombres de poquísima fe?13.

Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros –¡con fe recia!– de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos14, de las personas que carecen de sentido sobrenatural. Querría, en confidencia de amigo, de sacerdote, de padre, traeros a la memoria en cada circunstancia que nosotros, por la misericordia de Dios, somos hijos de ese Padre Nuestro, todopoderoso, que está en los cielos y a la vez en la intimidad del corazón; querría grabar a fuego en vuestras mentes que tenemos todos los motivos para caminar con optimismo por esta tierra, con el alma bien desasida de esas cosas que parecen imprescindibles, ya que ¡bien sabe ese Padre vuestro qué necesitáis!15, y Él proveerá. Creedme que solo así nos conduciremos como señores de la Creación16, y evitaremos la triste esclavitud en la que caen tantos, porque olvidan su condición de hijos de Dios, afanados por un mañana o por un después que quizá ni siquiera verán.

Permitidme que, una vez más, os manifieste una partecica de mi experiencia personal. Os abro mi alma, en la presencia de Dios, con la persuasión más absoluta de que no soy modelo de nada, de que soy un pingajo, un pobre instrumento –sordo e inepto– que el Señor ha utilizado para que se compruebe, con más evidencia, que Él escribe perfectamente con la pata de una mesa. Por tanto, al hablaros de mí, no se me pasa por la cabeza, ¡ni de lejos!, el pensamiento de que en mi actuación haya un poco de mérito mío; y mucho menos pretendo imponeros que caminéis por donde el Señor me ha llevado a mí, ya que puede muy bien suceder que no os pida el Maestro a vosotros lo que tanto me ha ayudado a trabajar sin impedimento en esta Obra de Dios, a la que he dedicado mi entera existencia.

Os aseguro –lo he tocado con mis manos, lo he contemplado con mis ojos– que, si confiáis en la divina Providencia, si os abandonáis en sus brazos omnipotentes, nunca os faltarán los medios para servir a Dios, a la Iglesia Santa, a las almas, sin descuidar ninguno de vuestros deberes; y gozaréis además de una alegría y de una paz que mundus dare non potest17, que la posesión de todos los bienes terrenos no puede dar.

Desde los comienzos del Opus Dei, en 1928, aparte de que no contaba con ningún recurso humano, nunca he manejado personalmente ni un céntimo; ni tampoco he intervenido directamente en las lógicas cuestiones económicas, que se plantean al realizar cualquier tarea en la que participan criaturas –hombres de carne y hueso, no ángeles–, que precisan de instrumentos materiales para desarrollar con eficacia su labor.

El Opus Dei ha necesitado y pienso que necesitará siempre –hasta el fin de los tiempos– la colaboración generosa de muchos, para sostener las obras apostólicas: de una parte, porque esas actividades jamás son rentables; de otra, porque, aunque aumente el número de los que cooperan y el trabajo de mis hijos, si hay amor de Dios, el apostolado se ensancha y las demandas se multiplican. Por eso, en más de una ocasión, he hecho reír a mis hijos, pues mientras les impulsaba con fortaleza a que respondiesen fielmente a la gracia de Dios, les animaba a encararse descaradamente con el Señor, pidiéndole más gracia y el dinero, contante y sonante, que nos urgía.

En los primeros años, carecíamos hasta de lo más indispensable. Atraídos por el fuego de Dios, venían a mi alrededor obreros, menestrales, universitarios..., que ignoraban la estrechez y la indigencia en que nos encontrábamos, porque siempre en el Opus Dei, con el auxilio del Cielo, hemos procurado trabajar de manera que el sacrificio y la oración fueran abundantes y escondidos. Al volver ahora la mirada a aquella época, brota del corazón una acción de gracias rendida: ¡qué seguridad había en nuestras almas! Sabíamos que, buscando el reino de Dios y su justicia, lo demás se nos concedería por añadidura18. Y os puedo asegurar que ninguna iniciativa apostólica ha dejado de llevarse a cabo por falta de recursos materiales: en el momento preciso, de una forma o de otra, nuestro Padre Dios con su Providencia ordinaria nos facilitaba lo que era menester, para que viéramos que Él es siempre buen pagador.

Aquí, en la presencia de Dios, que nos preside desde el Sagrario –¡cómo fortalece esta proximidad real de Jesús!–, vamos a meditar hoy acerca de ese suave don de Dios, la esperanza, que colma nuestras almas de alegría, spe gaudentes3, gozosos, porque –si somos fieles– nos aguarda el Amor infinito.

No olvidemos jamás que para todos –para cada uno de nosotros, por tanto– solo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de Él. Nunca he concedido demasiado peso a los santones que alardean de no ser creyentes: los quiero muy de veras, como a todos los hombres, mis hermanos; admiro su buena voluntad, que en determinados aspectos puede mostrarse heroica, pero los compadezco, porque tienen la enorme desgracia de que les falta la luz y el calor de Dios, y la inefable alegría de la esperanza teologal.

Un cristiano sincero, coherente con su fe, no actúa más que cara a Dios, con visión sobrenatural; trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo. Nos lo confirma San Pablo: quae sursum sunt quaerite; buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del Cielo, no las de la tierra. Porque muertos estáis ya –a lo que es mundano, por el Bautismo–, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios4.

Notas
13

Lc XII, 22-24, 27-28.

14

Lc XII, 30.

15

Lc XII, 30.

16

Cfr. Gen I, 26-31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
17

Cfr. Ioh XIV, 27.

18

Cfr. Lc XII, 31.

Referencias a la Sagrada Escritura
Notas
3

Rom XII, 12.

4

Col III, 1-3.

Referencias a la Sagrada Escritura